Allí encontró la mesa puesta para la cena y el viejo batín gris preparado en el respaldo de la silla, junto al fuego. Su hija se guardó en el bolsillo el librito de oraciones —¡había estado rezando para que Dios se apiadara de todos los presos y cautivos!— y se puso de pie para darle la bienvenida. Mientras cogía el abrigo de su padre y le daba el gorro de terciopelo n***o, le preguntó si el tío se había marchado ya. Sí, el tío se había ido a casa. Luego quiso saber si su padre había disfrutado del paseo. Vaya, pues no mucho, Amy, no mucho. ¿No se encontraba bien? Mientras ella, a su lado, se inclinaba sobre la silla con gesto amoroso, el padre miraba el fuego, abatido. Se apoderó de él una sensación de incomodidad cercana al pudor y empezó a hablar de un modo algo inconexo y avergonzado