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—Él no es digno de admiración por eso —objetó Clennam en voz baja—; lo compadezco profundamente. Esta observación, al parecer, indicó por primera vez a Plornish que, después de todo, semejante rasgo de carácter podía no resultar precisamente encomiable. Caviló un instante sobre la cuestión, pero acabó desistiendo. —En lo que respecta a su trato conmigo —añadió—, el señor Dorrit no podía mostrar mayor afabilidad, a mi entender. Más aún si tenemos en cuenta las diferencias y la distancia que media entre nosotros. Pero hablábamos de la señorita Dorrit. —Es cierto. ¿Podría decirme usted cómo la presentó en casa de mi madre? El señor Plornish se quitó una pella de cal del bigote, se la metió en la boca, le dio unas vueltas con la lengua como si fuera una golosina, reflexionó, se consideró i