CAPÍTULO I-1

2013 Words
1800 El Marqués de Aldridge bostezó, hastiado. Si había algo que de verdad le aburría era un burdel. En sus relaciones con las mujeres, que habían sido, durante muchos años, la comidilla del mundo social, jamás había encontrado diversión en esas casas impúdicas, ni pagado por los favores de aquéllas que allí ofrecían sus encantos. Esta noche, sin embargo, no había podido rechazar la invitación de su anfitrión, quién estaba haciendo su mejor esfuerzo para entretener al Príncipe de Gales y sacarlo del abatimiento que se había apoderado de él desde hacía varias semanas. El Marqués pensó que el Príncipe tenía motivos suficientes para sentirse deprimido. Su matrimonio había resultado un fracaso y nadie hubiera podido imaginar las dificultades porque atravesaba, además, para terminar sus relaciones con Lady Jersey. De temperamento emocional y dispuesto siempre a dramatizar sus sentimientos, el Príncipe había decidido, en vista de la intensa antipatía que sentía hacia su esposa, la Princesa Carolina, que la única forma de encontrar solaz y consuelo era reanudando su vida amorosa con la señora Fitzherbert. El Marqués no prestaba atención a las doce pretendidas ninfas que representaban «la famosa fiesta de Venus según se celebraba en Tahití», sino que meditaba acerca de los problemas del Príncipe, por quien sentía una genuina estimación. Había sido amigo íntimo del heredero del trono durante los últimos nueve años, por lo que no le sorprendía que los encantos de Lady Jersey hubieran cesado de entusiasmar al Príncipe, y comprendió que lo mejor para Su Alteza sería que se librara de ella lo más pronto posible. Pero la dama en cuestión había resultado muy decidida y rechazaba con obstinación cualquier intento de descartarla de su posición de favorita real. En opinión del Marqués, Lady Jersey había sido la principal responsable del fracaso del matrimonio del Príncipe. Había atraído al Príncipe de tal modo, que había suplantado en su corazón a la señora Fitzherbert antes de la llegada de la Princesa Carolina. Aunque los ministros del Rey habían cometido un error al seleccionar a la novia, la pareja real hubiera tenido oportunidad de disfrutar, al menos, de una unión amigable de no haber sido por la intervención de Lady Jersey. «Cómo pudo ser tan tonto para enamorarse de ella», pensó el Marqués. No era sorprendente que, desde el principio, la señora Fitzherbert se hubiera sentido celosa. Lady Jersey había sido una seria amenaza, desde el momento en que se propuso conquistar al irresponsable y vulnerable joven para la casi idílica felicidad que el Príncipe disfrutaba con la señora Fitzherbert. Pero era inevitable que lo persiguiera, y no sólo por la encumbrada posición que ocupaba. Él era muy atractivo, ingenioso y divertido y, como bien sabía el Marqués, podía ser un compañero muy entretenido. Pero la belleza de Lady Jersey era reconocida por todos y en Londres siempre se había comentado su «irresistible seducción y fascinación». Todos reconocían, sin embargo, que Lady Jersey, aunque carente de principios, era una mujer muy hermosa e inteligente. El hecho de que ya fuera abuela y nueve años mayor que el Príncipe, no había sido un impedimento porque a Su Alteza siempre le habían atraído las mujeres mayores que él. El Príncipe, comportándose como un adolescente, había quedado cautivo por sus encantos, manejados con maestría por una mujer experimentada, sensual, ambiciosa y sin escrúpulos. Esta dama había cumplido ya cuarenta años, pero él había perdido la cabeza por ella, y se enamoró locamente. —¿Cómo puede tratarme de esta manera?— había preguntado llorando la señora Fitzherbert mientras le contaba al Marqués que el Príncipe le había escrito una carta, apremiado por Lady Jersey, diciéndole que «había encontrado la felicidad en otro lugar». —Me temo, señora— había respondido el Marqués—, que Lady Jersey ha estado tratando de persuadir a Su Alteza Real de que su relación con usted ha sido desacertada. Le he escuchado decir que una de las principales causas de la falta de popularidad del Príncipe se debe al hecho de que usted es católica romana. —¿Por qué dice esas mentiras?— había exclamado sorprendida la señora Fitzherbert. —También la he escuchado decir— continuó él Marqués—, que el Príncipe no hubiera tenido dificultad en arreglar de un modo satisfactorio sus asuntos financieros de no haber sido por usted. El disgusto de la señora Fitzherbert era comprensible. El Marqués sabía que el Príncipe había gastado hasta el último centavo de la considerable fortuna que le había dejado a ella su marido al morir. Sin embargo, a pesar de los encantos de Lady Jersey, al Príncipe no le resultaba fácil vivir sin la señora Fitzherbert y podía decirse, en honor a la verdad, que quería a las dos mujeres a la vez. Desgraciadamente, aunque era de carácter dulce, la señora Fitzherbert tenía su temperamento y a pesar de la intervención de los amigos del Príncipe, las peleas sobre Lady Jersey se hacían cada vez más frecuentes. Pero desde hacía cinco años había cortado toda relación con la señora Fitzherbert y le había comunicado al Rey que, si podía pagarle todas sus deudas, estaba dispuesto a considerar la posibilidad de contraer matrimonio. Los amigos del Príncipe esperaban que, al casarse, se liberara de sus deudas— debía la fabulosa cantidad de seiscientas treinta mil libras esterlinas—, pero no fue así. También suponían que rompería sus relaciones con Lady Jersey, pero la visitaba con más frecuencia que antes y hasta la instaló en una mansión contigua a la Casa Carlton, donde él residía. El Marqués estaba tan absorto rememorando el pasado que no se había dado cuenta de que la Fiesta de Venus estaba ya muy avanzada. Las doce bellas ninfas, que habían sido presentadas como «vírgenes inmaculadas», continuaban su actuación bajo la guía de la Reina Oberea, representada por la propia señora Haynes. La señora Haynes había administrado con éxito durante muchos años la casa de placer conocida como «Los Claustros» en Kings Place, Pall Malí. Como era ya una mujer de cierta edad y había acumulado una gran fortuna, el Marqués sospechó que se retiraría pronto, al igual que sus predecesoras. Ella había mejorado la reputación de las casas de mala nota en Londres y, al mirar a su alrededor, el Marqués pensó que sería difícil encontrar una audiencia más distinguida en cualquier reunión social. Estaban presentes veintitrés caballeros de la nobleza, encabezados por el Príncipe de Gales, y otros cinco eran miembros de la Cámara de los Comunes. La comida y la bebida eran soberbias, y aunque el Marqués sabía que tendrían que pagarlas a buen precio, no cabía duda de que la señora Haynes conseguía que no les doliera derrochar su dinero. Las ninfas del número de baile eran muy atractivas, pero las otras mujeres, a quienes la señora Haynes llamaba «anfitrionas auxiliares», tenían mucha experiencia en su profesión y habían sido escogidas, no sólo por su aspecto físico, sino por su habilidad para desenvolverse en aquel ambiente. La compañera de mesa del Marqués era una joven llamada Yvette, quien se decía belga por no parecer antipatriótica, pero el Marqués estaba seguro de que había nacido en Francia. Tenía una mente ágil y una manera fascinante de mirar a los hombres con los ojos entrecerrados. Era un truco muy viejo, bien conocido del Marqués, a quien le parecía irritante que las pequeñas manos de Yvette, de largos y delgados dedos, lo acariciaran con tanta insistencia. —Ha estado muy callado, milord— observó Yvette, contrayendo los labios en un gesto provocativo. Un hombre más joven se hubiera sentido excitado, pero el Marqués sólo sintió deseos de bostezar de nuevo. —Todos los acertijos me parecen muy aburridos— replicó el Marqués. Yvette se acercó más a él. —Ven conmigo, querido, a un sitio tranquilo y apartado— lo invitó Yvette—, soy más divertida, mucho más, que los acertijos. La cena ya ha terminado. El festival tahitiano, adaptado, según recordó el Marqués, de una descripción del libro de Hawkesworth, «Testimonio de un Viaje Alrededor del Mundo», también tocaba a su fin. Los caballeros presentes habían comido y bebido mucho y se relajaron sobre los divanes, disfrutando de la presencia de sus agradables compañeras o de las ninfas de ropa ligera que habían bajado del escenario. El Marqués observó que el Príncipe parecía embelesado y que, por el momento, había olvidado sus preocupaciones, aunque éstas volverían a atormentarlo a la mañana siguiente. Su problema principal consistía en que Lady Jersey lo seguía a todas partes, decidida a hablarle, aunque él no quisiera dirigirle la palabra. El Marqués pensó que la única ventaja de esta escapada a Los Claustros era que ella no podía seguirlo hasta aquí. Después, con una sensación de ira, recordó que él estaba en la misma posición que el Príncipe con respecto a Lady Brampton. «¿Por qué las mujeres no comprenden jamás cuándo se ha terminado una relación?», se preguntó irritado. —¿Dijo algo, milord?— preguntó Yvette y el Marqués advirtió que había expresado sus pensamientos en voz alta. Se acercó aún más a él y sus rojos labios murmuraron muy cerca de la boca del Marqués: —Nos divertimos juntos, mon brave. Olvídese de todo el mundo, menos de Yvette. Yo lo haré muy feliz, ¿sí? El Marqués se deshizo de los brazos que lo aprisionaban y se puso de pie. —Me he sentido indispuesto de pronto— dijo—, preséntele mis disculpas a la señora Haynes y felicítela por habernos proporcionado un entretenimiento de tanto colorido. —No, no, milord— protestó Yvette. Pero el Marqués puso en sus manos un billete de tan alta denominación, que las palabras que ella estaba a punto de pronunciar murieron en sus labios. Con rapidez, para que nadie tratara de detenerlo, el Marqués cruzó la habitación, salió al vestíbulo y atravesó Kings Place antes que nadie notara su ausencia. Su carruaje lo estaba esperando y él se dejó caer sobre el asiento acolchado. Un lacayo con la librea de la casa Aldridge colocó una manta sobre sus rodillas y esperó sus instrucciones. —¡A casa!— pidió el Marqués cortante. La puerta del vehículo se cerró y el carruaje se puso en marcha, subiendo por la colina de Saint james hasta Piccadilly y bajando por la calle Berkeley hasta la plaza del mismo nombre. La mansión de los Aldridge, de imponente fachada, era aún más opulenta en su interior. El padre del Marqués, quien sentía pasión por la arquitectura, la había modificado y agrandado, hasta casi hacerla rivalizar con la Casa Carlton en lujo y tamaño. La familia Aldridge era experta conocedora de arte y los tesoros que había acumulado durante siglos comprendían una colección que muy pocas familias de Inglaterra poseían. Pero el Marqués, al caminar por el vestíbulo de mármol, sólo estaba consciente del aburrimiento que sentía y no estaba de humor para apreciar la belleza que lo rodeaba. Se dirigió a la biblioteca, cuyas ventanas daban al jardín posterior, y donde se sentaba por lo general cuando no tenía invitados. El mayordomo que le había abierto la puerta esperó hasta que entró en la habitación para decirle con respeto: —Hay una nota en el escritorio de su Señoria El sirviente que la entregó me pidió que le dijera que era urgente. El Marqués no respondió. Miró la nota, y de un rápido vistazo reconoció la escritura. «¡Maldita mujer!», se dijo, «¿por qué no podrá dejarme en paz?». Sin hacer el menor intento de tomar la nota se sentó en un sillón y aceptó distraído la copa de coñac que le había servido el mayordomo. Después, sin pronunciar palabra, el sirviente salió de la habitación. El Marqués miró sin ver el magnífico cuadro de Rubens que colgaba enfrente de él. Había muy pocas pinturas en las paredes de la biblioteca, porque éstas estaban cubiertas de libros. Pero él no prestó atención a los gloriosos colores, a los delicados tintes de la piel, ni al motivo alegórico que era tema del cuadro.
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