Capítulo: Vende tu cuerpo por una noche

1015 Words
—¡Rosa Venus! —Los golpes en la puerta les hicieron volver a la realidad. Cassandra se separó de golpe, sus labios aún temblaban con la memoria del contacto. —¡Váyase y no vuelva! —gritó, apretando la voz como si eso bastara para desterrarlo. Él no respondió de inmediato; en cambio, sonrió, una sonrisa ladeada, casi burlona, pero cargada de un deseo, que parecía atravesar las defensas de Cassandra. —Volveré. Mañana. Y pasado. Todos los días, mientras estés aquí —dijo con una certeza que hizo que el corazón de Cassandra diera un vuelco. —¿Te gusta bailar aquí? —continuó él, con una mirada que la estudiaba, como si buscara las grietas en la fachada que ella intentaba mantener en pie. Cassandra apartó la vista, incapaz de sostener la intensidad de esos ojos. —Váyase... —repitió, esta vez con menos convicción. Él inclinó ligeramente la cabeza, como si hubiera escuchado algo más en su voz. —¿Nunca has soñado con algo más? —preguntó, su tono suave pero firme—. ¿No quisieras dejar esto atrás? Las palabras la golpearon como una esperanza la atravesó. Su pecho se tensó, y sus ojos, traicioneros, comenzaron a llenarse de lágrimas que ella luchaba por contener. —Soñar no cuesta nada, Taranis. —Su voz fue un susurro, casi como si se lo dijera a sí misma, una pequeña defensa contra el dolor. Él sonrió, pero esta vez su sonrisa era diferente, más cálida, más humana. —Todos los sueños, por tontos o locos que sean, tienen la capacidad de cambiar tu mundo, Rosa Venus. Nunca dejes de soñar. Antes de que pudiera responder, él levantó una mano y rozó su mejilla con los dedos. Era una caricia tan dulce, tan inesperada, que Cassandra cerró los ojos, permitiéndose un instante de vulnerabilidad. Cuando volvió a abrirlos, él ya no estaba. —¿Quién era ese tipo? —gruñó el guardia desde el pasillo—. O te largas ya, Rosa Venus, o la gente te verá. Cassandra cerró la puerta con llave, arrancándose la máscara y el maquillaje como si quisiera deshacerse de otra piel. Se vistió con su ropa ordinaria y salió sigilosa, cuidando que nadie la notara. Corrió hacia la puerta trasera, su única salida, con el corazón latiendo como un tambor de guerra. *** Judith estaba en un salón, rodeada de hombres que eran sus mejores clientes, tienen miradas hambrientas. Cada uno representaba lo peor del poder: ambición, codicia y un toque de crueldad. —Rosa Venus venderá una noche de placer. La subasta comienza con cincuenta mil pesos. —Judith lo dijo con una sonrisa calculadora, como si estuviera ofreciendo una joya rara. El murmullo de voces masculinas llenó el lugar. —¡Cincuenta y cinco mil! —¡Sesenta mil! —¡Sesenta y cinco mil pesos! —¡Quinientos mil pesos en efectivo! —La voz resonó como un trueno, acallando al resto. Los ojos de todos se giraron hacia el hombre que había hablado. Llevaba una máscara, pero su presencia era imponente, incluso intimidante. Judith, sorprendida, lo observó con interés. —¿Quinientos mil pesos en efectivo? ¿Y podrá pagarlos mañana mismo? —preguntó, queriendo asegurarse de que no era un simple charlatán. El hombre avanzó un paso. —Puedo darlos incluso ahora mismo. Los demás hombres se quedaron en silencio. Algunos maldijeron entre dientes, otros lo miraron con desdén. Pero todos se retiraron, dejando al enmascarado a solas con Judith. —¿Quién es usted, mi señor? —preguntó ella, intentando suavizar su voz, aunque una chispa de miedo asomaba en sus ojos. —Eso no te importa. ¿Rosa Venus está conforme con esto? Judith intentó reír, pero se notaba nerviosa. —¿Eso te importa? En un abrir y cerrar de ojos, él la tomó del cuello y la empujó contra la pared. —¡Eso me importa! —rugió. Sus ojos parecían atravesarla, dos pozos de furia contenida. —¡Sí, señor! ¡Lo juro, ella está de acuerdo! —balbuceó Judith, aterrorizada. El hombre la soltó, y ella cayó de rodillas, tosiendo. —Mañana traeré el dinero. Y más te vale que Rosa Venus me confirme que está de acuerdo con esto. Judith, todavía temblando, lo miró mientras se marchaba. —¿Quién será ese hombre? —susurró para sí misma, entre fascinada y aterrada. *** Cassandra entró apresurada a casa, cerrando la puerta con cuidado. Su padre, Ezequiel, la esperaba en su silla, con una débil sonrisa que siempre lograba romperle el corazón. —Hola, papito. —¿Dónde estás trabajando, hija? —preguntó él con suavidad. —Ya te dije, en la panadería, adelantando la producción. Ezequiel la miró con esa mezcla de amor y preocupación que siempre la desarmaba. No insistió; pronto se quedó dormido. Cassandra acarició su rostro con ternura, pero su momento de calma se rompió con un golpeteo en la puerta. —Cassie, ven aquí. Era Judith. Se encerraron en la habitación de la mujer, y Cassandra sintió que algo oscuro estaba por suceder. —Escucha, Cassie, tengo buenas noticias. —¿Qué? —preguntó ella, aferrándose a la esperanza. —Llamaron del hospital. Ya tienen un donante de riñón para tu padre. Las palabras fueron como un bálsamo. Los ojos de Cassandra se llenaron de lágrimas de felicidad. —¡Eso es maravilloso, tía! Pero la sonrisa de Judith era afilada, llena de malicia. —Hay un problema, cariño. —¿Cuál? —¿Cómo reunirás los quinientos mil pesos para la operación? Cassandra sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor. —¡Tengo ahorrados setenta mil pesos! Judith soltó una carcajada cruel. —Eso no es nada. ¿Y qué piensas hacer? Cassandra, desesperada, pidió ayuda. Pero las palabras de Judith la atraparon como una trampa. —Un hombre ofreció quinientos mil pesos por una noche contigo… —¡Nunca! —gritó Cassandra, horrorizada. Judith la miró con frialdad. —¿Dejarás morir a tu propio padre? El corazón de Cassandra se partió en mil pedazos.
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