—Oh, sí, de verdad. Flora puso los pies sobre el guardafuegos y se instaló cómodamente para hacerle una confesión romántica. Se lanzó a hablar atropelladamente mientras se arreglaba el cabello, suspirando del modo más expresivo posible, enarcando las cejas sin parar y, de vez en cuando, sólo de vez en cuando, mirando el rostro silencioso que se inclinaba sobre la labor. —Debe saber, querida —empezó Flora—, pero estoy segura de que ya lo sabe no sólo porque ya lo he dicho más o menos en general sino porque creo que lo llevo grabado al fuego cómo se diga eso en la frente que antes de que me presentaran al difunto señor F. estuve comprometida con Arthur Clennam, al que llamo señor Clennam en público cuando es necesario ser discreto, pero aquí es sólo Arthur, éramos el uno para el otro en la