Avancé con paso vacilante al notar que alguien me seguía. A pesar de la gente que circulaba en ese momento por esa transitada calle, estaba segura de que ese hombre iba detrás de mí. ¿Sería posible? Quizá no era más que el fruto de mi imaginación, de tantos tiempo casi sin dormir.
Alenté un poco mi andar e intenté relajarme. Era imposible que alguien me siguiera a las dos de la tarde en tan concurrida avenida. Miré hacia atrás y vi a ese hombre que me miraba con una expresión extraña, parecía asqueado. Seguí avanzando, ya faltaba poco para entrar al edifico donde trabajaba. Solo unos pasos más y estaría a salvo. Volví a mirar hacia atrás y ya no estaba. Lo busqué con la mirada por todas partes, pero no se veía. No era un hombre que pasara desapercibido, claramente no era chileno, era rubio y medía cerca de los dos metros y, en un país en que la media de los hombres era un metro sesenta y cinco...
Respiré tranquila, sobre todo al llegar a la puerta de mi edificio. No, no era mi edificio, yo solo trabajaba allí... haciendo aseo.
Saludé al guardia con alivio, ya estaba en un lugar seguro.
Con el trabajo, olvidé el incidente, por lo que, al salir por la tarde-noche, no tuve recelo alguno y no me percaté de que alguien se acercaba a mí.
―Buenas noches, señorita, ¿me haría el favor de acompañarme? ―El hombre tenía un acento extraño, era como gringo, pero no era como los que llegaban a la oficina de los jefes, era otro acento, no pude distinguir, igual, no hablaba tan bien el español, aunque tenía bonita pronunciación.
¿En qué estaba pensando? Un gigante se acercó a mí para obligarme a que lo acompañara ¿y yo me fijaba en su acento?
―Por favor, señorita ―insistió ante mi silencio y se abrió un poco el abrigo donde escondía un arma. Yo tragué saliva y luego alcé mis ojos para ver los ojos más celestes que había visto en mi vida. Parecía un ángel caído... Con un arma―. Si me obedece, le aseguro que nada malo le sucederá.
―¿A dónde me va a llevar? ―Intenté concentrarme.
―Mi jefe quiere hablar con usted, nada más. Solo serán unos minutos. Suba al automóvil, por favor.
―¿Y si no quiero?
―Me veré obligado a forzarla y no le gustará.
Obedecí por miedo a que usara su arma conmigo... Bah, ¿a quién engaño? Si ese hombre me llevara al infierno, al infierno iría con él. ¡Ay, por Dios! Mis hormonas no me dejaban pensar claro. Era un tipo guapísimo, sí, pero iba armado y podía ser un asesino serial o algo peor. Claro que en ese lujoso automóvil con chofer privado... ¿Qué clase de delincuente era? Casi sin moverme, saqué mi teléfono de la cartera y apreté el SOS, como mi amigo José me había enseñado hacía tiempo.
―¿Puede entregarme su móvil, por favor? ―me exigió el hombre sin mirarme.
―¿Para qué? ―Lo apreté contra mi pecho.
―Para que no haga una tontería de la que pueda arrepentirse.
Suspiré con frustración y le entregué el aparato. Él lo desbloqueó con facilidad, lo observó, escribió algo y lo guardó en su bolsillo. Ya mi amigo me había dicho que le pusiera pin, patrón o huella, pero yo siempre le decía que si alguien intervenía mi teléfono, de pura lástima, en vez de robarme, me daría dinero.
―¿Qué quiere de mí? ―le pregunté unos minutos después, en voz baja, casi inaudible, tenía una mezcla de miedo y de ganas que aquello fuera una novela romántica, eso era problema de las novelas de amor que tanto me gustaba leer.
―Ya se lo dije, solo conversar ―me contestó sin emoción.
―Nadie secuestra a otra solo para conversar ―repliqué molesta.
―Créame que usted no está secuestrada.
―¿Ah, no? ¿Y cómo se le llama a esto? Me sube a su auto un desconocido a punta de pistola y me quita mi celular. Esto no es un paseo, señor. Su jefe debería ser bien hombre y venir a hablar conmigo como cualquier persona civilizada.
―Tengo entendido que él es bien hombre para sus cosas y si no vino él en persona a buscarla es porque no puede mostrarse en público. Créame que ganas no le faltaban de venir él en persona a buscarla.
―¿Quién es? ¿Un capo de la droga que es tan misterioso?
El desconocido sonrió levemente.
―No, pero levantaría mucho revuelo si viniera él por estos lugares.
―O es un capo de la droga que se equivocó de mujer, o es un psicópata suelto, dudo mucho que sea una estrella de cine o un cantante famoso, a lo mejor un regguetonero podría ser, ellos creen que las mujeres somos objetos de tomar y tirar.
―Tiene mucha imaginación, señorita Méndez, pero no es ninguna de las alternativas que dio, pese a que usted ya lo conoce o al menos ha de haberlo visto.
―Amigos no somos, no tengo ningún amigo tan famoso que no pueda salir a la calle.
―No, no son amigos.
―¿Puede dejarse de tantos misterios y decirme de una vez por todas quién es? Por muy famoso, millonario o psicópata que sea, no estoy interesada en conocerlo en estas circunstancias, preferiría haberlo conocido como una persona normal y no en medio de un secuestro.
―Ya le dije que no está secuestrada.
―Y ya le dije que esto cumple con todas las características de un secuestro.
―Espero que sea un poco más dócil cuando esté con mi jefe... ―meditó.
―¿Dócil? ―interrogué furiosa―. ¿Acaso soy un caballo para ser domada? ¡Que se pudran usted y su jefe!
―Agradezca que no está secuestrada y que no se me permite el uso de la violencia física contra usted, a no ser que sea estrictamente necesario.
―Habérmelo dicho antes ―dije y me lancé contra el hombre para golpearlo, su impavidez me volvía loca, parecía que nada lo alteraba y yo estaba con los nervios de punta, entre estar con él en ese espacio tan reducido y el pensar en lo que me harían, parecían hombres de la mafia y, que yo supiera, no estaba metida en líos con ningún mafioso, así que, si se habían equivocado de persona, estaba en un gran peligro. Intentarían hacerme hablar algo de lo que no tenía idea.
El hombre, después de dejarme por unos segundos, me tomó las manos y me inmovilizó.
―Puedo no tener permitido usar la violencia, señorita, lo cual no significa que no pueda defenderme e inmovilizarla.
―¡Suélteme!
―No.
―¡Suélteme! Déjeme, desgraciado.
―Agradezca que no tengo autorización, pero la doblegaría hasta que se vuelva dócil como un perrito faldero.
―Eso jamás ―repliqué sin dejar de pelear por liberarme. Ese hombre era atractivo hasta los huesos, pero era un hombre muy peligroso.
―Lo único que logrará será cansarse ―me advirtió―. Yo ni siquiera estoy ejerciendo fuerza, en cambio, usted muy pronto comenzará a sudar.
Yo me rendí y lo miré con los ojos llorosos, sí, tenía miedo y tristeza porque todo siempre me salía mal, además, cuando pensaba que ya nada podría ir peor en mi vida, me secuestraban. Hasta podía ser trata de blancas y me prostituirían en un país extraño.
―Tiene que estar tranquila, nadie quiere lastimarla ―me dijo sin soltarme y con una voz más compasiva.
―Eso dicen todos.
―Pues yo se lo puedo jurar, si hace falta.
―Suélteme, por favor―. Su contacto me quemaba y él lo sabía.
―¿No hará más tonterías?
Yo negué con la cabeza. Él me soltó y me abracé a mí misma. Quería llorar, pero no delante de él, ya suficiente ridículo había hecho por un año, además, su aplomo me hacía sentir pequeña y ridícula. Podía comprender a muchas de las protagonistas de las novelas, uno no puede pensar claro en momentos así.
―Debe tranquilizarse, señorita, ya estamos por llegar ―habló con voz suave.
Yo cerré los ojos, no quería ver hacia dónde nos dirigíamos, tampoco es que viera mucho. Como era invierno, anochecía muy temprano, además, se había largado un nubarrón que no dejaba ver nada.
―Llegamos, no baje aún, yo voy por usted.
Yo quise bajarme para huir, pero mi puerta no abrió, tenía seguro de niños.
―¿Creía que dejaría la puerta abierta para usted? ―se burló sin bajarse―. De todas formas, le advierto, corro mucho más rápido y conozco el lugar, si intenta algo, lo que sea, me veré forzado a usar mi superioridad física, incluso podría atarla y amordazarla.
No dije nada, parecía hablar con mucha seguridad y con ganas de hacerlo. Quizá, si obedecía como había hecho hasta ese momento, no me maltrataran... tanto.
Se bajó y se dio la vuelta, abrió la puerta y me ofreció su mano para ayudarme a bajar, yo dudé, pero al final me tomé de él, el calor de sus dedos me hizo estremecer. Quedamos muy cerca el uno del otro. Por suerte había dejado de llover.
―No permita esto, por favor ―le rogué.
―Permitir, ¿qué?
―Esto, ¿usted cree que toda esta parafernalia es solo para conversar? Por favor, por favor... No me entregue. Estoy segura de que se equivocaron de persona.
―Debe estar tranquila, señorita, no todos los hombres son unos desgraciados sin corazón, no todos buscan lastimar a las mujeres, debe estar abierta, le aconsejo, a nuevas experiencias; como le dije, no todos los hombres son unos desgraciados y no todas las mujeres son unas santas.
―¿Qué significa eso?
―Muchas personas son tan estrechas de mente, de razón, que creen que solo existe el blanco y el n***o, que nada puede cambiar su forma egoísta de ver la vida.
―Yo no soy así.
―¿No?
―¡No! ¿Qué le hace pensar que soy así?
―Ha venido todo el camino discutiendo, no se ha detenido un solo instante a mirarme y a buscar la verdad.
―Usted me subió a su auto por la fuerza y me apuntó con un arma.
―¿Lo ve? Míreme a los ojos y repita lo que acaba de decir.
Yo alcé mi mirada, pero no dije nada, en realidad, él no me había apuntado con el arma, solo me la enseñó, aunque, en síntesis, es lo mismo, ¿no? El fin era intimidarme para subir a ese automóvil.
―Yo no la obligué y no le apunté con el arma.
―Es lo mismo ―rezongué.
―¡Claro que no!
―Para esto es lo mismo, me obligó a subir bajo amenaza de muerte, o le obedecía o usted usaba su arma en mi contra, ¿cuál es la diferencia? ―pregunté con tristeza, debía resignarme a morir.
―Le dije que no me estaba permitido provocarle daño alguno, ni mi fuerza física debería usar en su contra.
―Igual me inmovilizó.
―No fue difícil, no utilicé ni fuerza ni violencia, ¿o sí? De haberlo hecho, le aseguro que sus brazos todavía dolerían.
Bajé la cabeza, ese hombre me confundía, a ratos parecía hablarme como si me odiara y me quisiera cortar en pedacitos y en otros parecía que me iba a besar; me estremecí.
―Vamos, hay que entrar, hace frío y la están esperando con ansiedad.
Yo lo volví a mirar y luego volví a bajar la cara. Empecé a andar con paso lento, casi agónico, sentía que iba al cadalso.
―Ya verá que no es tan malo, al contrario, podría ser algo muy bueno para usted ―me consoló el hombre.
―¿Usted sabe por qué me trajeron aquí?
―Sí.
―¿Por qué?
―No soy yo el indicado para decírselo.
―Pero usted me trajo.
―Aun así, no soy quién para hablarle de eso.
La lluvia, que había cesado antes de llegar, volvió a caer con más furia. El hombre me tomó del brazo y me hizo correr hasta la entrada, para ponernos a resguardo.
―Vamos, como dicen ustedes, al mal paso darle prisa.
Me guio, sin soltarme, hacia el interior de la enorme casona. Era un lugar muy grande y elegante, lleno de luz, de grandes ventanales y de hermosas obras de arte.
―Vamos, la esperan en el despacho ―me dijo el desconocido de los ojos celestes, me había dado un pequeño espacio para admirar el lugar.
Cerré los ojos y suspiré para darme ánimo. Los abrí y lo miré, asentí con la cabeza, mi hora había llegado.
En esa oficina, me esperaba un hombre un poco mayor, debía estar en los cincuenta o poco más.
Algo hablaron en inglés, para ser franca, no entendí nada de lo dijeron, el hombre hablaba inglés y yo español, ¿cómo nos íbamos a entender?
El hombre sonrió enigmático, mientras observaba salir a mi raptor, yo miraba el lugar, no quería verlos a ninguno de los dos, ¿por qué me tenían que secuestrar? Se veían personas decentes... ¿Y si eran tratantes de blancas? Peor, ¿y si eran traficantes de órganos? Por eso eran extranjeros...
―Aquí estás por fin ―habló el hombre mayor y me sacó de mis cavilaciones. Creo que lo miré aterrada―. No te asustes, no te quiero lastimar, querida, solo te quiero conocer.
―¿Conocer? ―¿Qué quería decir con eso?
El hombre se levantó de su asiento y caminó hacia mí, yo retrocedí, pero estaba cerca de la puerta y choqué casi de inmediato con la pared.
―No te asustes de mí, ¿Gabriel no te dijo nada?
No entendí el nombre, pero no se lo haría saber.
―Me dijo que no le correspondía decirme nada, que usted lo haría.
―Muy propio de Gabriel, jamás comete una infidencia.
―¿Qué quiere?
―Siéntate, por favor.
―No.
―Vamos, no te pongas así, no te lastimaré, solo quiero que conversemos.
―¿Conversar? Usted y yo no tenemos nada de qué hablar.
―Mucho me temo que sí.
―¿Y de qué podríamos hablar usted y yo? Mírese, mire esta casa, usted y yo no tenemos nada en común, ni siquiera el idioma.
―Claro que tenemos algo en común, querida.
El hombre se acercó a mí y yo sentí una mezcla de sensaciones muy difíciles de explicar. Sentí terror, pero a la vez sentí seguridad. Es decir, sabía que debía sentir pánico, estaba allí sin saber por qué y si ese hombre me quería cortar en cuadritos, no habría nadie que se lo impidiera; pero, por otro lado, sentía que con él nada malo me pasaría y estaría segura. Seguro ya estaba loca y tenía síndrome de Estocolmo.