Capítulo XX.

1034 Words
La bailarina dio sus primeros pasos una tarde lluviosa de abril. Ella no notó la mirada escéptica que le dirigió, más concentrada en cómo sus delgadas piernas talladas en madera cobraban vida, paso a paso hasta poder girar sobre sí misma. Mientras tanto, creyó que estaba perdiendo la cordura un poco porque no podía ser cierto lo que sus ojos presenciaban, ¿cómo la delicada figurilla que había tallado por horas de un momento a otro cobró vida ante sus ojos? Aquello no era más que un producto de su mente divagante y de cómo su cordura desaparecía de su sistema, como si la exhalara en un suspiro involuntario. No podía dejarla ir por completo porque, sino quién se encargaría entonces la sucia y vieja carpintería del abuelo mientras él estaba en el hospital, internado por una neumonía producto del mal cuidado que el viejo se daba a sí mismo.  Le había prometido mantenerla a flote mientras regresaba, pero claramente eso no implicaba comenzar a alucinar con figuras de madera que comenzaba a vivir. Esa tarde había sido una bailarina traviesa, torpe en sus pasos, pero precisa en sus giros; tres días más tardes fue un carrito de menos de 10 centímetros que talló mientras esperaba que dieran las seis de la tarde para poder cerrar e ir a casa a no hacer nada más que dormir. Luego fue una campanilla que comenzó a resonar todos los días a las 3:16 de la tarde, el minuto exacto en que lo hizo la primera vez. Pronto, poco menos de diez días, la polvorienta carpintería que durante sus años de infancia le había fascinado, provocándole innumerables dudas sobre los tesoros que podían esconderse bajo el aserrín, los trozos rotos de madera de todos los tipos y colores, así como de los pesados muebles que su abuelo siempre estaba reparando, se llenó de sonidos y colores café y tierra volando por los aires. Los tesoros cobraron vida y las dudas de su infancia más tierna regresaron, convirtiéndose otro tipo de adornos en el lugar.   Los rincones donde los trozos de madera antes se habían ido apilando comenzaron a convertirse en los refugios de las figuritas que escapaban de sus manos, el aserrín se alzaba en el aire cada vez que la bailarina bailaba sobre él o que los carritos armaban una competencia con resultados que se ocultaban en las motas que volaban y cubrían el panorama. Cada tanto, el sonido de pasos diminutos rellenaba todo el espacio y pronto, la carpintería se volvió en sí misma un tesoro. Comenzó a preguntarse a qué más podía darle vida: ¿acaso podía tallar un búho y conseguir que saliera volando? ¿O mejor tallaba un elefante como los que su abuelo le regalaba cada cumpleaños, pero que nunca alzaron su trompa? ¿Qué otro misterio podía crear con la madera para convertirlo en realidad? ¿Hadas, vampiros, lobos? ¿Cuál era el límite de aquel acto de locura que había llenado sus días de pasitos y aserrín volando como motas por el aire? O más bien, ¿cuándo volvería la cordura a buscarle? Las preguntas se creaban una tras otra, le atacaban en las noches mientras bajaba la persiana de metal de la carpintería y sus ojos distinguían con la poca luz que quedaba del día, a la bailarina que se movía grácilmente sobre la mesa de trabajo, sus delgadas piernas estirándose hacia el techo mientras ella bajaba su cuerpo hacia atrás, dejándose caer en una postura elegante de ballet que nunca hubiese imaginado. Ella era lo último que veía al cerrar la carpintería y al día siguiente, cuando levantaba la cortina y el estruendo del metal retumbaba entre las paredes del lugar, podía ver como ella se estiraba para él, levantando su pie derecho hasta apoyarlo en su pierna izquierda y moviendo un brazo para darle la bienvenida a una tarde más sentado tras el mostrador, en el incómodo taburete que su abuelo talló cuarenta años atrás. Con ella como su compañía. .- ¿Has estado bien? – murmuraba la pregunta mientras la veía comenzar a dar giros sobre la mesa, su cabeza ladeándose a medida que aceleraba. No había respuesta porque nunca le talló una boca, ¿qué podía decir una muñeca de madera? A lo mejor, terminó por decidir, sí la escuchaba hablar era la muestra definitiva de que la cordura se le había escapado por la ventana y que su abuelo estaría triste al volver a casa porque nadie se había hecho cargo de su amada carpintería. Él se sentaría y sólo diría “con ella levanté cinco hijos, le debo todo a la madera”. Pero no podría culparle, sólo podría mirarle extraño cuando le contará de la bailarina, de los carritos, la campanilla y todas las demás figurillas que sus manos tallaban en las tardes mientras él seguía en una cama de hospital, recuperándose de algo de lo que era culpable. Su abuelo no vería lo mismo, sus ojos sólo fijándose en muñecos inservibles, sin articulaciones y sin ningún aliento de vida.     .- ¿Quieres vivir? Ser como yo… Ella asintió, sentada sobre el mostrador con las delgadas piernas colgando en el aire, tan diminuta que podía tomarla en la palma de su mano o meterla en alguno de sus bolsillos. ¿Cómo podía darle algo más sí ni siquiera sabía cómo le había dado aquel soplo de vida?     Había dado un poco de su corazón a cada figurilla. Tres latidos para cada carrito, cinco para la campanilla que sonaba todos los días a las 3:16 de la tarde. Su primer latido se lo regaló a la bailarina. Sí quería darle más, una oportunidad diferente a simplemente girar sobre el mostrador con sus delgadas piernas brillando por el bálsamo de la madera; ¿cuántos latidos debía de regalarle?  Ella no es más que una sombra femenina que se mueve por las calles vacías de una rutinaria ciudad. Engranajes oxidados de vidas y momentos que se pierden en trastes vacíos de la memoria. Se mueve a paso rápido, al ritmo ajetreado que le impone cada esquina; chocando cada tanto con otras sombras, sin rostro ni forma. Habitantes de esa misma ciudad.
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