Dos

1205 Words
Mi madre había muerto y yo le había prometido seguir adelante, vivir la vida, nunca llorar y ser siempre fuerte, eso significaba, que tenía que adaptarme a lo que mi padre me “proponía” y seguirle siempre de cerca. —Ya llegamos —me susurró en mi oído, antes de que mis ojos volvieran a la triste y horrible realidad. No había sido un sueño, en verdad estaba ocurriendo. Volví en cuenta de que aún estaba furiosa con él, por lo que le miré algo indiferente, y finalmente suspiré. Asentí con la cabeza, mientras miraba a través de la ventana, notando como la tierra se iba acercando a mí… o mejor dicho, yo me acercaba a ella. —Bienvenida a América —me exalté ante el grito de mi padre, se notaba emocionado, pero mi gesto… era completamente lo contrario. —Rápido… por las maletas y a la mansión, ya no soporto estar aquí —dije, quitando el seguro del asiento y por fin, levantándome de él. Al terminar de hablar, comencé a caminar hacia la salida del avión y la entrada de América. Siempre siendo seguida por mi padre, el cual miraba el lugar maravillado como si un niño entrara a las Vegas ¿Quién era el mayor maduro en ese instante? Al parecer yo. Mi padre recogió las maletas y al apenas salir, un auto ya esperaba por nosotros. Rodé los ojos mientras subía al auto, otra vez sentada… suspiré, a este ritmo quedaría plana de las nalgas también. Subimos rápidamente al auto. Mi padre se encontraba exaltado ante tanta “hermosura de país extranjero”, como él le decía. Durante el camino, mi mirada se quedaba en las diferentes calles de esa nueva tierra que nunca antes había pisado; las casas, las plantas, las personas… todas completamente diferentes y estaba segura que me sentiría fuera de lugar. Además, estaba segura que apenas supieran que tenía mucho dinero, iban a actuar igual como los de mi país; hipócritas en la forma de actuar y como unos completos idiotas muñecos, a los cuales yo tenía derecho a manipular. Aburrido y monótono. Después de dos horas de viaje, finalmente llegamos al barrio más lujoso de la ciudad. Y tengo que admitirlo, era realmente hermoso, aunque mi rostro no quería demostrarlo, mi yo interior miraba asombrada ante tanta hermosura. —¿Te gusta el barrio, Ivy? —preguntó mi padre, al ver el asombro en mi rostro. —Está… pasable —dije con indiferencia, mientras hacía como si no estuviera interesada del todo. Las casas se esfumaron y un enorme jardín apareció en cambio de ellas. Mis ojos se abrieron rápidamente al ver aquella mansión que parecía de sueños y muñecas. —¿Te gusta? —preguntó mi padre detrás de mí. —¿Por qué me haces esto, padre? —Solo quiero lo mejor para ti… ¿Entramos? No lo escuché, ya que ya me encontraba caminando por el largo, pero hermoso camino que daba consigo a la entrada de la casa. Cerré los ojos y respiré profundamente, ¿Tenía que aceptarlo, no? Ya no se podía hacer nada, solo vivir con ello. Así que eso iba a hacer. Tal vez… tal vez todo cambiaría y me recibirían con una sonrisa en mi nueva escuela, hasta había la posibilidad que me convirtiera en la mejor sensación de ella ¿o no? ¡Pues claro! con el dinero que tenía, todo eso era posible. Y bueno, ¿quién sabe? Tal vez hasta conocía a alguien en las mismas condiciones que yo y nos volveríamos “amigos”. Suspiré antes de voltear a ver a mi padre. El enojo ya se me había pasado un poco y por fin podía sonreír, aunque fuera por obligación. —Está muy linda —susurré, antes de observar aquella sonrisa de mi padre que no observaba desde hacía más de un año. —Todo lo que quiera mi princesa. —Gracias —dije por último, antes de tomar la perilla de la puerta principal y girarla para entrar, dentro de mi nueva casa. Dentro todo era inimaginable, grandes candelabros de oro, una hermosísima sala de estar, con aquellos sillones que daban ganas de saltar y acostarse en ellos. La hermosa cocina y el gran comedor, en donde estaba segura que mi padre usaría mucho más que yo, con todas esas reuniones y pláticas que tenía de su trabajo, además, las grandes escaleras de mármol que daban paso al siguiente piso, las cuales no dudé en subir. —Tu cuarto es el del tercer piso, doblas hacia la derecha y llegas a la puerta donde dice tu nombre… Accedí con una sonrisa falsa antes de subir las escaleras lentamente y ya cuando por fin subí al segundo piso, todo se mantuvo en silencio. Estaba un poco acostumbrada al silencio incómodo y algo tenebroso que siempre había abundado en grandes cantidades durante toda mi vida. Me consideraba a mí misma, como una chica bonita… es decir, mis ojos azules zafiro eran lo que más llamaban la atención, ya que realmente resaltaban de mi cabello dorado oscuro. Físicamente no tenía las mejores cualidades, pero tampoco estaba tan plana como una tabla de surf. Miré a lo lejos, en el fondo del pasillo. Una puerta se diferenciaba de todas, blanca como la nieve y en ella, mi nombre se hallaba marcado en letras doradas. —Típico… Llegué a mi supuesto cuarto, y giré la perilla, le falta esa pizca de alegría que solo conseguiría con Daniel en ella, triste. Lo extrañaba, extrañaba hablar sobre cosas sin sentido, contarle mis sentimientos, molestarnos por situaciones vergonzosas, reírnos juntos. Respiré lo más profundo que jamás había respirado en todos mis años de vida. Debía resignarme, a fin de cuentas, las palabras de Daniel pasaron por mi mente: “te iré a ver cada mes”. Esas eran las únicas palabras que impedían que me tumbara a la cama para ponerme a llorar. Sentí unos golpes en la puerta y luego me encontré con mi padre, mirándome con disculpas. —Venía a darte un aviso —lo miré con cierto interés—. Recién recibí una llamada de mi jefe, nos invitó a su casa que resulta ser la casa vecina, así que iremos en la noche, cenaremos, hablaremos, quedaremos en un acuerdo y finalmente volveremos, por lo que te pido que te pongas el mejor vestido que tengas… —Está bien —dije casi inconscientemente mientras me quedaba admirando los diferentes vestidos del armario. Escogí uno de color azul, con una cinta dorada que hacía juego con mi cabello. No era de esas chicas a las que exageran poniéndose el típico labial carmesí rojo llama vivo, siempre votaba por colores claros y el típico gloss en los labios. Simple, pero bonito. —Te ves preciosa —me dijeron desde atrás. Era mi padre, que había entrado desde que me observaba intentando calificarme en los espejos que ocupaban toda la pared. —¿Eso crees? —pregunté, sin importarme su intromisión. —Si estás lista… vámonos —dijo apresuradamente y un poco inquieto. Fruncí un poco el ceño. ¿Por qué se ponía de ese modo sólo por una cena con su jefe? Era extraño.
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