CARTA VI

1001 Words
CARTA VI EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL ¡Con que no ha de haber una mujer que no abuse del imperio que ha sabido tomar! ¿Y usted misma, a quien he llamado tantas veces mi indulgente amiga, cesa ya de serlo y me ataca en lo que más aprecio? ¡Cómo pinta usted a la señora de Tourvel! ¿Qué hombre no hubiera dado su vida por castigar semejante atrevimiento? ¿A qué otra mujer no le hubiera valido a lo menos una desvergüenza? Por Dios, no me exponga a pruebas tan terribles, porque no respondo de poderlas sostener. En nombre de la amistad le pido que aguarde a que haya logrado a esta mujer para murmurar de ella. ¿No sabe que sólo el placer tiene el derecho de arrancar la venda del amor? Pero, ¿qué digo? ¿La presidenta de Tourvel tiene acaso necesidad de hacer ilusión? No: para ser adorable le basta ser ella misma. Le echa usted en cara que se viste mal. Lo creo, porque todo adorno le daña y todo lo que la oculta la desfigura. En el abandono del negligé es cuando más encanta. Gracias a los calores excesivos que reinan, un jaboncillo de lienzo simple me deja ver su talle redondeado y flexible. Una muselina clara cubre su hermoso pecho, y mis miradas furtivas, pero penetrantes, han distinguido ya su forma seductora. Dice usted que su rostro carece de expresión. ¿Y qué puede expresar en los momentos en que nada habla a su corazón? Sin duda no tiene como nuestras mujeres presumidas esa mirada mentirosa que seduce algunas veces y nos engaña siempre; no sabe dar valor a una sonrisa estudiada, a una frase hueca, y aunque tiene la más hermosa dentadura, no se ríe sino de lo que le hace gracia. Pero es preciso ver cómo en los juegos animados presenta la imagen de una alegría franca y natural, como cuando se halla cerca de un desgraciado, a quien se apresura a socorrer, sus ojos destellan de un goce puro y piadoso. Hay que verla sobre todo cuando oye la menor palabra de mimo o elogio cómo se pinta en su rostro celestial aquel interesante embarazo que procede de una modestia no afectada. Es recatada, es devota, ¿y por eso ya cree que es fría e insensible? Pienso de muy diverso modo. ¿Qué sensibilidad extraordinaria necesita tener para revelarla hasta con relación a ese marido y amar un ente que siempre está lejos de ella? ¿Qué mayor prueba puede usted desear? Sin embargo, yo he sabido procurarme otra. He dirigido su paseo de modo que apareció una zanja que era preciso saltar. Aunque ella es ligera, es todavía más tímida, y usted sabe bien que una recatada teme siempre dar el salto. Le fue preciso confiarse a mí, y he tenido abrazada a esta mujer tan honesta. Nuestros preparativos y el paso de mi anciana tía habían hecho reír a carcajadas a mi festiva devota; pero luego que me hube apoderado de ella, por efecto de una acertada torpeza se entrelazaron nuestros brazos; estreché su seno contra el mío y en aquel brevísimo instante sentí que su corazón palpitaba con mayor viveza; una amable púrpura coloreó su rostro, y su honesta turbación me indicó que su pecho no había palpitado de miedo sino de amor. No obstante, mi tía se engañó como usted, y se puso a decir: “La niña ha tenido miedo”. Pero el delicioso candor de la tal niña no le permitió mentir y respondió sencillamente: “No, señora. Pero…” Esta sola palabra me bastó y desde aquel instante la dulce esperanza ha reemplazado en mí a la cruel inquietud. Yo lograré a esta mujer y le quitaré el marido que la profana; osaré quitársela al Dios mismo que adora. ¡Qué delicia ser, alternativamente, el que causa y el que vence sus remordimientos! Lejos de mí la idea de desvanecer las preocupaciones que la atormentan y que han de hacer mayor mi triunfo y mi placer. Que crea enhorabuena en la virtud pero que me la sacrifique. Que sus faltas la asusten sin que logre detenerle, y que, agitada de mil terrores, no pueda olvidarlos ni vencerlos sino en mis brazos. Consiento en que entonces me diga: “Te adoro”. Entre todas las mujeres ella sola será digna de pronunciar esta palabra. Yo seré verdaderamente el Dios que habrá preferido. Seamos sinceros: en nuestros arreglos, tan fríos como fáciles, lo que llamamos felicidad es apenas un placer. ¿Me atreveré a decírsela a usted? Yo creía mi corazón marchito, y no percibiendo sino sensualidad, me quejaba de una vejez prematura. La señora de Tourvel me ha devuelto las deliciosas ilusiones de la juventud, y a su lado no necesito gozar para ser feliz. Lo que únicamente me asusta es el tiempo que va a costarme la empresa; porque no quiero exponer nada. Por más que recuerde las veces que la temeridad me ha favorecido, no me atrevo a servirme de ella ahora. Para que yo sea completamente dichoso es preciso que se entregue ella misma, y no es poco pedir. Estoy seguro de que usted admiraría mi prudencia. Aún no he pronunciado la palabra amor, pero ya usamos las de confianza e interés. Para engañarla lo menos posible, y sobre todo para prevenir el efecto de lo que pueda oír por fuera, yo mismo, como acusándome, le he referido una parte de mis aventuras más conocidas. Reiría usted viendo cómo me predica. Dice que quiere convertirme y no sospecha aún lo que le costará el intentarlo. Está lejos de pensar que abogando, como dice ella, por las infelices que yo he perdido, habla de antemano por sí misma. Esta idea se me ocurrió ayer en medio de sus sermones, y no pude negarme el placer de interrumpirla para asegurarle que hablaba como un profeta. Adiós, mi bella amiga. Ya ve usted que no estoy perdido sin remedio. P. S. A propósito, ¿ese pobre caballero, se ha muerto de desesperación? En verdad, es usted cien veces más mala cabeza que yo, y podría humillarme si yo tuviera amor propio. De la quinta de…, a 9 de agosto de 17…
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