CAPÍTULO 2: LAS VENTANAS DEL MUNDO

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Un nuevo lenguaje de conexión El confinamiento se extendía, y con él, las dinámicas de la rutina comenzaron a cambiar. Ana y Gabriel se habían convertido en algo más que colegas trabajando en un proyecto. Las conversaciones que iniciaron con un enfoque profesional ahora llenaban las noches de ambos. Hablar era fácil; más fácil de lo que cualquiera de los dos había imaginado. Por las noches, Ana se acomodaba junto a su ventana con una taza de té, mientras los mensajes de Gabriel llenaban su pantalla. Él también tenía un ritual: después de la cena, se sentaba en su sillón favorito con su saxofón cerca, como si estuviera listo para tocar algo si la inspiración llegaba. El mundo afuera seguía siendo un misterio, pero entre ellos, comenzaba a formarse un lenguaje propio, hecho de palabras, bromas y confesiones. La primera llamada Una tarde, tras intercambiar mensajes sobre música, Gabriel se animó a proponer una llamada. ”¿Qué te parece si cambiamos los mensajes por una charla? Puedo prometerte que no soy tan aburrido como parezco por escrito.” Ana aceptó, algo nerviosa pero emocionada. La llamada comenzó con risas tímidas y comentarios triviales sobre el trabajo, pero pronto evolucionó hacia algo más personal. Gabriel habló de su familia: de su madre, que vivía en otra ciudad y a quien no podía visitar, y de su hermana Natalia, con quien compartía el apartamento y las responsabilidades del confinamiento. Ana le contó sobre su infancia en un pequeño pueblo y de cómo había llegado a la ciudad con el sueño de convertirse en artista, aunque la vida la llevó por otro camino. La conversación duró más de dos horas. Cuando colgaron, ambos se quedaron mirando sus respectivas pantallas en silencio, como si un eco de la charla aún resonara en el aire. Refugios virtuales A medida que pasaban los días, Ana y Gabriel comenzaron a compartir más aspectos de sus vidas. Se enviaban fotos: Ana le mostraba sus dibujos, pequeñas piezas que había comenzado a hacer en sus ratos libres, mientras Gabriel le mandaba grabaciones de él tocando el saxofón. Una noche, Gabriel le envió un audio de una improvisación que había hecho inspirado en ella. “No sé si es bueno, pero pensé en ti mientras lo tocaba. Quizá no lo parezca, pero creo que transmito mejor las emociones con la música que con las palabras.” Ana escuchó la grabación en silencio, con los ojos cerrados. La música era melancólica pero reconfortante, como si le hablara directamente al corazón. Respondió con un dibujo: una figura abstracta de luces y sombras que parecía flotar en un cielo nocturno. “Así me sentí al escuchar tu música. No sé si tiene sentido, pero pensé que te gustaría verlo.” Ese intercambio, aparentemente pequeño, se convirtió en un puente emocional entre ambos. Por primera vez en meses, Ana sintió que alguien la entendía en un nivel más profundo. Gabriel, por su parte, encontró en Ana un refugio en medio de la incertidumbre. Explorando sus mundos interiores Las conversaciones nocturnas se volvieron habituales, y en ellas, Ana y Gabriel comenzaron a explorar no solo quiénes eran, sino quiénes deseaban ser. Gabriel habló de su miedo a la monotonía, de cómo temía que la rutina del trabajo absorbiera su pasión por la música. Ana, por su parte, confesó que, aunque amaba su trabajo como diseñadora, a veces sentía que había traicionado a la artista que soñaba con ser. *“A veces pienso que estoy atrapada en una jaula de mi propia creación,” dijo Ana una noche. ”¿Y si la jaula no está cerrada? Quizá solo necesitas empujar la puerta,” respondió Gabriel. Estas conversaciones se convirtieron en un motor de cambio para ambos. Inspirada por Gabriel, Ana retomó un proyecto personal: una serie de ilustraciones que había dejado abandonadas. Por su parte, Gabriel comenzó a practicar música con más frecuencia, dedicando tiempo a improvisar y crear piezas originales. La intimidad a través de lo cotidiano Aunque nunca se habían visto en persona, Ana y Gabriel empezaron a compartir detalles íntimos de su vida cotidiana. Se enviaban mensajes sobre cosas aparentemente triviales: qué estaban cocinando, cómo habían decorado sus espacios de trabajo, o qué serie estaban viendo. Pero esos pequeños gestos eran señales de algo más profundo: un deseo de estar presentes en la vida del otro, incluso a la distancia. Una noche, Gabriel le propuso un juego. “Hagamos esto: envíame una foto de algo que te haga feliz en tu casa. Puede ser cualquier cosa.” Ana envió una imagen de un cactus pequeño que tenía en su escritorio. *“Es la única planta que he logrado mantener con vida,” bromeó. Gabriel le respondió con una foto de su saxofón. “Es mi mejor amigo. No juzga cuando toco mal.” Estos intercambios se volvieron parte de su rutina, una forma de conocer las pequeñas cosas que componían sus mundos. Una conexión más fuerte A medida que sus conversaciones se profundizaban, Gabriel se dio cuenta de algo: Ana no era solo alguien con quien hablaba para pasar el tiempo. Había algo especial en ella, una luz que parecía brillar incluso en medio de la oscuridad del confinamiento. Por su parte, Ana empezó a esperar los mensajes de Gabriel con una mezcla de entusiasmo y nerviosismo. Nunca antes había sentido una conexión tan inmediata y genuina con alguien. Una noche, mientras charlaban sobre sus sueños, Gabriel dijo algo que quedó resonando en la mente de Ana: ” ¿Te has dado cuenta de que, aunque estamos encerrados, nuestras ventanas nos muestran un mundo nuevo? Contigo siento que estoy viendo cosas que nunca antes había notado.” Ana sonrió, sintiendo cómo esas palabras la tocaban profundamente. “Quizá el secreto no está en mirar por las ventanas, sino en abrirlas.” Ese pensamiento quedó en el aire, marcando un momento clave en su relación. Aunque las calles seguían vacías y el futuro era incierto, Ana y Gabriel habían encontrado en el otro una ventana hacia algo más grande: la posibilidad de un amor que desafiaba la distancia y el confinamiento.
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