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Transa Manor
La tormenta rugía afuera, sus vientos azotando con furia las ventanas de la pequeña habitación en la mansión del conde Transa y su familia. Leocadia, vestida aún con su pesado vestido de seda, estaba de pie junto a la ventana, su rostro empapado por las lágrimas que caían silenciosamente. La suave luz de las velas apenas iluminaba los muros, que parecían cerrarse sobre ella, aumentando la presión en su pecho.
El eco de los gritos de su suegra aún resonaba en sus oídos, recriminándola por no cumplir con su rol como esposa, por no ser lo que Edward había esperado. La humillación y el dolor la habían debilitado hasta el punto en que su única salida parecía ser la muerte. Había sido una ilusión pensar que Edward la amaba, que su vida podía tener un propósito fuera de la cárcel de ese matrimonio.
Con los dedos temblorosos, Leocadia se acercó al frágil filo de la baranda del balcón, mirando el suelo bajo ella. Su corazón latía con fuerza y por un momento, la sensación de liberación fue todo lo que pudo sentir. Alzó la mirada, ya resignada, cuando una voz profunda y serena cortó la oscuridad de su desesperación.
- No lo hagas – le dijo alguien desde el suelo bajo ella.
Leocadia dio un salto, girándose con rapidez. Frente a ella, envuelto en una capa oscura, estaba un hombre que no debería estar allí. Su porte era imponente, su mirada de un azul intenso la observaba fijamente. El emperador Kaelion Verithar.
- ¿Qué haces aquí? - su voz era apenas un susurro, pero llena de un dolor latente.
Kaelion avanzó, sin prisa, pero con la firmeza de alguien acostumbrado a ser obedecido. Sus ojos, que antes reflejaban solo un frío calculado, ahora mostraban algo más: una preocupación reprimida. Sin que ella pudiera reaccionar, saltó con agilidad hasta el balcón donde estaba y la tomó por la muñeca, con la fuerza justa para evitar que cayera y la apartó del borde.
- Sabía que estarías aquí - Su tono era bajo, grave, pero no cruel. Era como si estuviera hablando desde una comprensión profunda, como si supiera exactamente lo que sentía. - La muerte no es la respuesta, princesa.
Leocadia intentó liberarse de su agarre, pero el contacto con él parecía devolverle algo de su propia humanidad, algo que había perdido al sentirse tan abandonada. Miró a Kaelion con ojos llenos de incredulidad, sin saber qué pensar, qué hacer.
- ¿Qué quieres de mí? - su voz salió rota, casi inaudible.
Kaelion no respondió de inmediato. La observó por un largo instante, como si estuviera valorando cada palabra. Finalmente, habló.
- Nada. Solo tu vida - Dejó escapar un suspiro, un atisbo de compasión que rara vez mostraba.
Leocadia titubeó, mirando a la figura que se encontraba ante ella. La furia y la tristeza se agolpaban en su pecho, pero también había algo en la firmeza de Kaelion, una promesa no dicha, que comenzó a calmar el torbellino interno ¿Qué podía ofrecerle él que no le hubiera ofrecido su propio esposo? ¿Qué podía esperar de un hombre como él?
- No debe preocuparse, majestad…Estaré bien
Kaelion la observó en silencio durante un largo momento.
- No mientas - La voz de Kaelion fue baja, pero llena de una autoridad silenciosa -Sé lo que está pasando en esta casa -Sus ojos reflejaron una mezcla de comprensión y dolor - Esto no es solo una cuestión de orgullo, Leocadia. Es tu vida.
- No sé qué esperas de mí - La respuesta de Leocadia fue un susurro cargado de amargura, su voz casi perdida entre el ruido de la tormenta -¿Qué puedes hacer tú? Todos son iguales. Todos me ven como una pieza más. Nada cambiará.
Durante esos tres meses en el Imperio, ella había intentado mantener la imagen de la esposa perfecta, pero las heridas en su cuerpo no podían ser ocultadas por más tiempo. Edward había estado en el cuartel, dejando que su madre gobernara con mano dura en su lugar y ella no había hecho más que seguir la corriente. La aparente indiferencia de Edward hacia su sufrimiento la había dejado impotente.
Kaelion se acercó aún más, captando la angustia en su voz.
- No soy como ellos - Kaelion habló con firmeza. - No voy a ofrecerte compasión. Te ofrezco poder, princesa. La oportunidad de que tú misma decidas tu destino -Sus ojos brillaron con una intensidad nueva, una promesa - Déjame ayudarte a recuperar lo que te han robado. No te dejaré hasta que tomes el control de tu vida.
Leocadia lo miró, confundida y asustada.
- ¿Y por qué lo harías? -preguntó, con voz entrecortada, apenas creíble en su propio desafío. - ¿Qué quieres de mí?
Kaelion no respondió de inmediato. En lugar de eso, extendió su mano hacia ella, un gesto simple, pero poderoso.
- No quiero nada de ti, princesa. - Su tono era suave, casi imperceptible. - Solo que tomes el control. Que vengues lo que te han hecho.
Ella lo miró como si no entendiera. Como si aún estuviera atrapada en la niebla de la desesperación.
- ¿Venganza? -repitió ella, incrédula. - ¿Qué sabes tú de lo que he vivido?
Kaelion se acercó un paso más, su mirada fija en ella, y sin pensarlo le soltó una de las verdades más profundas que jamás había dicho:
- Lo suficiente.
Leocadia vaciló, pero vio algo en sus ojos, algo más que promesas vacías. Con una respiración temblorosa, dio el primer paso hacia él.
Luego, con un gesto, el emperador la condujo hacia el balcón y saltó llevándosela con él.
Kaelion POV
El viento soplaba con furia, y la lluvia caía en cascada, creando un murmullo sordo que competía con el latido frenético en el pecho de Kaelion Verithar. Había llegado a la mansión de Edward Transa sin previo aviso, movido por una necesidad inquebrantable de estar allí, de actuar antes de que fuera demasiado tarde.
Al llegar, había percibido la quietud de la noche y la densa presión en el aire, como si el mismo reino aguardara el próximo movimiento de su imperio. No tardó en encontrarla. Allí estaba Leocadia D’Aurial, la princesa atrapada en una prisión de mentiras y traiciones, observando la tormenta desde el balcón. Su figura, envuelta en la fina tela de su vestido, parecía tan etérea como la misma tormenta, desdibujándose en la oscuridad.
Cuando Kaelion se acercó, el crujir del sendero de guijarros bajo sus botas alertó a la princesa. Ella giró rápidamente, una mezcla de sorpresa y miedo reflejada en su rostro. La tormenta parecía nada comparada con la tormenta interna que se desataba en el corazón de Leocadia. Sus ojos, llenos de desconfianza, lo evaluaron con rapidez.
- ¿Qué haces aquí? - su voz, temblorosa pero firme, no escondía el temor que se había apoderado de ella al verlo aparecer sin previo aviso. Había aprendido a desconfiar de todos. Edward, su esposo, no era el hombre que había prometido ser y los que la rodeaban parecían empeñados en seguir despojándola de su dignidad. ¿Qué hacía él aquí, el mismísimo emperador del Imperio Celeste, cuando no había llamado a nadie para ayudarla?
Kaelion observó el brillo de sus ojos, el mismo que había visto en el banquete, una chispa de inteligencia que ahora se veía opacada por la tristeza. Con movimientos ágiles saltó hacia la ventana donde estaba la joven, quien retrocedió al verlo y se detuvo a un par de pasos de ella, sintiendo la tensión en el aire, esa sensación de que algo horrible estaba a punto de suceder.
-Sabía que estarías aquí. - le dijo sujetando su muñeca. La respuesta de Kaelion fue calma, casi medida, como si su aparición no fuera nada extraordinario. Pero sus ojos, fijándose en Leocadia, ya hablaban de otra cosa. Sabía que su presencia en este balcón, bajo la tormenta, significaba algo mucho más profundo - La muerte no es la respuesta, princesa.
El rostro de Leocadia se endureció un instante. Alzó la barbilla con desdén, intentando mostrar una fachada de control, pero Kaelion pudo ver más allá de la máscara.
- ¿Qué quieres de mí? - preguntó ella, apretando los labios, mientras un destello de miedo cruzaba sus ojos.