CAPÍTULO CUATRO

1543 Words
CAPÍTULO CUATRO Sartes corría entre las tiendas del campamento del ejército, respirando con dificultad, agarrando el pergamino en su mano y secándose el sudor de los ojos, sabiendo que si no llegaba pronto a la tienda de su comandante, lo azotarían. Se agachaba y zigzagueaba lo mejor que podía, a sabiendas de que su tiempo se estaba agotando. Ya lo habían detenido demasiadas veces. Sartes ya tenía marcas de quemadura en sus espinillas de las veces que se había equivocado, su escozor era uno más entre muchos ahora. Parpadeaba, desesperado, mientras echaba un vistazo al campamento del ejército, intentando adivinar la dirección correcta para correr entre el interminable entramado de tiendas. Había letreros y estandartes que señalaban el camino, pero él todavía estaba intentando aprenderse los dibujos. Sartes notó que algo le cogía el pie y a continuación se tambaleó, el mundo pareció ponerse del revés cuando cayó. Por un instante pensó que había tropezado con una cuerda, pero cuando alzó la vista vio a unos soldados riéndose. El que estaba a la cabeza era un hombre más mayor, con barba canosa de varios días y cicatrices de muchas batallas. Entonces el miedo se apoderó de Sartes, pero también una especie de resignación; así era la vida en el ejército para un recluta como él. No exigió saber por qué el hombre lo había hecho, porque decir algo era un camino seguro hacia una paliza. Por lo que podía ver, prácticamente todo lo era. En lugar de eso, se puso de pie y se sacudió todo el barro que pudo de la túnica. “¿Qué estás haciendo, chaval?” exigió el soldado que le había hecho la zancadilla. “Un encargo para mi comandante, señor”, dijo Sartes, levantando un trozo de pergamino para que el hombre lo viera. Él esperaba que aquello fuera suficiente para mantenerlo seguro. A menudo no lo era, a pesar de las normas que decían que las órdenes tenían prioridad por encima de cualquier otra cosa. Desde el momento en que llegó allí, Sartes había aprendido que el ejército Imperial tenía un montón de normas. Algunas eran oficiales: sal del campamento sin permiso, niégate a cumplir órdenes, traiciona al ejército y te matarán. Ve por el camino equivocado, haz algo sin permiso y recibirás una paliza. Pero también había otras normas. Normas menos oficiales que era igual de peligroso romper. “¿De qué encargo se trata?” exigió el soldado. Los demás se iban reuniendo alrededor ahora. En el ejército siempre faltaban fuentes de entrenamiento, así que si había la perspectiva de divertirse un poco a costa de un recluta, la gente prestaba atención. Sartes hizo lo posible para parecer arrepentido. “No lo sé, señor. Solo tengo órdenes de entregar este mensaje. Puede leerlo si quiere”. Aquel era un riesgo calculado. La mayoría de los soldados corrientes no sabía leer. Tenía la esperanza de que el tono no le valiera un coscorrón en la oreja por insubordinación, pero intentaba no mostrar miedo. No mostrar miedo era una de las normas que no estaban escritas. El ejército tenía al menos tantas de aquellas normas como de las oficiales. Normas acerca de a quien debías conocer para conseguir comida mejor. Acerca de quien conocía a quien y con quien debías tener cuidado, sin importar el rango. Conocerlas parecía la única manera de sobrevivir. “¡Bien, entonces será mejor que continúes con él!” gritó el soldado, dando una patada a Sartes para que continuara moviéndose. Los que estaban allí se rieron como si fuera el mayor chiste que jamás hubieran visto. Una de las más grandes normas no escritas parecía ser que los nuevos reclutas eran un blanco. Desde que llegó, a Sartes le habían dado puñetazos, bofetadas, palizas y empujones. Le habían hecho correr hasta desmayarse, para correr más a continuación. Le habían cargado con tantas herramientas que sentía que apenas podía mantenerse de pie, le habían hecho cargar con ellas, cavar hoyos en el suelo sin razón aparente y trabajar. Había escuchado historias de hombres en las filas a los que les gustaba hacer cosas peores a los nuevos reclutas. Incluso si morían, ¿qué le importaba al ejército? Estaban allí para ser arrojados al enemigo. Todos esperaban que murieran. Sartes había esperado morir desde el primer día. Al final del mismo, había tenido la sensación incluso de desearlo. Se había acurrucado dentro de la tienda extremadamente delgada que le habían asignado y temblaba, con la esperanza de que el suelo se lo tragara. Increíblemente, el día siguiente había sido peor. Otro recluta nuevo, cuyo nombre Sartes desconocía, había sido asesinado aquel día. Lo habían atrapado intentando escapar y les hicieron mirar a todos su ejecución, como si se tratara de algún tipo de lección. La única lección que Sartes había podido ver era lo cruel que el ejército era con cualquiera que mostrara que tenía miedo. Entonces fue cuando empezó a intentar esconder su miedo, sin mostrarlo aunque estuviera allí de fondo casi a cada instante que estaba despierto. Hizo un rodeo entre las tiendas, cambiando brevemente las direcciones para dejarse caer por una de las tiendas que hacían de cantina donde, un día antes, uno de los cocineros había necesitado ayuda para escribir un mensaje para mandar a casa. El ejército apenas alimentaba a sus reclutas y Sartes sentía cómo su estómago rugía ante la expectativa de comida, pero no comió lo que llevaba con él mientras corría hacia la tienda de su comandante. “¿Dónde has estado?” exigió el oficial. Su tono dejaba claro que haberse retrasado por culpa de otros soldados no contaría como excusa. Pero para entonces, Sartes ya lo sabía. En parte era la razón por la que Sartes había ido a la tienda que servía de cantina. “Recogiendo esto de paso, señor”, dijo Sartes, sujetando la tarta de manzana que había oído que era la favorita del oficial. “Sabía que no tendría ocasión de conseguirla por sí mismo hoy”. El semblante del oficial cambió al instante. “Muy considerado, recluta…” “Sartes, señor”. Sartes no se atrevía a sonreír. “Sartes. Podríamos usar a algunos soldados que sepan cómo pensar. Aunque para la próxima vez, recuerda que primero vienen las órdenes”. “Sí, señor”, dijo Sartes. “¿Hay algo que necesite que haga, señor?” El oficial le hizo un gesto con la mano para que se fuera. “Ahora mismo no, pero recordaré tu nombre. Despachado”. Sartes salió del pabellón del comandante sintiéndose mucho mejor que cuando había entrado. No estaba seguro de que aquel pequeño acto fuera suficiente para salvarlo del retraso que le habían ocasionado los soldados. Sin embargo, por ahora parecía haber evitado el castigo y había conseguido alcanzar la posición en la que un oficial sabía quién era. Parecía el filo de un cuchillo, pero el ejército entero lo parecía para Sartes entonces. Hasta el momento, había sobrevivido en el ejército con su astucia y yendo un paso por delante de la peor violencia que había allí. Había visto asesinar a chicos de su edad o darles tal paliza que era evidente que pronto morirían. Aún así, no estaba seguro de cuánto tiempo sería capaz de soportarlo. Para un recluta como él, este era el tipo de lugar donde la violencia y la muerte solo podían aplazarse tanto tiempo. Sartes tragaba saliva al pensar en todas las cosas que podían ir mal. Un soldado podía excederse con una paliza. Un oficial podía ofenderse por una diminuta acción y ordenar un castigo pensado para disuadir a los demás por su crueldad. Podían mandarlo a la batalla en cualquier momento y había escuchado que los reclutas iban a la línea del frente para “hacer limpieza de los débiles”. Incluso el entrenamiento podía ser mortífero, cuando al ejército de poco le servían las armas desafiladas y a los reclutas les daban poca instrucción real. El miedo que se escondía detrás de todos aquellos era que alguien descubriera que había intentado unirse a Rexo y a los rebeldes. No había manera de que lo hicieran, pero incluso la más mínima posibilidad era suficiente para sobrepasar a todas las demás. Sartes había visto el cuerpo de un soldado acusado de simpatizar con los rebeldes. Su propia unidad había recibido órdenes de cortarlo en pedazos para demostrar su lealtad. Sartes no quería terminar así. Tan solo pensar en ello era suficiente para que se le apretara el estómago mucho más que por el hambre. “¡Oye, tú!” llamó una voz y Sartes se sobresaltó. Era imposible deshacerse de la sensación de que quizás alguien había adivinado lo que estaba pensando. Se obligó a sí mismo a, por lo menos, parecer estar tranquilo. Al echar un vistazo Sartes vio a un soldado con la elaborada armadura musculosa de un sargento, con unas marcas de viruela en sus mejillas tan profundas que eran casi como otro paisaje. “¿Tú eres el mensajero del capitán?” “Acabo de venir de llevar un mensaje para él, señor”, dijo Sartes. No era del todo mentira. “Entonces ya me sirves. Ve y entérate por donde andan las carretas con mis suministros de madera. Si alguien te causa algún problema, le dices que te envía Venn”. Sartes le hizo un saludo a toda prisa. “Enseguida, señor”. Salió corriendo con el encargo, pero al irse no se centró en la misión que tenía entre manos. Tomó un camino más largo, un camino más enrevesado. Un camino que le permitiría espiar las afueras del campamento, sus embudos, un camino que le permitiría fisgonear en busca de puntos débiles. Porque, muerto o no, Sartes iba a encontrar el modo de escapar aquella noche.
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