Leyenda II.

1105 Words
¿Has tenido alguna vez un sueño? ¿Te has acostado pensando en algo con mucha intensidad? ¿Un lugar en el que te imaginas una y otra vez? Por mucho tiempo, casi cuatro años, yo viví con un sueño. O más que un sueño, era una meta que había fijado para algún momento de mi vida. Sin saber cuál a ciencia cierta. Y en un momento inesperado, pasó de ser simplemente un sueño a una promesa, una promesa que le hice a alguien a quien yo amaba (amo), por quien yo podría haber dado todo lo que yo tenía. Esa persona ya no está conmigo. Hace 1.230 días que no lo está. Pero lo llevo conmigo a diario, lo pienso cada noche y lo busco entre las multitudes. Sé que no aparecerá jamás, pero una parte de mí lo mantiene vivo de esa forma. Y entonces cumplí mi promesa. Me dieron la oportunidad de cumplirla. Lo llevé conmigo al otro lado del mundo. A ese lugar que siempre consideré el sitio para mí. Apliqué a la postulación sin mucha esperanza de ser elegida. Los requisitos eran sencillos: ser universitario, tener recomendaciones académicas, diseñar un proyecto de investigación y hablar inglés – puntos extras si tenías dominio del coreano-. Cuando casi dos meses después abrí mi correo y observé con asombro la carta de felicitación y la confirmación de los tiquetes de avión, pensé que podría morir de felicidad en ese mismo instante. Seúl me dio la bienvenida la mañana de un viernes a las 8 a.m., hacía algo de frío pero aun así había sol. Me recogieron dos guías en el aeropuerto, yo llevaba sólo dos maletas conmigo y mucho miedo. Hablo el idioma, pero no sabía sí alcanzaría para que los entendiese, más aún, para que me entendiesen a mí. La primera imagen de la silueta de la ciudad de mis sueños, me maravilló. El imponente río Han me dio la bienvenida y parecía decirme que en sus aguas podía perderme, podía encontrar todo lo que siempre quise. Más allá de eso, mi primera anécdota importante no es otra que una caída, que mi cara contra la acera de una calle mientras me bajaba del carro frente al hotel en el que pasaría las siguientes semanas. Lo que sucedió en los siguientes días fue un ir y venir fascinante. Días en caminatas largas entre templos y museos, comiendo kimchi desde el desayuno y aprendiendo lo que es la verdadera resistencia al alcohol. Sinchon y la SKY – siglas de las tres universidades más importantes de Seúl – me maravillaron con sus amplios jardines y sus bibliotecas que rebosaban de libros. Descubrí a pequeños pincelazos una cultura por la que había sentido fascinación desde mucho tiempo atrás; calles con gente en pijama, con gente que dormía en la calle luego de una noche de tragos, noticias de guerra en el metro y miradas cómplices entre jóvenes. Descubrí con asombro los amados que somos los colombianos, cuando una anciana se sentó a mi lado en un almuerzo en Insa-dong y me habló de sus hermanos colombianos, de cómo los coreanos estarían por siempre agradecidos por lo que mi país había hecho por ellos y luego me ofreció un café hecho con granos colombianos. ¡No dejé de tomar fotos durante todo el recorrido por la zona de Colombia en el monumento a la guerra de Corea! Me encanté con bibliotecas al aire libre en los parques de la capital mientras trataba de hacerme entender en un coreano que aunque fluido sonaba más a gemidos lastimeros que a otra cosa. Visité los cinco grandes palacios de la dinastía Joseon y caminé el acuario de Seúl con una sonrisa mientras veía por primera vez en mi vida un tiburón. ¡Y pasaba justo por un pasadizo debajo de ellos! ¡Y me perdí! Recorrí las calles de Seúl por casi seis horas en soledad, tratando de encontrar la embajada colombiana con desesperación, sabía que mi hotel estaba en el distrito de Yongsan-gu pero no sabía que línea del metro debía tomar para llegar hasta allá y no sabía leer las raíces chinas que abrevian las rutas, tampoco llevaba conmigo la tarjeta que nos habían dado el primer día, tenía en mi bolsillo sólo 250 mil wons que prefería guardar para comida o por sí veía algún objeto que llevarme de recuerdo. Caminé entonces por toda la orilla del arroyo Cheonggyecheon hasta llegar a una zona conocida: había encontrado la embajada. Había repasado el discurso en mi mente incontables veces: “Nan Rodríguez-nim. Estudiante de la Universidad del Valle, parte del proyecto de intercambio de jóvenes investigadores y perdí mi grupo al llegar a la zona de Gangnam-gu”. Pero al entrar en la embajada no tuve necesidad de decir nada, uno de los encargados de mi grupo estaba en el lobby. Habían estado buscándome con desesperación. Fueron noches cómplices con una compañera de habitación, en la que hablábamos del país que habíamos dejado atrás, de las familias de las que nos despedimos en medio de grandes deseos. Ella es argentina y yo colombiana, éramos las únicas que hablaban español en el grupo de 30 estudiantes que tuvimos la oportunidad de viajar al país de las mañanas tranquilas. Ella me confió sus sueños y yo le confié mi promesa. Ella fue la que se sentó conmigo a las orillas del río Han la segunda noche, mientras yo no dejaba de hablar, ella corrió tras de mí por la playa de Haeundae al tercer día de nuestro viaje. Incluso fue ella la que gritó a coro conmigo los nombres de mis cantantes de kpop favoritos en un pequeño concierto en la calle en Itaewon. Fue la que me empujó cuando me acobardé de hacer bongee jumping y la que me ayudo a escoger un candado cuando visitamos en cerro de Namsan. Me despedí de Seúl un miércoles a las 5 a.m., ajusté mi saco n***o mientras observaba absorta los primeros rayos del sol. Era un cielo diferente al mío, un cielo que no volvería a ver en un buen tiempo y que aun así, lucía muy parecido al cielo que en Cali me saludaría casi 40 horas después. Mi compañera llegó conmigo hasta la escala, nos despedimos en Ámsterdam mientras tomábamos café. Café colombiano. La llevo conmigo, entre mis contactos. A ella, a los otros y a cada uno de los recuerdos de ese viaje. Las memorias del viaje de mi vida. De que estuve allí, en el lugar de mis sueños. Que cumplí mi promesa y me cumplí a mí misma. Volveré. Esa es mi nueva promesa.
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