CAPITULO 1
Sofía se sentía agobiada. Madrid se le hacía insoportable. Se había criado en aquella ciudad, en ese enorme lugar. Todo era ruido y contaminación. En ningún sitio había ese silencio que tanto necesitaba en ese momento.
Veintitrés años había pasado en aquella localidad casi íntegramente. A excepción de algunas vacaciones con sus padres. Ni siquiera cuando estos murieron y pasó a estar bajo la tutela de Antonia, su abuela, había salido de ese lugar.
Estaba pasando muy malos días, una muy mala época. Los días malos se habían convertido en meses. Siete meses sin su abuela, la persona más importante de su vida, le suponía una gran tristeza.
Había estado trabajando dos años en un supermercado a una hora de su casa. Tenía unos ahorros y, con los cambios que había estado sufriendo su vida, había decidido salir de su rutinaria, de su agobiante vida.
Como los trenes siempre le habían gustado, había hecho una reserva para un viaje desde Cádiz hasta Berlín en este medio de transporte. En realidad, el destino no le importaba, tan solo el destino.
Dos días después de renunciar de su trabajo, cogió un autobús que la llevó hasta la ciudad andaluza donde comenzaría su viaje.
Estaba muy cansada de llorar, de ir por todos los rincones de la casa donde vivía con su abuela con el ánimo por el suelo.
El segundo miércoles de marzo, presentó su renuncia al trabajo. Dejó allí el uniforme que le obligaban a llevar y su identificación. Sabía que tenía que presentar la documentación solicitada para este tipo de trámite quince días antes de poder dejar el trabajo, pero le corría urgencia salir de allí. Sus jefes no le presentaron problema alguno. Por una parte, estaban deseando que esta chica se marchara, pero no podían despedirla. Los problemas legales que hubieran tenido con ella recientemente no habían sido poco.
A alguno de sus compañeros si les dieron un poco de pena despedirse de ella. Se llevaban muy bien con esta chica y comprendían por lo que estaba pasando por la muerte de su abuela y por todo lo que había estado pasando en su vida, por la falta de sus padres durante sus años más jóvenes.
El primer día en Cádiz, Sofía lo pasó durmiendo. Aún no salía de la estación de la ciudad el ferrocarril en el que viajaría, por lo que decidió hospedarse en un hostal.
Puso el despertador un par de horas antes de la salida del tren. quería llegar con tiempo a la estación.
Desde pequeña le habían gustado mucho los trenes. Le encantaba viajar en ellos. Sobre todo, le agradaba cuando estos pasaban por los túneles. Por esto quería disfrutar bien del primer día de viaje en este medio de transporte.
La estación parecía antigua, aunque estaba muy bien cuidada. Tenía ese encanto de los años cincuenta, aunque contaba con todas las comodidades tecnológicas modernas. Le resultaba muy acogedora.
Nada más entrar en la estación, Sofía fue a la taquilla a recoger su billete. Se quedó asombrada con el techo de cristal y vigas de hierro y las paredes de piedra. Todo hacía contraste con las pantallas electrónicas que informaban al detalle del tiempo de espera de cada tren, de su lugar de procedencia y de destino, o si el tren sufría retraso y los motivos las causas de la espera de los mismos.
Sofía se acercó a un compartimento aislado del resto de la estación, separado de la misma con una mampara de cristal, donde se encontraba una chica vendiendo los billetes para los distintos destinos a los que los trenes podía llevar.
—Buenos días. _ Dijo la joven. _ Tengo reservado un billete para Berlín, Alemania. Está pagado. Es para el tren con número identificativo B-577.
—Dígame a nombre de quién está. _Sonó una voz horriblemente metálica, distorsionada por el chicle que la chica estaba mascando.
—Sofía García.
—Billete con destino Berlín, número B-577, con destino final en Berlín. ¿Tiene la reserva echa con vagón cama?
—Si, así es.
—¿Tiene contratado servicio de comida y baño?
—Si, así es.
La dependienta imprimió el billete, dándole a su vez diez pulseras de tela resistente al agua con un código identificativo que le permitía entrar y salir del tren a gusto. Con él no tendría problemas con los revisores si lo llevaba puesto todo el día. Aunque con estas pulseras podía moverse por todo el tren como deseara, la chica que le había atendido le había dicho que guardara el justificante de pago de viaje por si surgía algún problema con dichos brazaletes.
En realizar este trámite no tardó más de diez minutos. Había poca gente delante de Sofía.
Tras esto, salió al arcén para esperar al tren. Todavía le quedaba media hora de para poder subir al tren.
Sofía se sentó en un pequeño banco de piedra que había junto a la silla por la que había entrado, dejando las cuatro maletas que llevaba a un lado del mismo y mirando todo lo que le rodeaba. La piedra, el cristal, todos los elementos de esa estación la movían a otro tiempo.
Por encima de la puerta por donde salió del edificio de aquella estación, había un reloj de color gris, con manillas negras que permanecían paradas, marcando las doce y doce.
Llegó un tren lleno de gente. Este no era el que le llevaría a Alemania.
Sofía escuchaba a estas personas hablar. En aquellos hierros hechos vagones no solo se transportaban a personas, sino también todas sus historias.
Una madre, vestida de azul y con un abrigo estilo camel de color verde, recriminaba a su hijo de tres años que llorara por no poder comer un caramelo; Un señor con cara de estirado hablando con una mujer muy hermosa, a la que quería impresionar, sobre el dinero que tenía.
Las vías no tardaron mucho en volver a quedarse en silencio de nuevo. La gente pasaba por allí sin fijarse mucho en lo que hay o deja de haber en ellas, o en los edificios que hay dentro.
Sofía cerró los ojos durante el tiempo que tardó en llegar el tren.
Una voz sonó por el megáfono.
“El tren B-577 con destino a Berlín está haciendo su entrada en esta estación. Prepárense para subir y comenzar su viaje. Esperamos que disfruten del trayecto, que tengan un feliz viaje.”
La joven coge sus maletas y se situó al lado de las vías, mientras llegaba el ferrocarril.
Deja que la gente salga cuando las puertas se abrieron. Después entra ella, dirigiéndose directamente a los vagones cama, buscando el que le correspondía.
Miró en el billete cuál era su número. El A-27, situado cerca de la cabina de conducción de este medio de transporte, y que permanecía cerrado hasta que el revisor, a dos vagones de distancia de Sofía, le diera su llave.
Era una llave pequeñita enganchada en una cadena para el cuello. De esta manera es más difícil que se le pierda a la gente.
No era un vagón demasiado grande, pero al menos era individual. No tenía que compartirlo con nadie. Apenas había una cama, una mesilla y un armario. Al lado del guardarropa, la puerta del baño con ducha incluida.
Había estado tan concentrada en dejar en el cuarto su ropa, que apenas se había fijado en el resto del tren, en cómo estaba distribuido.
Tenía que reconocer, una vez lo hubo mirado bien, que tenía encanto. Estaba recubierto de metal imitando a madera antigua, muy acogedor. Los asientos de los vagones para pasajeros eran muy cómodos. Las ventanas eran grandes, enormes. Por ellas pasaban mucha luz y se podía ver muy bien el paisaje, lo cual le encantaba a Sofía.
El vagón restaurante estaba en el extremo opuesto a los dormitorios. En él, todos los pasajeros podían comer o tomar lo que se les ofreciera. Las luces eran oled, colocadas minuciosamente en las esquinas de los techos y el aire acondicionado, al igual que la calefacción, se sitúan en las esquinas de las paredes y el suelo.
Las puertas que separaban los vagones unos de otros y con las puertas que dan al exterior, eran automáticas.
Se sentía cómoda en aquel tren. Era fantástico, sin duda. Muy cómodo.
Miraba por la ventana cuando el tren comenzó a andar.
Sentía, bajos sus pies, el traqueteo que el vagón sobre las vías, el sonido en sus oídos. En su pecho bailaba el aire que veía correr sobre el arcén.
Estaba emocionada, muy emocionada. Llevaba tiempo intentando tener el valor para emprender este viaje, para sentirse lo suficientemente bien consigo misma para salir de su Madrid natal y comenzar a viajar.
Se despidió del reloj gris, de sus paradas agujas, de las paredes de la estación.
Se sienta en la localidad que se le había asignado con el billete. No quiere estar todo el día metida en el vagón cama, aislada. Eso no resulta interesante, no sirve de ayuda para conocer a nuevas personas, a olvidar lo que vivió, a sentir que las cosas empiezan a cambiar o a hacer que su vida comience a evolucionar.
Se dedica a mirar por la ventana. Ve como el tren dejaba atrás las últimas casas de la ciudad y se adentraba, junto a las vías, en naturaleza pura.
No parece haber mucha gente paseando entre los vagones. Está en calma, en silencio. Tanto que resulta agobiante.
Sofía decide ir a dar una vuelta por el tren. A excepción de tres personas repartidas por todo el mismo, no parece que haya mucha más. Enseguida vuelve a su lugar.
“¿Cuánta gente habrá en sus vagones-cama?” Se preguntaba. “¿Cuántas personas habrá en estos momentos viajando conmigo sin que yo sea consciente de ello? Espero conocer a mucha gente, vivir muchas nuevas experiencias.”