Capítulo 1: El fruto del amor.

1288 Words
Bronx- New- York, USA. Seis años, y dos meses antes. Alba Rodríguez, se removía en la dura y estrecha cama de aquel albergue en donde ahora pernoctaba. Su incomodidad no solo se debía al rígido y desgastado colchón, sino también a su prominente vientre de nueve meses de embarazo, y aquella molestia en la cintura que no le permitía conciliar el sueño. El ruido de las gotas de lluvia golpeando el techo, se asemejaba al mismo de aquella noche en la que el hombre que juró amarla, protegerla, y hasta casarse con ella, la dejó abandonada, sin permitirle darle una explicación. Acarició su barriga, sabiendo que dentro de su ser crecía el fruto de ese amor. El pequeño que habitaba en su interior era quien le había dado las fuerzas para soportar los duros momentos que tuvo que pasar al alejarse de su casa, su familia, la universidad, y sobre todo de él. —Santiago Vidal, nunca sabrá de tu existencia —murmuró bajito, mientras limpiaba las lágrimas de su rostro. Presionó con fuerza las cobijas para ahogar su llanto y no gritar de impotencia, de rabia, de dolor. La herida aún estaba reciente, inhaló profundo para calmarse, sabía que eso no le hacía bien a su bebé, quién dio señales de inconformidad al moverse con fuerza. Alba cerró sus ojos, tratando de conciliar el sueño, pero era inútil, a su mente el rostro lleno de furia y decepción de Santiago, se le venía a la memoria. —Debes estar muy feliz, con esa...—gruñó en voz baja. Limpió con el dorso de su mano las lágrimas que rodaban por sus mejillas. Un rayo de luna se colaba por un agujero del techo de ese viejo lugar donde pasaba las noches. Sacó de debajo de su almohada varios recortes y fotografías en los que Santiago aparecía rodeado de mujeres, lujos, confort, presionó sus puños con total indignación, llevó su mano a su vientre, mientras su mandíbula temblaba. —Ni siquiera me dejó informarle de tu existencia —susurró en un murmullo para que las demás personas que descansaban en esa enorme habitación no se fueran a molestar—. Aunque hubiera pensado que no eres hijo de él —murmuró arrastrando las palabras con profunda tristeza—. Espero nunca sepamos del señor Vidal —puntualizó cerrando sus ojos ya casi a la madrugada, cayendo en un profundo letargo. **** Al día siguiente: Alba colocó su mano en la cintura, y frunció los labios haciendo una mueca, aquella molestia persistía; se sentó un momento a descansar y luego de unos minutos terminó de recoger sus cosas y de doblar las frazadas. Se sobresaltó al sentir la mano de Amelia, la encargada del refugio, en su hombro. —Tengo un regalo para ti —comunicó, esbozando una sincera sonrisa. La joven se sorprendió, y arrugó el ceño sin comprender nada, entonces la buena mujer de cabello cano y mirada serena colocó una bolsa negra encima de la cama. —¿Qué es? —cuestionó dubitativa. —Es ropa para tu bebé —informó, sacando del bulto varias prendas. El corazón de Alba, se encogió dentro de su pecho, sus globos oculares se llenaron de lágrimas, tomó una chambrita en sus manos y la acercó a su vientre. —Gracias —susurró suspirando agradecida. —No tienes de qué —habló con dulzura la mujer—. Deberías buscar al padre del bebé, no es justo que en ese estado pases tantas necesidades —sugirió. El labio inferior de Alba, tembló al escucharla, suspiró colocando su mano sobre su vientre. —Mi hijo no tiene papá —enfatizó, entonces sacó de su bolso una vieja revista, y se la mostró a Amelia—. A él, no le interesamos —comunicó, mientras le enseñaba a la señora varias fotografías de Santiago, en fiestas exclusivas. —Lo lamento —expresó la mujer. Alba limpió su rostro, agradeció por el presente, solicitó a su amiga que se los guardara, entonces se dispuso como todos los días a salir a vender sus dulces por las calles de la ciudad. La encargada cuando la conoció con cinco meses de gestación, se compadeció de ella al verla sola y embarazada, le guardaba siempre una cama, ese acto molestaba al resto de personas. Amelia no le daba importancia. En el estado de Alba no era conveniente que estuviera durmiendo, ni vagando por las calles. En el día la joven se ganaba la vida, en lo que podía, vendiendo dulces, limpiando en los restaurantes cuando el dueño era buena persona y le permitían laborar. Mucha gente la miraba con lástima, incluso le daban limosna. —Deberías quedarte a descansar —sugirió al verla pálida. —No puedo —expuso con la voz fragmentada—. Estoy a días de dar a luz, y necesito dinero. —Inclinó su rostro derramando varias lágrimas. Amelia negó con la cabeza, la miró con ternura. —No te alejes mucho —recomendó. Alba asintió, y salió caminando con lentitud por las calles, embargada en una profunda tristeza. Nunca imaginó que aquellos meses llenos de dicha junto a Santiago, se hubieran convertido en días llenos de dolor, y que gracias a él sus sueños de graduarse de economista, conseguir un buen empleo y traer a su madre de Venezuela, se esfumaron. Miró una cabina telefónica y marcó el número de su mamá en Caracas. Cubrió su boca con la mano para ahogar los sollozos. Escuchar la voz de su progenitora le alegraba, y a la vez entristecía su alma por haberle fallado como hija, entonces colgó al sentir una punzada en la parte baja de su vientre, presionó sus ojos, respiró profundo. Un par de horas después de vender lo que pudo, cansada, y con calambres en el vientre se sentó en una banca del parque, desde su lugar miraba a las parejas tomadas de la mano, eso fragmentaba su corazón, y los recuerdos la embargaban. Mientras seguía ensimismada en sus memorias aquel dolor se hizo más fuerte. —¿Qué pasa bebé? —cuestionó inclinando su rostro, observando y acariciando su vientre—. Mira que estamos lejos del albergue. —Seguía hablando pensando que con el descanso esas molestias iban a ceder. Luego de unos minutos observó que el cielo se tornaba gris, y varios truenos anunciaban que una tormenta se aproximaba. Con algo de dificultad se puso de pie para continuar su camino y llegar al albergue. Anduvo por dos largas calles, cuando de pronto ese dolor se agudizó, se detuvo inclinando su cuerpo, llevando su mano a la parte baja de su abdomen. —Respira Alba —Habló consigo misma, recargada en una pared. Cuando la contracción cedió, continuó el camino, no avanzó a dar muchos pasos, otra vez el dolor volvió con fuerza. —¡Auh! —Se quejó sintiendo que se le fragmentaba la cadera. —¡Dios ayúdame! —exclamó la joven sollozando. Esperaba encontrar a alguien que la ayudara, pero con la lluvia, casi no había gente, y los que estaban, caminaban con prisa buscando refugiarse del aguacero. —Vamos Alba, tú eres fuerte, resiste. —Se daba valor ella misma. Dio varios pasos tratando de encontrar un taxi sin resultado, las contracciones eran cada vez más dolorosas e intensas. Se agarró de un poste con fuerza, apretando sus dientes. —Alguien que me ayude...—suplicó. Unas dos personas pasaron cerca de ella—. Por favor...—rogó, pero ellos continuaron su camino. Exclamó un gran quejido de dolor, sintiendo que las piernas le temblaban, casi no podía seguir de pie, y la lluvia no cesaba. Se aferraba a aquel poste con todas sus fuerzas cada vez que las contracciones venían.
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