Prólogo.
Gruñó enervado al incorporarse de la cama y miró el entorno con un gesto cansino en el rostro mientras recogía la ropa regada por el suelo de la habitación de, ¿cómo era el nombre de la chica que yacía aún durmiendo? No le dio importancia y se encaminó al cuarto de baño.
Posterior a una breve ducha —que sirvió para quitarse el olor ajeno y otras cosas que prefirió no darle mayor relevancia—, se vistió y abandonó la casa.
El sol del mediodía le dio de lleno, provocando un malestar casi insoportable en sus ojos que aminoró cuando se colocó las gafas oscuras. Paró un taxi, con el único deseo de llegar a su casa y dormir por el resto del día.
~*~
Ni siquiera devolvió el saludo amable del portero del edificio e ingresó al ascensor. Contó los pisos restantes hasta que llegó al suyo. Esquivó a su vecina, una anciana que, según él, no hacía otra cosa que chismosear sobre la vida de todos los demás.
Abrió la puerta del departamento, entrando con urgencia y cerrándola con un férreo manotazo. A medida que atravesaba la sala, se quitaba la ropa hasta quedarse en toda su gloriosa desnudez (aún podía sentir el aroma ajeno en las prendas y eso lo detestaba). Echó una fugaz mirada al desorden que hubo hecho y exhaló un suspiró cansino, caminando directo al cuarto de baño. Por supuesto, se daría una ducha, otra vez. No le gustaba tener el olor de nadie sobre sí.
Media hora después, vestido solamente con un apretado bóxer n***o, buscó un par de guantes desechables y recogió la ropa esparcida de la sala, metiéndola directo al lavarropas.
No se arrepintió del todo de lo que pasó anoche, un buen polvo de vez en cuando no le sentaba mal.
Miró la hora, percatándose de que aún le quedaba suficiente para una siesta.
Se desempeñaba como bartener en el Baton Rouge, un bar reconocido ubicado en la parte céntrica de la ciudad. Hacía más de dos años que lo contrataron y hacía dos meses que laboraba en el turno noche. Aunque se hubo habituado al ritmo nocturno, le era igual con tal de trabajar. De algún u otro modo tenía que hacerlo; por el contrario, quedaría en la calle puesto que las cuentas, el alquiler, vestimenta, alimento y demás similar no se pagaban solos.
Un largo bostezo dejó escapar. Los párpados le pesaban cada un poco más. Arrastró los pies hasta la habitación y se desplomó en la cama como peso muerto.
Se dejó vencer por el cansancio y se entregó al mundo de los sueños.
(…)
Corrió de prisa, rumbo a la parada de autobuses, llegaba tarde a su trabajo. Bueno, no tuvo la culpa por retrasarse, todo se debía a la extensa charla del profesor de estadísticas.
Tropezó un par de veces con algunas personas. Regaló sonrisas y palabras de disculpas. Al llegar al apeadero —respirando con dificultad, producto de su alocada carrera—, se acomodó la mochila en el hombro derecho y divisó el autobús que la dejaba a unas tres calles de su destino.
Su rutina variaba según los días. Se levantaba a primera hora de la mañana durante los días hábiles, desayunaba, una rápida ducha y luego se marchaba a la universidad. Último año que cursaba (gracias a todos los santos), esperaba no tener ningún tipo de inconveniente por lo que restaba del semestre.
Se decidió por estudiar Marketing y Publicidad y, bueno, jamás imaginó lo complejo que resultaría la carrera en sí. Complejo por el hecho del costo de los materiales de estudios, libros, fotocopias y un sinfín similar que la arraigó a buscar empleos de medio tiempo.
Nunca se quejó por lo que le tocaba vivir día tras día. A fin de cuenta, esperaba que el día de mañana todo sacrificio valiese la pena.
Vivía en un pequeño departamento, muy pequeño de hecho, siendo que resultaba muy incómodo cuando, por algún motivo, le tocaba hacer trabajos en grupos y tenía que invitar —muy a su pesar — a algunas compañeras. Un solo ambiente, por lo tanto, todo estaba a la vista, el único cuarto con intimidad era el baño. Pero el hecho de que su hogar fuese un nimio espacio, debía pagar por él. Nada salía gratis en la vida, menos un techo donde vivir. Tales los motivos, entre materiales de estudio, alquiler y demás necesidades básicas, que trabajaba en dos lugares.
Y ahora llegaba a uno de ellos.
(…)
Las horas pasaron veloces, recorriendo las calles, ingresando a locales de comidas rápidas, restaurantes y sitios en los cuales se aglomeraban la mayor cantidad de personas. Logró hacer una buena suma de dinero. Su jefe estuvo más que satisfecho con su desempeño.
Amaba al longevo. En efecto, su jefe era un agradable anciano de casi ochenta años con una vitalidad de un joven de veinticinco. Esporádicamente pasaba horas charlando mientras ambos acomodaban los distintos pedidos que solicitaban las personas que llamaban al local. Y le gustaba, el abuelito siempre dándole sabios consejos y quizás un par de regaños cuando le contaba ciertas situaciones que ocurrían en la universidad. Nimiedades sin relevancias para ella, pero no para el longevo.
Y la noche cayó, envolviendo a la ciudad de luces artificiales, de personas que salían de las oficinas, otras que entraban a trabajar y luego estaba ella que —sin nada más que hacer— decidió ir a tomar algo. Casi nunca tenía la oportunidad de hacerlo porque debía de cuidar el dinero que ganaba; eso y que no tenía verdaderas amigas con las cuales salir, pero realmente estaba agotada y quizá despejarse un poco no le vendría mal, más si era un viernes por la noche.
(…)
El salón pronto se colmó de personas, abarcando cada una de las mesas. Los camareros iban y venían, transportando bandejas con refrigerios, tazas con cafés, exprimidos y bebidas alcohólicas.
Situado en su puesto detrás de la barra, atendía directamente a los clientes que ocupaban los taburetes de allí. Oía los pedidos, preparaba aperitivos, cócteles y los servía, pero nunca prestando real interés a las personas. Más de tres horas que comenzó su turno y en su semblante apenas pinceló una mísera mueca, imitando una mediocre media sonrisa.
—Hola, quiero un Bacardi, por favor —Escuchó, sin mirar a la persona, pero por la suave voz, era fácil saber que se trataba de una mujer joven—. Pagaré en efectivo.
Asintió, aún sin mirar a dicha persona, dicha mujer joven. Agarró una coctelera, comenzando a verter las medidas de los distintos tipos de ingredientes para el trago final. Una vez logrado fusionar los ingredientes, colocó una copa (previamente enfriada) sobre el mostrador, sirviendo el cóctel de un llamativo color rojo.
—Aquí tiene —enunció, empujando la bebida hacia la persona—. Que lo disfrute.
—Gracias —Oyó y asintió por inercia, sin mirarla mientras pasaba un paño húmedo por la barra—. Le dejo el dinero justo, no tengo para la propina.
—No se preocupe —espetó, encogiéndose de hombros y continuando con la limpieza del mostrador—. Otro día será.
Y cada quién siguió en lo suyo.
Ella bebiendo el cóctel, él yendo de un extremo al otro de la larga barra, atendiendo a clientes, preparando cócteles y diferentes tragos.
Y la noche transcurrió...
—Hey, te dejaron esto como propina.
Frunció el ceño, viendo la rosa roja en la mano de su compañero.
—¿Quién? —preguntó indiferente.
—No sé, creo que una chica que pidió un Bacardi.
—No la quiero. Una rosa no pagará mis cuentas —replicó de inmediato.
—¿Y qué hago con ella?
—Quédatela —imperó con desdén—. O arrójala a la basura. Me da igual.
Y quizá, más adelante, se arrepentiría de haber rechazado una hermosa propina carmín en forma de rosa.