Ataque de pánico (1)

1615 Words
El estómago dolía de los puros malditos nervios que sentía. Acuclillado junto a la pared de la azotea, Hans se llevó la mano a la cara. Sudaba frío y era inevitable que eso le ocurriera en ese momento. Era el condenado día de los exámenes de ingreso para los aspirantes al profesorado de las distintas áreas que ofrecía la IKAD. Era el treinta mil hijuepvta día en el que la volvería a ver. Pero ... —¡Calavera no chilla, hermano!— masculló entre dientes, parafraseando a Break y odiando ese nerviosismo absurdo por lo inevitable. A fin de cuentas, él había sido quien había insistido en estar allí. Se había pasado toda la semana anterior mentalizando ese momento y, por su mala costumbre de no dar brazo a torcer, cuando su amigo y colega le había sugerido que se tomara el día, él simplemente lo insultó a la cara y terminó su desayuno. No, por nada en el mundo pensaba faltar a sus obligaciones. Intuía que, más que nunca, debía estar en su puesto de trabajo ese día. Al fin y al cabo, él se lo había prometido. Inspiró hondo una buena bocanada de aire, intentando relajar su cuerpo y su mente. Aunque sabía que a esas alturas, esos ejercicios de respiración eran más que inútiles. Se obligó a ponerse en pie, ya faltaba muy poco para que fuera la hora de entrada de los aspirantes. Quiso su mala suerte que, al girarse y echar una mirada a la calle a través de la pared que no le llegaba ni al pecho, viera algo que lo alarmó aun más. Una motocicleta roja se detenía en frente de la acera del establecimiento. Una motocicleta roja que cuyo conductor era una mujer de amplías caderas y vestimenta punky. Vio como esta se quitaba el casco que llevaba puesto y se lo calzaba al brazo, dejando al descubierto su cabeza rapada en la mitad y el tinte verde estridente predominando en su cabello corto. Horrorizado contempló en silencio como esa joven que había estado evitando cruzaba la calle. Pero, antes de eso levantaba la vista a la azotea y lo reconocía. La vió sonreír abiertamente y saludarlo con la mano. En ese momento, Hans creyó que estaba a punto de sufrir un infarto. Pero, milagrosamente sobrevivió al salir huyendo de la azotea y bajar los escalones de dos en dos para ir a refugiarse en la sala de profesores. No pensaba darle vueltas al asunto. Haría hasta lo imposible para marcar ese límite entre ambos. Ella tendría que entenderlo, aunque no le gustara y a él lo incómodase, tenían que tomar distancia. Mientras se miraba en el espejo con gesto hosco, abrió el grifo del lavadero del baño y templó el agua. Poniendo sus manos en forma de cuenco, se lavó la cara. Eso solía ejercer en él cierto poder calmante. —¿Estás bien, Bomb?— escuchó que Allan le preguntaba desde su sitio en los escritores— ¿Qué ha ocurrido? Hans le echó una mirada fulminante y se sentó en su silla, metiendo la cabeza en el ordenador de escritorio. No pensaba hablar del asunto. Además, estaba seguro que, para el zaragozano, le era muy fácil sumar dos más dos y darse cuenta lo que le ocurría. A excepción de ellos dos, la sala de profesores estaba completamente vacía. No era para nada sorprendente que eso ocurriera. Pues, ese maldito lunes por la mañana, solo estaban en exámen dos grupos de alumnos: La sección de sordos y la sección de movilidad reducida. Cuyos profesores encargados eran, Hansell Alexis Mccyan y José Allan Sánchez. Es decir, ellos. La campana del colegio sonó, produciendo un ruido espantosamente tenso e irritante para Hans, quien sabía el significado de eso. Levantó la cabeza al techo, pálido de muerte, sudando frío y siendo víctima de lo que él conocía como la ante sala a un ataque de pánico. —¡Ay! ¡Por los treinta mil jødidos infiernos!¡No!— se quejó dejando caer su cabeza entre sus manos completamente desesperados y al borde de un colapso nervioso —¡No debí!¡Maldita sea!¡No debí hacer nada!¿Con qué jødida cara la veo ahora en los exámenes?¡Maldita sea!¡Soy un jødido imbécil!¡Maldita sea! Allan lo vió quejarse, sin entender ni una palabra de toda aquella retahila de incoherentes insultos. No era que el irlandés estuviera hablando en alguno de los veinte idiomas que sabía. Lo que ocurria era que, cuando Hans se ponía nervioso, se aceleraba de tal forma que era imposible entender sus palabras. No obstante, el zaragozano no necesitaba entender ni la mitad de todo lo que escuchaba. Intuía que eran solo insultos sin sentido. Como también, intuía que, el motivo de ese ataque de pánico, tenía nombre y apellido. — Déjame adivinar, Bomb...— pidió como si tal cosa mientras posaba su mano en el hombro de su compañero — Cuando estabas en la azotea ¿ Has visto a la chica, verdad?¿A Gabriela María Fagnanni, no es así, Bomb? La retahila de insultos se detuvo casi como por arte de magia. Allan sonrió malicioso en su interior. Sus suposiciones surtieron efecto en el irlandés. Aunque quizás, ese efecto no había sido el deseado. Vió como Hans se incorporaba sobre la silla y extendía el brazo con rapidez. Lo golpeaba con el puño en el hombro, empujándolo un poco hacia atrás. Allan pudo haberse ofendido, pero no lo hizo. A decir verdad, ese zaragozano no se ofendía con facilidad, menos aun, por las reacciones impulsivas del irlandés. No por nada el profesor de plástica con especialidad en movilidad reducida era el compañero perfecto para el profesor de historia universal con especialidad en lengua de señas. —¡Y ya estás tú otra vez!— recriminó Hans con verdadero fastidio mientras se acomodaba el cabello detrás de la oreja —¡Metiéndole los dedos al Cristo! ¡En las jødidas llagas y con zaña, claro está! Expresiones como esas eran muy comunes en la dinámica de su amistad. De modo que, ante el exabrupto del irlandés, Allan simplemente rio con desenfado. Ya se le pasaría, no tenía nada de lo cual preocuparse. Pues, en resumidas cuentas, el irlandés le estaba dando la razón. Había visto a la chica y eso había generado la crisis emocional que estaba atravesando. El cómo ayudarlo a calmarse, eso ya lo vería. Apoyó su mano en el borde del escritorio y se inclinó hacia el profesor de historia. —Pues sí, ya estoy aquí dando la lata otra vez a lo que tú no quieres pensar...— musitó observándolo con los ojos entornados y una media sonrisa maliciosa.— ¡Pero, vale! ¡Que yo ya te he dicho que ni de cøña pienso ser tu niñero! En esas ocasiones, Hans lo escuchaba como un adolescente irrespetuoso. Mirando con los ojos entornados a otra dirección, de brazos cruzados y una grosera mueca de nariz arrugada. Como si en realidad no estuviera prestando atención. Pero ambos sabían que esto era solo una apariencia. Él escuchaba muy bien y cada palabra tenía la facultad de calar hondo en sus emociones. Por ese motivo, Allan también sabía que debía ser muy cuidadoso con sus palabras. Porque Hans, en su actitud de adolescente rebelde, era muy sensible. Como todo adolescente rebelde, aunque dijera que no, las palabras lo herían. Pero él no estaba allí para tratarlo entre sedas y arrumacos. Él estaba allí para asegurarse que, pese a sus desbordes emocionales, pudiera hacer el trabajo como correspondía. De modo que continuó hablando, aunque sentía que le hablaba a la pared. —¿Prefieres quedarte aquí, escondido en la sala de profesores?— preguntó tocando las cuerdas más sensibles de la psiquis del irlandés — ¡Pues, hazlo! Quedate, quizás sea lo mejor para ti ¿Qué más da? No es la primera vez que tengo que cubrirte en el trabajo... «¡Serás hijuepvta!!mal nacido cæbrón! Mejor cállate y no termines esa frase¡Allan!¡No termines esa jødida frase!» Pensó Hans atreviéndose a dirigir su mirada recelosa hacia el zaragozano. Sabía lo que estaba haciendo y, aunque en ese momento lo odiara por eso, sabía que, luego, se lo agradecería. Pero, bajo ningún motivo deseaba escuchar lo que seguía a esa última afirmación. —... Y ¿Por qué negarlo?— insistió Allan encogiéndose de hombros para luego agregar a la vez que se cruzaba de brazos — por más que no te haga ni pizca de gracia escucharlo, ambos, sabemos que, tarde o temprano, no será la última vez que yo te salve el cvlo... «¡POMM!» Resonó en la sala de profesores cuando Hans golpeó el escritorio para levantarse de su silla. «¡Clanc!» Le siguió el ruido metálico de la silla de escritorio al caer al suelo por el empuje que él mismo le había dado. «¡PAFF!» Fue el azote que dejó en la puerta al cerrar con violencia y salir de la sala de profesores para cumplir con sus obligaciones sin mirar atrás, dejando a su amigo y colega solo en el lugar. De pie, con los brazos cruzados, Allan sonrió cínico. Había ganado la batalla y sabía que, aunque Hans estuviera en ese momento haciendo un berrinche como ese, terminaría por hacerle caso y cumplir con su obligación. Al menos, el enojo, lo distraería lo suficiente como para poder olvidarse de todos sus miedos por un momento. —¡Ja! Como un carro viejo...— observó Allan agachándose para levantar la silla que yacía en el suelo —¡A las patadas sí arranca!

Read on the App

Download by scanning the QR code to get countless free stories and daily updated books

Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD