CAPÍTULO DIECINUEVE No era mucho más que un manojo de harapos, su diminuto cuerpo se perdía entre su ropa sucia. Un rostro pálido, la piel tan delgada que el cráneo sobresalía de manera alarmante, miró a Cole mientras el explorador avanzaba sigilosamente, con un brazo extendido, arrullando: “No tengas miedo...” Pero el niño tenía mucho más que miedo. Aterrorizado, se encogió arrastrándose sobre su trasero más profundamente en las sombras. Allí, en la oscuridad con sus ojos enormes y saltones actuando como faros, retomó sus lloriqueos, un sonido patético como un cachorro pequeño y confundido llamando a su madre. Cole se puso en cuclillas y se detuvo. Deseó tener algo que ofrecer al pobre niño. Un dulce sería perfecto, pero no tenía nada, ni siquiera el más mínimo bocado de comida para da
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