Capítulo XVIII.

1126 Words
Los vecinos del barrio las Cruces se han quedado sin luz. Son las 4 menos cuarto de la tarde cuando de golpe se apagan los televisores en cada una de las casas del pequeño barrio compuesto por tan sólo por tres manzanas con casas apeñuscadas y fachadas descoloridas. Las neveras dejan de enfriar y, aunque los bombillos no explotan, silba un sonido similar, lo que advierte a cada uno de los vecinos y vecinas del sencillo barrio de que no es un apagón normal. No tiene que ver con los usuales recortes de energía en días de lluvia, puesto que el sol está en todo su esplendor sobre ellos. Tampoco se relaciona con que hayan olvidado pagar los recibos de servicios públicos que cada mes diligentemente les envían, lo saben porque a los Castillo también les ha pasado y para nadie es secreto que son ellos la familia mejor acomodada entre todos, quienes nunca se atrasan con sus pagos. Dicho entonces, algo anormal ha provocado que, mientras veían la primera novela de la tarde, se quedasen sin servicio eléctrico. La señora Marina, quien vive en una pequeña casa en la esquina oriente del barrio, sale a la calle a preguntar si alguien tiene una cafetera de esas que hacen café sin tener que estar enchufadas, no puede dejar de tomar su acostumbrada taza sino quiere que le baje el azúcar. Como ella, el hijo menor de los Castillos se ha sentado en el borde de la calle frente a su casa de tres plantas, observando aburrido la calle porque la batería de su celular se ha descargado y tampoco tiene conexión a internet. Como ellos dos, poco a poco los vecinos comienzan a salir a las calles y reunirse en los puntos donde suelen encontrarse: la tienda de la señora Juana, la licorera del don Camilo y la panadería de la familia paisa que ha recién llegado al barrio. Se apeñuscan entre ellos, así como lo están sus casas, para preguntarse qué ha pasado y por qué ha pasado. Por qué a nosotros, es la pregunta exacta que formula doña Martha a los vecinos dentro de la panadería.     Ninguno recuerda que, meses atrás, había sucedido algo similar en medio de una noche de torrencial lluvia. Las luces se habían ido apagando una a una como una sinfonía ensayada, y en cuestión de menos de cinco minutos, todo el barrio las Cruces había quedado en absoluta oscuridad. Sin embargo, en aquella ocasión ninguno salió a las calles a preguntar qué había pasado, por qué a ellos. Se habían conformado con rebuscar en los estantes y las gavetas algunas velas para ubicar en puntos estratégicos de la casa: el pasillo que daba al baño, cada habitación, la cocina y la sala de estar. Los fósforos no les alcanzaron a todos, puesto que no estaban acostumbrados a recurrir a ellos, y debieron valerse de una delgada vela que no faltaba en ninguno de sus hogares, con ella caminaron vela a vela, encendiéndolas al contacto de sus mechas. Habían pasado la noche con la luz amarillenta del fuego, obligados a mirarse a las caras entre los miembros de la misma familia y La familia Hernández tampoco abandona su casa y nadie los extraña, todos confiados en que cada una de las viviendas han sido víctimas de la misma tragedia y nadie ha tenido la fortuna de un destino distinto.   Cuando los televisores se encendieron de nuevo, justo en la escena más tensionante de la novela y mientras las neveras comenzaban a enfriar con su acostumbrado murmullo que eran lo suficientemente suave como para no incomodar; los vecinos y vecinas del sencillo barrio las Cruces se miraron a las caras, olvidándose de cualquier tema de conversación que hubiese nacido entre ellos. Cada cual camino hacia su casa con pasos apresurados, dispuestos a continuar con la cotidianidad de sus tardes, la costumbre que se había roto con la muerte súbita de la luz en sus hogares. A ninguno se le ocurrió que poner las noticias y tan sólo hasta el día siguiente se enterarían de lo que realmente había ocurrido en su pequeño y humilde barrio. El por qué habían muerto las luces en sus hogares en una hora tan importante como lo era las 4 menos cuarto, justo en medio de la primera novela de la tarde y el café de doña Marina que no alcanzó a colar. El encabezado diría: “Murieron las luces en la ciudad por treinta minutos, en los que brillaron con el rostro del amor.”   La familia Hernández regresa caminando desde el centro, la madre lleva a sus dos hijos de la mano mientras hablan del maravilloso espectáculo del que fueron testigos tan sólo unas horas antes, justo a las 4 menos cuarto de la tarde. Los tres se habían apeñuscado con gran parte de la ciudad, alrededor de la fuente principal en el parque municipal y escucharon con atención el discurso entusiasta el artista que esa tarde, iba a deleitarlos con algo nunca visto. Era un hombre de estatura pequeña y con profundas entradas en su cabello oscuro. Vestía ropa tan normal que cualquiera dudaría que fuese un artista, cualquiera que fuese su definición de artista. El hombre, del que ya no recordaban el nombre, se presenta a sí mismo como un investigador que estaba a punto de mostrar el resultado de su más reciente trabajo. Las preguntas volaron entre los asistentes: ¿qué tiene que ver la ciencia con el arte? ¿qué tiene que ver ese pequeño hombre que se encuentra rodeado por una multitud con la imagen de científico que cada uno tenía? El hombre no dejó que el espacio a esas preguntas se hiciese más grande y con un simple aplauso, dejó a todos en silencio. Una ponte luz comenzó a brillar en el centro de la plaza, debajo de la lona negra que ocultaba el trabajo del que el hombre tanto hablaba. La luz era tan brillante que muchos casi juraron que, de haber sido de noche, dicha luz habría alcanzado la luna. Cuando el hombre, satisfecho del expectante silencio, tiró hacia abajo la lona negra, las exclamaciones no se hicieron de esperar. Un coro de ellas atravesó toda la plaza y cada una de las bocas de quienes estaban ahí reunidos. Antes ellos había una figura sin forma que brillaba por completo de blanco, la luz obligándolos a entrecerrar los ojos levemente para no sentir que quedaban ciegos. Menos de cinco segundos después, la luz se apagó de golpe y quedó ante ellos un enorme muro lleno de bombillas de distintos tamaños y forma, sin dar una imagen clara o presentarles algo más que todas ellas ahí puestas. El hombre dio dos palmadas y un solo sector 
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