CAPÍTULO DOS
Dierdre, limpiándose el sudor de la frente mientras trabajaba en la forja, se erguió al verse sorprendida por un ruido estruendoso. Era un sonido familiar, uno que la había puesto en alerta, uno que se elevó sobre los martillos golpeando los yunques. Todos los hombres y mujeres a su alrededor también se detuvieron, bajaron sus armas incompletas y miraron hacia afuera confundidos.
Se escuchó una vez más como si fuera un trueno traído por el viento, escuchándose como si la mismísima tierra se estuviera partiendo en dos.
Después una vez más.
Dierdre finalmente lo identificó: campanas de hierro. Sonaban y creaban terror en su corazón mientras golpeaban una y otra vez haciendo eco por la ciudad. Eran campanas de advertencia, de peligro; campanas de guerra.
Toda la gente de Ur se apresuró dejando sus actividades y deseosos de ver lo que sucedía. Dierdre era la primera entre ellos junto con sus chicas, acompañadas de Marco y todos sus amigos, y salieron juntos por en medio de las calles llenas de ciudadanos consternados, todos corriendo hacia los canales para tener una mejor vista. Dierdre miraba hacia todos lados esperando ver la ciudad llena de barcos y soldados anunciados por las campanas. Pero no encontró nada.
Confundida, se dirigió a las grandes torres de vigilancia colocadas a la orilla del Mar de los Lamentos deseando poder ver mejor.
“¡Dierdre!”
Se volteó y miró a su padre y a sus hombres corriendo hacia las torres también, todos deseando tener una vista despejada hacia el mar. Las cuatro torres sonaban frenéticamente, algo que nunca había pasado antes, como si la muerte misma se acercara a la ciudad.
Dierdre se puso al lado de su padre mientras corrían, bajando calles y subiendo una serie de escalones de piedra hasta que finalmente llegaron a la cima del muro de la ciudad en la orilla del mar. Se detuvo a su lado impactada por lo que estaba frente a ella.
Era como si su peor pesadilla se hiciera realidad, algo que había deseado nunca presenciar en toda su vida: el mar completo, hasta donde alcanzaba el horizonte, estaba totalmente n***o. Los barcos negros de Pandesia, tan juntos que no dejaban ver el agua, parecían extenderse por el todo el mundo. Y lo peor era que juntos se avalanzaban con fuerza amenazante sobre la ciudad.
Dierdre se quedó congelada al ver la muerte que se avecinaba. No había manera de que pudieran defenderse de una flota de tal tamaño, ni con simples cadenas ni con sus espadas. Cuando los primeros barcos llegaran a los canales, tal vez podrían ponerlos en cuello de botella y retrasarlos. Tal vez lograrían matar a cientos o incluso miles de soldados; pero no a los millones que vio delante de ella.
Dierdre sintió su corazón partirse en dos al ver que su padre y sus hombres compartían el mismo silencio de pánico en sus rostros. Su padre puso un rostro valiente frente a sus hombres, pero ella lo conocía. Podía ver el fatalismo en sus ojos, el desvanecimiento de la luz en ellos. Era claro que todos miraban a sus futuras muertes, al final de su gran y antigua ciudad.
A su lado, Marco y sus amigos miraban aterrorizados pero al mismo tiempo con resolución y, como punto a favor, ninguno de ellos se echó a correr. Ella buscó entre el mar de rostros a Alec, pero se desconcertó al no encontrarlo en ninguna parte. Se preguntaba a dónde había ido. ¿Sería acaso que había huido?
Dierdre se quedó firme y apretó su espada con más fuerza. Sabía que la muerte vendría por ellos; pero nunca pensó que vendría tan pronto. Pero ella ya no correría de nadie más.
Su padre se giró hacia ella y la tomó de los hombros con urgencia.
“Debes abandonar la ciudad,” le ordernó.
Dierdre vio el amor paternal en sus ojos y esto la conmovió.
“Mis hombres te acompañarán,” añadió. “Ellos pueden llevarte lejos de aquí. ¡Vete ahora! Y no me olvides.”
Dierdre tuvo que limpiarse una lágrima al ver a su padre mirarla con tanto amor; pero negó con la cabeza y se quitó las manos de encima de ella.
“No, Padre,” dijo ella. “Esta es mi ciudad y yo moriré a tu—”
Pero antes de que pudiera terminar sus palabras, una aterradora explosión llenó el aire. Al principió se confundió pensando que era otra camapana, pero después se dio cuenta; disparos de cañones. Y no sólo un cañón, sino cientos de ellos.
La onda de choque hizo que Dierdre perdiera el equilibrio, cortando por en medio de la atmósfera con tal fuerza que sintió que sus oídos se partían en dos. Entonces se olló el silbido agudo de bolas de cañón, y al mirar hacia el mar, sintió una oleada de pánico al ver cientas de inmensas bolas de cañón como calderos de hierro en el cielo que se elevaban y dirigían directamente hacia su amada ciudad.
A esto le siguió un sonido peor que el anterior: el sonido de hierro aplastado la piedra. El mismísimo aire se estremeció con una explosión tras otra. Dierdre se estremeció y cayó mientras todo a su alrededor los grandes edificios de Ur, obras maestras de arquitectura, monumentos que habían durado miles de años, eran destruidos. Estos edificios de piedra de diez pies de grosor, iglesias, torres de vigilancia, fortificaciones, murallas; todos eran despedazados por las bolas de cañón. Se desplomaron frente a sus ojos.
Entonces hubo una avalancha de escombros mientras los edificios caían uno tras otro.
El verlo era enfermizo. Mientras Dierdre rodaba en el suelo, vio una torre de piedra de cien pies empezar a caer. No pudo hacer nada más que ver como cientos de personas bajo ella gritaban aterrorizadas mientras la torre de piedra caía sobre ellas.
A esto le siguió otra explosión.
Y una más.
Y otra más.
Todo a su alrededor edificios explotaban y caían, aplastando a miles de personas en olas de grandes esocombros y polvo. Rocas rodaban por la ciudad mientras los edificios chocaban uno contra otro, derrumbándose al desplomarse sobre el suelo. Y aún así las bolas de cañón seguían viniendo, atravesando un edificio tras otro y convirtiendo esta mágnifica ciudad en un montón de escombros.
Dierdre finalmente pudo ponerse de pie. Miró confundida hacia los lados y entre las nubes de polvo vio montones de cuerpos en las calles y charcos de sangre, como si la ciudad entera hubiera sido arrasada en un instante. Volteó hacia el mar y vio a mil barcos más esperando a****r, y entonces se dio cuenta que toda su planeación había sido en vano. Ur ya estaba destruida y los barcos ni siquiera habían llegado a la orilla. ¿Ahora de qué les servirían todas esas armas y cadenas con picos?
Dierdre escuchó gemidos y vio a uno de los valientes hombres de su padre, un hombre al que ella apreciaba, morir a unos cuantos pies de ella aplastado por una pila de escombros que habría caído sobre ella si ella no hubiera tropezado y caído. Quiso ir a ayudarlo cuando el aire de nuevo se estremeció con más cañonazos.
Y después más.
A esto le siguieron los silbidos y las explosiones y los edificios derrumbándose. Los escombros se apilaron más altos y más personas murieron, mientras ella caía una vez más con un muro de piedra colapsándose a su lado y casi aplastándola.
Entonces los disparos se detuvieron y Dierdre se puso de pie. Una pared de piedra ahora bloqueaba su vista al mar, pero ella sintió que los Pandesianos ya estaban cerca de la playa y que por esto habían cesado los disparos. Había grandes nubes de polvo en el aire y, en medio del silencio aterrador, no hubo nada más que los gemidos a su alrededor. Miró a Marco a su lado que gritaba con desesperación mientras trataba de liberar el cuerpo atrapado de uno de sus amigos. Dierdre vio hacia abajo y supo que el muchacho ya estaba muerto, aplastado por un muro que antes había sido de un templo.
Se volteó recordando a las chicas y se sintió devastada al ver que varias de ellas también habían muerto. Pero tres de ellas sobrevivieron, y ahora trataban sin lograrlo de salvar a las otras.
Entonces se escuchó el grito de los Pandesianos en la playa que se abalanzaban sobre Ur. Dierdre pensó en la oferta de su padre y sabía que sus hombres todavía podrían sacarla de ahí. Sabía que quedarse aquí significaría su muerte; pero eso era lo que deseaba. No correría.
A su lado su padre, con un corte en la frente, se levantó del escombro, sacó su espada, y guio a sus hombres valientemente en un ataque. Ella se sintió orgullosa al ver que iba a encontrarse con el enemigo. Ahora sería una pelea a pie, y cientos de hombres se juntaron detrás de él con tal valentía que ella se llenó de orgullo.
Ella los siguió sacando su espada y escalando las grandes rocas delante de ella, lista para pelear a su lado. Mientras llegaba a la cima, se detuvo impactada por lo que vio frente a ella: miles de soldados Pandesianos con su armadura amarillo y azul llenaban la playa y se lanzaban sobre las pilas de escombro. Estos hombres estaban bien entrenados, bien armados y descansados; a diferencia de los hombres de su padre que apenas eran unos cuantos cientos, con armas simples y todos ya heridos.
Sabía que sería una m*****e.
Pero aun así su padre no se detuvo. Ella nunca había estado tan orgullosa de él como lo estaba en este momento. Ahí estaba él, orgulloso, con sus hombres a su lado y listo para entrar en batalla aunque esto seguramente significaría su muerte. Para ella, esta era la encarnación misma del valor.
Antes de bajar, él se dio la vuelta y miró a Dierdre con una mirada de amor. Había una mirada de despedida en sus ojos, como si supiera que esta era la última vez que la miraba. Dierdre estaba confundida; su espada estaba en su mano y ella estaba lista para a****r junto a él. ¿Por qué se despedía de ella ahora?
De repente sintió unas manos fuertes que la tomaban por detrás, sintió que la jalaban hacia atrás y se volteó para ver a dos de los comandantes de confianza de su padre. Un grupo de hombres también tomaron a las otras tres chicas y a Marco y sus amigos. Ella peleó y protestó, pero fue en vano.
“¡Déjenme ir!” gritaba.
Ellos ignoraban sus protestas mientras la arrastraban, claramente siguiendo las órdenes de su padre. Alcanzó a ver por última vez a su padre antes de bajar por el montón de escombros.
“¡Padre!” gritó.
Sintió que se partía en dos. Justo cuando sentía admiración por el padre que amaba otra vez, ella estaba siendo alejada de él. Deseaba desesperadamente estar con él. Pero él ya se había ido.
Dierdre sintió cómo la arrojaban en un pequeño bote mientras los hombres inmediatamente empezaban a remar por el canal alejándose del mar. El bote giró una y otra vez por los canales dirigiéndose hacia una abertura secreta en el muro. Delante de ellos se distinguió un pequeño arco de piedra, y Dierdre inmediatamente reconoció a dónde iban: el río subterráneo. Era una corriente salvaje del otro lado del muro y esta los llevaría muy lejos de la ciudad. Saldrían a muchas millas de distancia de aquí seguros en el campo.
Todas las chicas se voltearon a verla como preguntándose qué deberían hacer. Dierdre tomó una decisión inmediata. Ella pretendió aceptar el plan para que todas ellas continuaran. Quería que todos escaparan de este lugar.
Dierdre esperó hasta el último momento y, justo antes de que entraran, saltó del bote cayendo en las aguas del canal. Para su sorpresa, Marco la miró y saltó también. Esto dejó a los dos solos flotando en el canal.
“¡Dierdre!” gritaron los hombres de su padre.
Se voltearon para tratar de tomarla, pero fue muy tarde. Lo había hecho en el momento perfecto y ellos ya estaban en las fuertes corrientes que se llevaban el bote.
Dierdre y Marco se dieron la vuelta y nadaron rápidamente hacia un bote abandonado subiéndose a este. Se sentaron escurriendo agua y se miraron el uno al otro, ambos respirando agitadamente.
Dierdre miró hacia atrás hacia el centro de Ur en donde había sido separada de su padre. Se dirigiría a ese lugar, ahí y a ninguna otra parte, incluso si esto significaba su muerte.