Capitulo 1

2765 Words
—¿Que escriba un libro? ¿Yo, Armand? Me dirigí hacia él, luego di media vuelta y subí la escalera apresuradamente, sin detenerme en el tercer piso, hasta alcanzar el cuarto, donde se hallaba el ático. Reinaba un ambiente denso y sofocante. Era un lugar que el sol recalentaba a diario. Todo emanaba un aroma seco y dulzón; la madera olía a incienso y las tablas del suelo estaban astilladas. —¿Dónde estás, criatura? —pregunté. —Querrás decir niña —me corrigió David. Había subido tras de mí, dejando pasar unos minutos en aras de los buenos modales. —Esa niña nunca estuvo aquí —añadió. —¿Cómo lo sabes? —Si fuera un fantasma, yo podría invocarla —contestó él. —¿Tienes ese poder? —pregunté, volviéndome hacia David—. ¿O lo dices por decir? Antes de que me respondas, te advierto que casi nunca tenemos la facultad de ver espíritus. —Soy un ser de nuevo cuño —repuso David—. Distinto de los otros. He penetrado en el Mundo de las Tinieblas con otras facultades. Todo indica que nuestra especie, los vampiros, hemos evolucionado. —El mundo convencional es estúpido —repliqué, dirigiéndome hacia el ático. Vi un pequeño dormitorio con los muros de yeso desconchados y pintados con grandes y vistosas rosas victorianas y unas hojas borrosas de color verde pálido. Entré en la habitación. La luz penetraba a través de una elevada ventana a la que una niña no habría podido asomarse. «Qué crueldad», pensé. —¿Quién dijo que aquí murió una niña? —pregunté. La habitación estaba limpia y ordenada, pese al deterioro causado por el paso del tiempo. No noté presencia alguna. Todo estaba perfecto; no había ningún fantasma para darme ánimos ¿Por qué iba a despertarse un fantasma de su plácido sueño para reconfortarme? Me quedaba el recurso de recrearme en el recuerdo de la niña, su tierna leyenda. ¿Cómo es posible que mueran asesinados niños en orfanatos atendidos sólo por monjas? Nunca supuse que las mujeres pudieran ser tan crueles. Quizá secas, carentes de imaginación, pero no tan agresivas como nosotros, capaces de matar. Deambulé por la habitación. En una pared había unos taquilleros de madera, uno de los cuales estaba abierto y contenía unos zapatitos marrones, estilo Oxford, con cordones negros. De pronto, al volverme, vi el hueco roto y astillado del que habían arrancado sus ropas. Las prendas de la niña yacían allí, arrugadas y cubiertas de moho. Se apoderó de mí una inmovilidad como si el polvo de la habitación se compusiera de unos fragmentos de hielo caídos de las elevadas cimas de unas montañas altaneras y monstruosamente egoístas con el fin de congelar a todo ser vivo, para aniquilar a todo cuanto respirara, sintiera, soñara o viviera. —«No temas el calor del sol —murmuró David citando unos versos—. Ni la cólera feroz del invierno. No temas...» Sonreí satisfecho. Yo conocía ese poema, me encantaba. Hice una genuflexión, como si me hallara ante el sacramento, y toqué las ropas de la niña. —Era muy pequeña, no debía de tener más de cinco años, pero no murió aquí. Nadie la mató. No tuvo un fin tan especial. —Tus palabras desmienten tus pensamientos —declaró David. —No, pienso en dos cosas simultáneamente. Existe cierta distinción en morir asesinado. A mí me asesinaron. No, no fue Marius, como quizá creas, sino otros. Me expresé con suavidad, sin dar contundencia a mis palabras, porque no pretendía hacer un drama de ello. —Los recuerdos me envuelven como un viejo abrigo de piel. Alzo el brazo y compruebo que está cubierto por la manga de la memoria. Me vuelvo y contemplo épocas pasadas. ¿Pero lo que más me aterroriza? Que este estado, como tantos otros que he experimentado, no signifique el comienzo de nada sino que se prolongue a lo largo de los siglos. —¿Qué es lo que temes realmente? ¿Qué pretendías de Lestat al venir aquí? —Vine a verlo a él, David. Vine a averiguar cómo estaba, qué hacía en este lugar, tumbado en el suelo, inmóvil. Vine... —Pero no dije nada más. Las relucientes uñas daban a sus manos un aire ornamental y especial, tan grato y acariciante que deseabas que te tocaran. David tomó el vestido infantil, desgarrado, grisáceo, adornado con unos jirones de encaje. Todo lo que está envuelto en carne mortal emite una belleza deslumbrante si uno se concentra en ello con la suficiente intensidad, y la belleza de David te asaltaba sin pedir disculpas. —Una ropa infantil, simplemente. —Algodón estampado con flores, un trozo de terciopelo con una manga abullonada no mayor que una manzana para el siglo de brazos desnudos de día y de noche—. No hubo violencia —afirmó David como lamentándose de ello—, No era más que una pobre niña, ¿no crees?, triste por naturaleza y debido a las circunstancias. —¿Por qué emparedaron sus ropas? ¿Qué pecado cometieron estos vestiditos? —Suspiré—. Por todos los santos, David Talbot, ¿por qué no permites que esa niña tenga su leyenda, su fama? Me enojas. Dices que puedes ver fantasmas. ¿Te parecen agradables? ¿Te gusta hablar con ellos? Yo podría hablarte sobre un fantasma... —¿Cuándo me hablarás de él? ¿No ves el bien que haría un libro? —David se levantó y se limpió el polvo del pantalón con la mano derecha. En la izquierda sostenía el vestido de la pequeña. Había algo en aquella configuración que me preocupaba, un ser altísimo sosteniendo el vestido arrugado de una niña. —Bien pensado —dije, volviendo la cabeza para no ver el vestido en la mano de David—, no existe ningún bendito motivo para que existan niños y niñas. Piensa en ello, en la tierna cuestión de los mamíferos. ¿Acaso existen distinciones de sexo entre gatitos o potros? No tiene la menor importancia. Esas criaturas a medio crecer son asexuadas. No tienen un sexo definido. No hay nada más espléndido que contemplar a un niño o una niña. Tengo la cabeza llena de ideas. Creo que estallaré si no hago algo... Me has propuesto que escriba un libro para ti. ¿Crees que es posible, crees que...? —Lo que creo es que cuando escribes un libro, debes relatar la historia tal como la conoces. —No veo que eso encierre una gran sabiduría. —Entonces piensa, pues buena parte de lo que decimos no es sino un medio de expresar nuestros sentimientos, un mero estallido. Escucha, toma nota de la forma en que se producen esos estallidos. —No deseo hacerlo. —Sin embargo, lo haces, aunque no sean las palabras que desees leer. Cuando escribes, ocurre algo distinto. Creas una historia, por fragmentada, experimental o carente de fórmulas convencionales que sea. Inténtalo por mí. No, se me ocurre una idea mejor. —¿Qué? —Acompáñame a mis aposentos. Ahora vivo aquí, como ya te he dicho. A través de mis ventanas se ven los árboles. No vivo como nuestro amigo Louis, vagando de un polvoriento rincón a otro para regresar luego al apartamento de la. Rué Royale una vez que se ha convencido por enésima vez de que nadie pretende lastimar a Lestat. Mis habitaciones están bien caldeadas. Utilizo velas para obtener una iluminación antigua. Baja y escribiré tu historia. Puedes hablar conmigo, protestar o gritar como un poseso mientras escribo. El mero hecho de que yo escriba tu historia hará que saques provecho de ella. Empezarás a... —¿A qué? —A contarme lo que ocurrió, cómo moriste y cómo viviste. —No esperes milagros, mi desconcertante y erudito amigo. No morí en Nueva York aquella mañana. Casi morí. David me tenía ligeramente intrigado, pero no podía hacer lo que me pedía. No obstante, me pareció honesto, extraordinariamente honesto, y por tanto sincero. —No me refería a que seas literal. Lo que quiero es que me cuentes lo que sentiste cuando trepaste hasta el sol, cuando padeciste tantos sufrimientos, según afirmas, para descubrir en tu dolor esos recuerdos, esos vínculos que unen un episodio con otro. ¡Cuéntamelo! ¡Te lo ruego! —No si pretendes darle coherencia —repliqué con brusquedad. Por su reacción deduje que no estaba enojado conmigo. Deseaba seguir conversando. —¿Que le dé coherencia? Me limitaré a escribir lo que tú me cuentes, Armand —repuso David con palabras sencillas, pero curiosamente vehementes. —¿Lo prometes? —pregunté, mirándole con expresión coqueta. ¡Yo! Rebajarme a estos extremos... David sonrió. Estrujó el vestido de la niña y luego lo arrojó de forma que cayera sobre el montón de viejas prendas infantiles. —No alteraré una sílaba —dijo—. Acompáñame, sincérate conmigo y sé mi amor —añadió, sonriendo de nuevo. De pronto avanzó hacia mí con la agresividad con que yo había pensado en abordarle antes. Me levantó el pelo de la frente, me acarició la cara y sepultó el rostro entre mis bucles, riendo. Luego me besó en la mejilla. —Tu cabello parece tejido con un material ambarino, como si el ámbar pudiera fundirse, como si pudiéramos extraerlo de las llamas de las velas, formar con él unos finos y airosos hilos y, tras dejarlos secar, confeccionar esta lustrosa cabellera. Eres muy dulce, viril y al mismo tiempo lindo como una jovencita. Me gustaría verte vestido con prendas antiguas de terciopelo como te vestías para él, Marius. Quisiera contemplarte durante unos momentos ataviado con unas medias y un jubón ceñido en la cintura y recamado de rubíes. Pero permaneces impávido, mi gélido amigo. Mi amor no te conmueve. Eso no era cierto. Sus labios estaban calientes y sentí sus incisivos sobre mi piel, sus dedos oprimiendo con fuerza mi cuero cabelludo. Sentí un escalofrío, mi cuerpo se tensó y luego me eché a temblar. Fue un momento de insospechada dulzura. Esa solitaria intimidad me dolió hasta el punto de desear transformarla o librarme de ella por completo; prefería morir o alejarme de allí, en la oscuridad, simple y solo con mis lágrimas corrientes y vulgares. Por la expresión de sus ojos deduje que David era capaz de amar sin dar nada. No era un experto, tan sólo un bebedor de sangre. —Haces que sienta hambre —murmuré—. No de ti, sino de uno que esté condenado pero vivo. Deseo cazar una presa. ¡Basta! ¿Por qué me acaricias? ¿Por qué eres tan gentil conmigo? —Todos te desean —respondió David. —Lo sé. Todos desean v****r a una criatura astuta y perversa. Todos desean poseer a un muchacho alegre y risueño que sabe desenvolverse en el mundo. Los niños son un alimento más sabroso que las mujeres, y las niñas se parecen demasiado a las mujeres. Pero los muchachos jóvenes... No son como los hombres, ¿verdad? —No te burles de mí. Me refería a que sólo deseo tocarte, sentir la suavidad de tu piel, eternamente joven. —Oh, sí, sí, soy eternamente joven —me burlé—. Dices muchas estupideces para ser tan hermoso. Me marcho. Tengo que alimentarme. Cuando haya terminado, cuando me sienta caliente y saciado, regresaré y hablaremos y te contaré todo lo que deseas saber. Me alejé un poco de él, estremeciéndome cuando David me soltó el pelo. Alcé la vista y contemplé la ventana blanca y vacía, demasiado alta para divisar los árboles a través de ella. Desde aquí no alcanzaban a ver el verdor de las plantas y los arboles. Fuera ya ha llegado la primavera, una primavera sureña. La huelo a través de las paredes. Deseo contemplar durante unos instantes las flores. Matar, beber sangre y recrearme contemplando las flores. —Eso no basta. Debemos escribir el libro —replicó David—. Quiero que lo escribamos ahora, que me acompañes. No permaneceré aquí para siempre. —¡No digas tonterías! Crees que soy un muñeco, ¿no es cierto? Te parezco un muñeco de cera más que apetecible y te quedarás aquí tanto tiempo como me quede yo. —Eres un poco cruel, Armand. Pareces un ángel pero te expresas como un vulgar matón. —¡Qué arrogancia! Pero ¿no habíamos quedado en que me deseabas? —Sólo con ciertas condiciones. —Mientes, David Talbot —le espeté. Me dirigí hacia la escalera. Las cigarras cantaban en la noche como suelen hacer, a todas horas, en Nueva Orleans. A través de las ventanas de nueve paneles de la escalera observé las floridas copas de los árboles y una parra enroscada sobre el tejado del porche. David me siguió. Bajamos la escalera, caminando como hombres de carne y hueso, hasta llegar al primer piso. Atravesamos la reluciente puerta de cristal y salimos a la espaciosa e iluminada avenida de Napoleón con su verde, húmedo y fragante parque situado en el centro, un parque rebosante de cuidadas flores y vetustos, retorcidos y humildes árboles cuyas ramas se inclinaban hacia el suelo. Toda la escena se movía al ritmo del viento sutil procedente del río; la húmeda neblina se arremolinaba sobre la ciudad, pero no caía convertida en lluvia; las diminutas hojas se desprendían de los árboles como cenizas marchitas. La suave primavera sureña... Hasta el cielo parecía preñado con la estación, denso y sonrojado debido a la luz reflectante, emanando neblina a través de todos sus poros. Percibí el estridente perfume que exhalaban los jardines a mi derecha e izquierda, la fragancia de las maravillas violáceas, como las llaman los mortales, una flor rampante que prolifera como la mala hierba, pero infinitamente dulce; los lirios silvestres irguiéndose afilados como cuchillos del lodo n***o, sus pétalos profundos y monstruosamente grandes batiendo sobre viejos muros y escalones de hormigón; y, por supuesto, multitud de rosas, rosas de mujeres ancianas y jóvenes, rosas demasiado íntegras para la noche tropical, rosas recubiertas de veneno. Antiguamente, a través de este prado central cubierto de hierba habían circulado tranvías. Yo sabía que las vías se extendían sobre este ancho espacio verde por el que caminaba delante de David hacia los arrabales, hacia el río, hacia la muerte, hacia la sangre. Él me seguía. Yo podía cerrar los ojos mientras avanzaba sin tropezar y ver los tranvías. —Anda, ¡sígueme! —exclamé. Más que una invitación era una descripción de lo que él hacía. Recorrí una manzana tras otra en pocos segundos. Él me seguía a corta distancia. Era muy fuerte. Sin duda la sangre de toda la corte real de los vampiros circulaba por sus venas. Era muy propio de Lestat crear el monstruo más feroz que jamás haya existido, es decir, después de sus equivocaciones iniciales (Nicolás, Louis y Claudia), ninguno de los cuales era capaz de cuidar de sí mismo. Dos habían perecido y uno, el más débil de todo el elenco de vampiros, seguía vagando por el ancho mundo. Me volví para mirar a David. Su rostro tenso, tostado y bruñido me sorprendió. Ofrecía un aspecto lacado, encerado, lustrado y pensé de nuevo en especias, en nueces acarameladas, en aromas exquisitos, en chocolatinas repletas de azúcar y suculentos caramelos. Tuve la tentación de abalanzarme sobre él. Sin embargo, David no podía compararse con un repugnante, maduro y apestoso mortal. Así pues, señalé hacia delante y dije: —Ahí. David miró el lugar que yo le indicaba. Contempló la hilera de desvencijados edificios. Por doquier había mortales dormidos, sentados, cenando, caminando entre pequeñas y angostas escaleras, tras muros desconchados y destartalados techos. Yo había dado con uno, perfecto en su maldad, un cúmulo de perversión, avaricia y odio que ardía como odiosas brasas mientras esperaba que yo apareciera. Llegamos a Magazine Street y la atravesamos; aún no habíamos alcanzado el río, aunque faltaba poco. Yo no recordaba esta calle, jamás la había recorrido durante mis vagabundeos por esta ciudad de Louis y Lestat, una calle estrecha con viviendas de color madera que arrastraba el río a la luz de la luna y unas ventanas cubiertas con cortinas baratas. Dentro había un mortal arrogante, vicioso, tumbado frente al televisor, bebiendo cerveza de una botella marrón sin hacer caso de las cucarachas y el sofocante calor que penetraba por la ventana, un ser grotesco, sudado, repugnante e irresistible, de carne y hueso, que me aguardaba. La casa estaba tan atestada de bichos que más que una vivienda parecía un simple caparazón, crepitante y deleznable, cuyas siniestras sombras eran de él.
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