Capítulo XVII

1175 Words
Papá llegó esa mañana temprano del trabajo, o tal vez descansó, Mamá no le prestó mayor atención a la explicación mientras él entraba por la puerta principal y se tiraba a lo ancho del sofá. Ella sólo puso un plato más en la mesa y Andrés siguió jugando con el Tiranosaurio Rex sentado en su cuna. Era un día cualquiera de la semana, de esos días en donde Mamá hacia el almuerzo y al parecer, Papá descansaba. Andrés comió papilla de mango – y pensar que dejaría de gustarle meses más tarde para nunca volver a comer nada que tuviese mango o cualquier fruta – y a mí me dieron puré de papá. Creo que desde entonces me gustaba el puré de papá. Tal vez hubiese sido el inicio de una prolija carrera como catadora de purés. No lo sé, terminé estudiando psicología.  Regresando a ese día cualquiera, Papá cargó a Andrés en sus hombros mientras él reía y movía sus regordetas manos. Lo recuerdo, porque en un momento, la cabeza de mi hermano menor golpeó el borde de la entrada de la habitación de mis papás y lloró. Creó que yo me asusté también, pero no recuerdo sí lloré. Tal vez lo hice, el dolor de mi hermano se había convertido rápido en el mío propio. Mamá en cambio, golpeó a Papá con fuerza en la espalda y le quitó a Andrés de los brazos, mientras lo mecía contra su hombro, cantando en francés. Era la canción con la que nos acunaba cada noche, la parte final del ritual para dormir. Andrés dejó de llorar sólo cuando Papá asomó su cabeza sobre el hombro de Mamá y le pasó el Tiranosaurio Rex.  Creo que en ese entonces a Andrés sólo lo calmaba la presencia de Papá. Como un astro rondando en la periferia de su vida, es lo que él dice entre gruñidos sí se lo pregunto. El caso es que Andrés dejó de llorar sólo porque Papá comenzó a hacer muecas raras sobre el hombro de Mamá. Entonces ella lo dejó en el suelo, sentado con esfuerzo y me tomó de la mano mientras íbamos por la cámara. Mamá era fotógrafa, y tomaba fotos de todo. Había fotos de cada cosa que hacíamos. De mis primeras caídas, que se hicieron recurrentes a lo que crecí, de sus aniversarios con Papá – 22 ya – o de la mano arrugada de mi único hermano cerrándose sobre la mía. Supongo que ese era otro de esos momentos para inmortalizar: La sonrisa de dientes de leches de mi hermano, que jugaba con un Tiranosaurio Rex y sólo dejaba de llorar con Papá cerca. Pero Mamá apenas y alcanzó a ajustar el lente de la cámara antes de que el grito de Papá nos sobresaltara. Entró con Andrés en brazos, que parecía mirar todo confundido, ya no tenía su juguete en las manos y en cambio, movía sus manos contra el pecho macizo de Papá. Aún conservaba algo de ese cuerpo militar que por años había entrenado – años más delante, Andrés murmuraría con vergüenza que eso era parte de la seguridad que Papá transmitía -. Mi hermano fue puesto sobre la cama mientras todos lo mirábamos. Lo más probable es que yo no entendiera, pero ya me había ido interesando por las caras curiosas, por los gestos indicativos. Solía imitarlos bastante bien. Y entonces Mamá ahogó un grito mientras Andrés se acomodaba en la cama e intentaba alcanzarnos. Papá aplaudió emocionado. Yo, en cambio, seguía sin entender. Andrés solía arrastrarse por el suelo cada vez que jugábamos. Durante esos días lo hacía con más regularidad; no recuerdo haber dicho eso pero Mamá dice que lo hice, que siempre supe todo de él antes que cualquiera. Sólo sé que él se movió unos centímetros y luego se tambaleó, cayendo sobre la cama. Mamá puso la cámara sobre la mesa del televisor y me cargó hasta la cama. Papá se limitó a acomodarse a un lado de nosotras, besando a Andrés en al frente – años después, ninguno de los dos pensaría en que ese gesto fuese posible para ellos-. Yo sonreí, porque de alguna forma, todos estábamos sonriendo. Al mismo tiempo. No recuerdo en qué momento el flash de la cámara se disparó, sólo recuerdo que volteé mi cara hacia la luz y que luego de eso, Andrés me golpeó en la mejilla. Mamá dice que lloré y luego Andrés lloró. Papá debe de haberse reído y Mamá seguro lo golpeó con suavidad. Sólo quedó la imagen atrapada por el flash, la mano de mi hermano peligrosamente cerca. Mamá suele decir que ese día mi hermano inició de forma oficial su gratificante carrera de golpeador de hermanas mayores. Casi 17 años después, sigue en ella.  Pero no tengo nada con qué pintar más que mi imaginación y esta última, debo decir, parece un campo en el que lleva años sin llover y mis manos, el otro recurso con el que siempre he contado para ser, permanecen vacías de cualquier cosa con la que pintar o escribir largas historias sobre esa pared. Aquí sentada, será sólo mi memoria y yo, debatiendo entre qué recordar para cuando, horas más tarde, me permitan un lápiz y pueda escribir. Así que me concentro en la mancha extraña en esa esquina, en cómo se delinea una nariz y la hendidura de unos ojos, un rostro de perfil que de pronto, se me antoja conocido y querido, casi anhelado. Mis ojos desdibujan el marco blanco roído y de pronto, una cascada de cabellos ensordados en rizos, enmarcan aquel rostro de perfil. Y lo reconozco. Casi de súbito, sé a quién estoy dibujando con mis ojos. Mi pecho se contrae casi con dolor mientras me muevo sobre la cama, arrumándome sobre el rincón y casi poniéndome de cabeza mientras trato de darle una forma completa, de no sólo ver su cabello sobre su frente y su nariz de lado, quiero ver sus ojos; esos que me miran entrecerrados cada vez que hago o digo algo que no considera correcto; quiero ver sus cejas; que se fruncen y tiemblan casi cada segundo. Quiero verlo, ¿por qué no puedo? Me respondo casi enseguida: porque estoy segura que él ni siquiera sabe lo que hice, el por qué estoy aquí. Mamá dijo que habían decidido no decírselo a nadie, ni siquiera a él, para evitarme más estrés, pero la verdad es, que no puedo con la culpa, con las palabras que se marchitaron y deshojaron en mi garganta, acumulándose en mi pecho con residuos muertos de mis sentimientos. Quisiera que él lo supiera y que se enojara. Que cuando, al fin pueda verlo de nuevo, frunza las cejas y me mire con molestia, porque entonces sabré que, aunque sea por un instante, traspasé esas enormes barreras que siempre me han impedido llegar hasta su corazón. Sí él lo supiera, podría ver en su rostro sí le importó o no que, cuando yo creí que era mi final, no fui capaz de escribirle todo lo que quise decirle…
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD