—David, ¿qué haces aquí? —preguntó Marisol, alejándose de mí. Fue en ese momento que caí en cuenta de que este era el idiota que había hecho sufrir a mi cachetitos. —Solo vine a mi casa. ¿Acaso no puedo venir? —replicó él, sin dejar de mirar con desprecio hacia donde estábamos. —No tienes nada que hacer aquí, vete con tu mujer —dijo Marisol con firmeza, aunque su voz temblaba ligeramente, revelando la tensión del momento. David frunció el ceño, claramente irritado por la respuesta de Marisol, pero no se movió de la entrada. Cruzó los brazos, aparentemente decidido a complicar más las cosas. —Es que aún no entiendes, Marisol, ¿verdad? Esta sigue siendo mi casa también, y tengo derecho a estar aquí tanto como tú. —Tal vez legalmente, pero moralmente, perdiste ese derecho hace mucho. I