Prólogo
El helicóptero de combate levitaba a diez metros de altura sobre el pantano pestilente, con el rotor de cola parándose a ratos, haciendo que el fuselaje empezase a girar en su sentido natural, opuesto al del rotor principal. Inmediatamente después el rotor de cola volvía a funcionar, y el delicado equilibrio se restablecía de nuevo con peligrosos bandazos hasta la vez siguiente, que podía ser la última. Sin el rotor de cola el helicóptero habría entrado en autorrotación y se habría perdido toda posibilidad de gobernar el aparato.
En la cabina, el piloto luchaba para mantener la estabilidad y la posición, accionando los mandos con una delicadeza y una precisión que contrastaban de manera onírica con su estado: de su hombro izquierdo salía un trozo de cristal proveniente del parabrisas, hundido al menos cinco centímetros en la carne; alrededor de la herida el traje estaba empapado de sangre que se extendía rápidamente hacia el brazo y el tórax del hombre. Muchos otros fragmentos de cristal estaban esparcidos sobre sus rodillas y por el suelo del habitáculo.
A su derecha, el copiloto yacía volcado hacia atrás, sujeto al asiento, degollado por otro trozo de cristal. La sangre borbotaba copiosamente de la carótida seccionada, bombeada sin parar por su corazón ignaro.
El comandante intentaba mantener el helicóptero sobre la posición establecida, pero para ello solo contaba con referencias visuales, ya que cuando el parabrisas había recibido el golpe y los fragmentos les habían saltado encima, al ver la herida de su compañero había vomitado sobre el panel de control, y casi todos los instrumentos habían quedado cubiertos por un líquido amarillento, e invisibles. Con el rotor de cola seriamente dañado, no podía permitirse quitar una mano de los mandos, ni siquiera durante los pocos segundos necesarios para limpiar lo suficiente los instrumentos fundamentales.
Sus únicas referencias eran el horizonte lejano, sobre el cual floraba la luz violeta, innatural, del crepúsculo de ese maldito lugar, y los bosques oscuros a su izquierda, de los que habían surgido pocos minutos antes los otros miembros de la expedición.
En el área de carga, detrás de la cabina de pilotaje, dos soldados yacían en el suelo en posiciones absurdas, como dos sacos de patatas arrojados sin cuidado. El primero era robusto, de mediana estatura, con el pelo n***o y la barba de algunos días. Su pierna derecha estaba sujeta con una férula para mantener alineado el fémur destrozado; habían cortado sus pantalones y le faltaba la bota. Toda la pierna estaba cubierta con sangre coagulada. El hombre estaba inconsciente por la pérdida de sangre causada por la brutal fractura. Su ritmo cardíaco era lento y débil, su cuerpo estaba frío, con una palidez mortal.
El segundo soldado era una mujer. Era rubia, con pelo corto, apelmazado por la sangre que goteaba de una herida enorme en la cabeza, sobre la oreja izquierda. Una porción de piel de un diámetro de al menos seis centímetros había desaparecido, junto al pelo que la cubría, y esa deformación resultaba absurda al lado de las facciones suaves de la chica, mandíbula redondeada, barbilla discreta, nariz ligeramente puntiaguda y labios carnosos. Sus ojos estaban cerrados, pero los párpados se movían como a sacudidas, sin llegar a abrirse. Sus labios temblaban, como pronunciando un discurso silencioso, y su cuerpo era recorrido por los escalofríos provocados por la fiebre alta.
Los uniformes de ambos eran completamente anónimos, carentes de cualquier símbolo. Ningún escudo con el nombre, ningún grado, nada que pudiese identificarlos. Eran SAS, Special Air Service, la unidad de fuerzas especiales mejor preparada del mundo. Eran combatientes superiores, preparados para operar y sobrevivir en condiciones imposibles, con cualquier clima y contra cualquier enemigo, rápidos, eficientes, mortales. Sus misiones siempre eran secretas, por lo que su identidad debía ocultarse.
Y ahora estaban inermes y eran sacudidos de un lado para otro con cada bandazo del helicóptero, mientras lo único que impedía que cayeran era una cuerda atada a su cintura y asegurada a un asa del compartimento de carga.
Las armas de a bordo estaban completamente descargadas, incluida la novísima arma de plasma, que ahora se balanceaba medio fundida fuera de su soporte, bajo el vientre del helicóptero. Era el primer prototipo, y no estaba previsto que debiese disparar continuamente durante un periodo prolongado. Y todo esto solo por intentar llegar al punto de contacto y mantener la posición.
—¡Adams! ¡Prepárate para descender! —la llamada llegó fuerte y clara a los auriculares del piloto.
Justo en ese momento el rotor de cola vaciló otra vez, pero el piloto recuperó rápidamente el equilibrio, mientras respondía:
—¡Listo, señor!
Bajo el helicóptero, en la cuenca formada por el giro de las palas sobre el agua pútrida, tres figuras estrechamente reagrupadas eran arrastradas por el flujo cíclico de aire que se abatía violentamente sobre ellas.
El comandante Camden estaba disparando sin cesar hacia los bosques con la ametralladora de campo, sujetándola con el brazo a pesar de su tamaño prohibitivo. El arma estaba caliente y era pesadísima. El soldado apretaba los dientes mientras la sostenía con sus manos quemadas, el dedo contraído sobre el gatillo, los ojos inyectados en sangre, expresando un odio feroz, inextinguible, que se convertía en un torrente de balas que el cañón n***o de aquel instrumento de muerte vomitaba sin pausa. Camden estaba cubierto de sangre de los pies a la cabeza, en parte por algunas heridas superficiales en el tórax y en los brazos, pero, sobre todo, por la sangre de los compañeros heridos a los que había ayudado y arrastrado hasta el punto de recogida.
—¡Comandante!
Camden oyó a malas penas a la chica que gritaba para superar el martilleo continuo de la ametralladora. Con los pies firmemente anclados en el fango del pantano, sujetaba por debajo de los brazos a un chico inconsciente, de piel oscura, que yacía boca abajo y estaba medio sumergido en el agua. Su cabeza se balanceaba inerte, la boca entreabierta, los ojos cerrados. De una enorme herida en su abdomen salía parte de sus tripas.
La chica miraba con desesperación hacia el bosque, después al chico herido, después al comandante que seguía disparando. Estaba llegando al límite de sus fuerzas, el pelo n***o estaba pegado a la cabeza por el sudor y la mugre, que recubrían todo su cuerpo de color de café con leche, al que se adhería la ropa empapada de fango maloliente.
—¡Mayor! —volvió a llamar, con un grito histérico.
Camden le respondió gritando a su vez, sin dejar de vomitar fuego hacia el bosque.
—¡Ahora tenemos suficiente ventaja para que el helicóptero pueda aterrizar!
»¡Adams! ¡Ahora!
—¡Roger1, Señor!
Adams inició el descenso, pero cuando estaba a unos seis metros de cota el rotor de cola se paró y el helicóptero entró en autorrotación. El piloto intentó inútilmente hacer funcionar el rotor, al mismo tiempo que maniobraba para intentar elevar el aparato.
—¡Emergencia, emergencia! ¡Quitaos de ahí! —gritó Adams.
Camden percibió el helicóptero fuera de control por el rabillo del ojo, y comprendió la situación inmediatamente. No tenían tiempo para huir, y, de todas formas, ser aplastado por el helicóptero que se precipitaba era preferible al atroz destino que se aproximaba desde el bosque. En su cara se pintó una sonrisa irónica y su mirada se iluminó con una luz diabólica, la expresión de un hombre que mira cara a cara a su propia muerte, y al desafío que se le presenta. Siguió disparando brutalmente en la oscuridad, sin ni siquiera sentir el dolor del metal incandescente o el peso del arma.
La chica comprendió.
—¡No! —gritó desesperada, con toda la energía que le quedaba—. ¡No, no, no! ¡Ahora no! —sollozó desesperada—. Estábamos tan cerca, tan cerca... ¡¿por qué?! ¡¿Por qué?!
Bajó la mirada hacia el chico herido, y un inmenso desaliento le anegó el alma. Estaban a un paso de la muerte, ahora.
Su corazón palpitó.
Y en ese momento terrible, mientras sujetaba a su chico, con el helicóptero que podía aplastarla en cualquier momento, con el tronar de la ametralladora que le descomponía los miembros, y con las piernas sumergidas hasta los muslos en aquella agua fétida, sus pensamientos se centraron en aquello que ella había ignorado durante tanto tiempo, y que había encerrado en una esquina recóndita de su memoria.
Levantó su mirada al cielo, y con las lágrimas que le regaban las mejillas azotadas por el viento cíclico generado por el helicóptero averiado, empezó a rezar.
—Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu Voluntad así en el cielo como en la tierra...