UNA SORPRESA PARA ALFRED KENDALL
Alfred Kendall, el multimillonario y CEO de varias empresas, cerró la computadora tras una larga jornada. Sus ojos escanearon la elegante sala de su mansión, cada mueble colocado en su lugar exacto, reflejando el control que siempre buscaba tener en su vida. Control que se desmoronó en cuanto el timbre sonó.
—¿Quién será a esta hora? —murmuró, mientras caminaba hacia la puerta.
Al abrir, un mensajero uniformado estaba frente a él, con una carpeta en la mano.
—Señor Kendall, tengo una entrega para usted. Necesito su firma.
Alfred frunció el ceño, confundido. No recordaba haber pedido nada, pero firmó el recibo de mensajería. El mensajero le entregó un sobre grueso, y justo cuando lo tomó, un segundo mensajero apareció. Esta vez, traía algo mucho más sorprendente.
—Y estas tres pequeñas también forman parte de los bienes— dijo el segundo mensajero, señalando a tres niñas que lo acompañaban.
Alfred dio un paso atrás, impactado.
—¿Qué…? —no pudo terminar la frase antes de que las niñas, todas de no más de cinco años, se colaran entre sus piernas y corrieran hacia el interior de la casa.
—¡Oye! ¡No pueden entrar así! —exclamó Alfred, siguiéndolas con la mirada mientras las pequeñas se dispersaban por la sala, tocando todo lo que estaba a su alcance.
Intentando recobrar la compostura, Alfred abrió el sobre que aún sostenía en su mano. Lo primero que vio fue una tarjeta de ADN, con resultados que afirmaban una certeza que lo dejó helado: las tres niñas eran sus hijas. Trillizas.
—No puede ser… —susurró, aturdido. ¿Ella estuvo embarazada y no me dijo nada?
Sus pensamientos volaron hacia la única mujer que alguna vez había amado. La misma que, años atrás, lo dejó con una frase que lo rompió por dentro: —Ya no te amo—. Se habían separado, y él nunca volvió a saber de ella.
—¡Juega con nosotras! —gritó una de las niñas, interrumpiendo sus pensamientos.
Alfred miró a la pequeña, que lo jalaba de la manga. La otra estaba ya en su sillón favorito, haciendo piruetas, mientras la tercera se había apoderado del control remoto, cambiando los canales frenéticamente.
—¿Quién las envió aquí? —preguntó Alfred, intentando hacer sentido de la situación.
—Nuestra mamá —respondió una.
—¡No, no! —dijo la otra—. ¡Fue nuestra tía! No tenemos mamá.
Alfred sintió un nudo formarse en su estómago. Quiso hacer otra pregunta, pero las niñas lo interrumpieron al unísono:
—¡Eres nuestro papá!
Un torrente de emociones lo invadió. ¿Padre? ¿Él? Nunca había imaginado serlo, y mucho menos así, de golpe. Su vida meticulosamente ordenada acababa de volverse un caos. Y no tenía tiempo para contratar una niñera, no a esas horas de la noche.
Las niñas no dejaban de correr por la casa, saltando de un mueble a otro, ignorando cualquier intento de control. Alfred, que siempre había sido el señor de su propio destino, se encontraba ahora a merced de tres pequeñas energéticas que lo mantenían despierto hasta la medianoche.
A la mañana siguiente, Alfred fue despertado por el insistente timbre de su teléfono móvil. Miró la pantalla y sintió un súbito pánico. Había dormido demasiado y ya estaba retrasado para una importante reunión.
—¡Maldición! —gruñó, levantándose de golpe.
Las tres pequeñas ya estaban en su casa como si hubieran vivido toda la vida, y aunque era el CEO de múltiples empresas, nada lo había preparado para la energía incansable de Cindy, Cintia y Carly.
—¡Papá, estamos haciendo galletas! —gritó Cindy, con una sonrisa de oreja a oreja.
—Bueno, algo así… —murmuró Cintia, con un toque más cauteloso, mientras miraba la masa pegada a sus manos.
Carly estaba en lo suyo, golpeando una cuchara contra un bol vacío.
—¡Bam, bam, bam! ¡Soy una chef famosa! —dijo Carly, como si estuviera dando un show de cocina.
Alfred se frotó los ojos, aún tratando de procesar la escena. Respiró hondo y habló con el tono más calmado que pudo:
—Niñas, ¿quién les dio permiso para usar la cocina?
—Nosotras solas, papá —respondió Cindy, orgullosa.
—Tú estabas cansado, así que pensamos que te sorprenderíamos —añadió Cintia, con una mirada de inocencia que Alfred ya empezaba a reconocer como peligrosa.
—Y... lo hemos hecho, ¿verdad? —Carly levantó la cuchara como si fuera un trofeo.
Alfred no pudo evitar sonreír. Era imposible enojarse con esas pequeñas traviesas, incluso cuando estaban rodeadas de desastre.
—Muy bien, muy bien. Sorprendido estoy, eso es seguro. Pero, ¿qué les parece si limpiamos esto antes de que la sorpresa sea para el personal de limpieza? —sugirió, intentando imponer algo de orden.
—¡Nooo! ¡Primero tenemos que probar las galletas! —gritó Cindy, tomando un pedazo de la masa aún cruda y llevándoselo a la boca.
—¡Cindy, eso no está cocido! —exclamó Alfred, alarmado.
Cindy hizo una mueca exagerada.
—Sabe raro…
Cintia se echó a reír mientras Carly seguía con su "concierto" de cocina, ignorando el caos a su alrededor.
—Papá, eres muy serio —dijo Carly, con las manos en la cintura—. ¡Los chefs famosos no limpian, solo crean!
Alfred suspiró, rindiéndose a la lógica implacable de sus hijas.
—Está bien. Vamos a dejar que "las chefs" terminen, pero después, ¡a limpiar todas juntas! —dijo, decidido a no perder el control del todo.
Las niñas gritaron de alegría y corrieron a seguir con su "obra maestra", aunque lo más probable es que terminaran quemando las galletas o, peor aún, explotando la cocina. Alfred las observaba, y aunque se sentía abrumado por momentos, también empezaba a disfrutar de esos momentos caóticos que nunca habría imaginado.
Más tarde ese día, después de un desastre controlado en la cocina y una larga sesión de limpieza, Alfred se dispuso a sentarse en su despacho, sólo para descubrir que sus hijas ya habían tomado posesión de su escritorio.
Cintia estaba sentada en la silla giratoria, balanceándose de un lado a otro, mientras Cindy jugaba con el teclado de la computadora de Alfred.
—Papá, ¿qué hace esta cosa? —preguntó Cindy, mientras apretaba todos los botones posibles.
—Eso es mi computadora, y no deberían estar jugando con ella —dijo Alfred, intentando sonar firme, pero sin mucho éxito.
—¡Cintia está siendo la jefa ahora! —gritó Carly desde el suelo, donde estaba "organizando" los papeles importantes de Alfred.
—Sí, soy la jefa, ¡y voy a hacer reglas nuevas! —declaró Cintia, con una voz seria.
—Ah, ¿sí? —Alfred cruzó los brazos, divertido—. ¿Y qué reglas nuevas vas a hacer, jefa Cintia?
Cintia se llevó un dedo al mentón, pensando profundamente.
—Primero, todos tienen que comer helado antes de irse a dormir.
—Eso suena razonable —dijo Alfred, sonriendo.
—¡Y también! —intervino Carly, levantando una hoja de papel que había encontrado en el suelo—. Todos los adultos deben jugar con nosotras todos los días.
—¡Sí! —apoyó Cindy, todavía tecleando en la computadora.
—Bueno, chicas, esas son reglas muy interesantes, pero la verdad es que en esta casa ya tenemos reglas. Y una de ellas es que no se juega con las cosas de papá sin permiso —les recordó Alfred.
Cindy soltó el teclado de inmediato, poniendo cara de inocencia.
—¿Entonces… no puedo ser tu asistente? —preguntó, con un tono de decepción.
Alfred se agachó y la miró a los ojos.
—Sabes qué, Cindy. Sí puedes, pero primero necesitamos aprender a trabajar juntos sin causar tanto caos. ¿Trato?
Las tres niñas asintieron al unísono, con sonrisas amplias en sus rostros.
—¡Trato! —gritaron al mismo tiempo.
Alfred sonrió, aliviado de haber logrado un poco de paz. O al menos, eso creía. Porque un segundo después, las tres pequeñas comenzaron a correr alrededor de su escritorio, jugando al "papá perseguido", mientras reían a carcajadas.
Y así, entre travesuras, risas y caos, Alfred Kendall se dio cuenta de que la vida nunca sería la misma. Pero, por primera vez en mucho tiempo, sentía que eso no era necesariamente algo malo.
No podía dejarlas solas en casa. Con un suspiro resignado, Alfred se puso su traje como siempre, ayudó a las niñas a vestirse con lo poco que tenía disponible, y se las llevó consigo a la oficina.
Al entrar a la empresa, las miradas curiosas de los empleados se posaron inmediatamente sobre él y las niñas. Murmullos surgieron a su paso.
—¿Quiénes son esas niñas? —escuchó decir a alguien.
Alfred siguió caminando con paso firme, intentando ignorar las preguntas que surgían a su alrededor. Pero sabía que pronto tendría que enfrentarlas, igual que tendría que enfrentar la verdad sobre las niñas y el repentino desorden en su vida.
Esa noche, ya en la soledad de su despacho, Alfred repasaba los eventos de los últimos días. No podía seguir así. Necesitaba una solución, y rápido. Las niñas necesitaban una madre. Una madre responsable, alguien en quien pudiera confiar.
Bajó las escaleras, esperando tener un momento de paz antes de que las niñas se despertaran. Pero al llegar a la cocina, se encontró con un espectáculo caótico: las tres estaban allí, rodeadas de harina, azúcar y lo que parecía ser una mezcla indefinible en el suelo.