Al despertar al día siguiente, me percaté de que estaba completamente desnuda, salvo por una chaqueta de cuero negra que estaba tirada sobre mí. La textura áspera de la chaqueta contrastaba con la suavidad de mi piel expuesta al aire frío de la mañana, siendo una sensación que me recordaba el abismo de la noche anterior.
El dolor se extendía por todo mi cuerpo, incluso entre las piernas, y cada respiración era una lucha contra el peso invisible que oprimía mi pecho. Parecía que cada inhalación arrastraba consigo la memoria de lo sucedido, como si el aire mismo estuviera impregnado de la brutalidad que había enfrentado.
Cada bocanada quemaba mis pulmones, como si estuviera inhalando ácido, mientras el amargo sabor del miedo persistía en mi boca. Me sentí miserable, acurrucada bajo la protección solitaria de la chaqueta del hombre desconocido, una frágil barrera entre mi vulnerabilidad y el mundo exterior.
Con la chaqueta como mi única protección, me levanté y comencé a caminar, dejando atrás el lugar donde había sido víctima de la crueldad de la noche. Mis pasos eran inciertos, cada uno reflejando mi confusión y desesperación. No quería detenerme; deseaba desaparecer, como si pudiera fundirme con el suelo bajo mis pies y escapar de mis tormentos internos.
Cuando llegué a lo que sentí como las puertas del infierno, simplemente las atravesé, adentrándome en un abismo de dolor y desesperanza que amenazaba con consumirme por completo. El frío de la mañana aún se aferraba a mi piel mientras la chaqueta de cuero intentaba ofrecer una calidez que no podía alcanzar mi corazón. Ese día marcó el inicio de mi descenso, un pasado que se entrelazaba con cada momento presente.
★ Fin del flashback.
Estaba en el restaurante, mi lugar de trabajo, intentando sumergirme en la monotonía de lavar platos, un refugio habitual para mi mente perturbada. Sin embargo, hoy no había alivio en ese acto repetitivo. Al notar que se me había roto un plato mientras lo lavaba por tercera vez, mi jefa se acercó, su mirada inquisitiva reflejaba la impaciencia ante mi aparente desconexión con la realidad.
Por lo general, lavar los platos me ayuda a relajarme, pero esta vez no. Cada movimiento era una lucha contra el temblor de mis manos y el eco persistente de mis traumas pasados. Solo pude mirar las numerosas piezas que aún descansaban al costado de mis pies, que eran fragmentos rotos que simbolizaban mi propia desintegración emocional.
Mi jefa me despidió esa misma tarde, un último golpe en una serie de reveses que amenazaban con ahogarme en un mar de desesperación y desamparo.
Mi apartamento estaba cerca del restaurante, así que caminé hasta allí. Cada paso era una batalla contra la opresión de mis propios pensamientos oscuros y la incertidumbre de un futuro que se desmoronaba. Cuando abrí la puerta, encontré dos sobres sobre la mesa, pequeñas cápsulas de posibilidad en un mundo que se desmoronaba a mi alrededor.
Pero esas cápsulas no contenían esperanzas, sino una cruel realidad que amenazaba con consumir todo a su paso. Los sobres me recordaban que debía dos meses de alquiler, mientras las facturas de luz y agua se acumulaban, y mi bolsillo seguía vacío.
El salario del restaurante apenas cubría mis necesidades básicas, y la búsqueda de empleo en mi campo de estudio universitario resultaba infructuosa debido a los absurdos requisitos de experiencia. ¿Cómo se supone que tenga diez años de experiencia si apenas he salido de la universidad?
Agarré mi vieja computadora portátil y me senté en el borde de la cama, sintiendo el peso del mundo sobre mis hombros. Envié currículums a diestra y siniestra, pero las respuestas eran escasas y las oportunidades, inexistentes. Desesperada por la situación financiera, sentía que cada día era una lucha más para mantenerme a flote.
La próxima semana, la luz se cortaría, y mi casera, persistente, no pararía en su intento de cobrarme. Sin embargo, un rayo de esperanza se abrió paso entre las sombras cuando recibí una respuesta a uno de mis correos electrónicos: una entrevista en la prestigiosa empresa «Prime Industry». Aunque desconcertada por el mensaje en alemán, confirmé mi asistencia, aferrándome a la posibilidad de un cambio en mi suerte.
Con el corazón latiendo con fuerza, me preparé para la entrevista, vistiendo mi mejor atuendo y tratando de ignorar la ansiedad que se apoderaba de mí. Al llegar a la recepción del imponente edificio, me vi confrontada con la indiferencia del recepcionista, cuya frialdad me heló hasta los huesos. Mientras ascendía en el elevador hacia el piso 35, mis nervios aumentaban con cada segundo que pasaba. La incertidumbre y el temor se entrelazaban en mi mente, pero mantenía la esperanza de que esta entrevista pudiera ser mi tabla de salvación.
Sin embargo, cuando las puertas se abrieron en el piso 35, me encontré con una multitud de aspirantes como yo, todos ansiosos por asegurarse un lugar en el mundo laboral competitivo. A pesar de que las manecillas del reloj indicaban las diez de la mañana, el tiempo parecía detenerse mientras esperábamos ser llamados uno por uno para nuestras entrevistas.
Finalmente, después de horas de espera, llegó mi turno alrededor de la una de la tarde. Con paso aprensivo, me dirigí hacia la puerta de la oficina, donde la secretaria, con gesto amable, me indicó el camino y abrió la puerta para mí. Con un susurro suave, la puerta se cerró tras de mí, y mis ojos siguieron su movimiento hasta que se completó el cierre.
Una sensación de nerviosismo me invadió al ver al hombre inclinado sobre su escritorio, absorto en la lectura de algún documento. Me pregunté si estaría repasando mi expediente, una mezcla de emociones se agolpaba en mi interior, especialmente al dejar en blanco la sección que preguntaba por el puesto que aspiraba dentro de la empresa, una elección que revelaba mi falta de experiencia.
—Señorita Clark, tome asiento —pronunció el hombre sin levantar la mirada de los papeles que tenía delante, sumergido en su tarea.
Con pasos lentos y cautelosos, me aproximé al escritorio y me acomodé en una de las sillas que había frente a él. Solo entonces, el hombre dirigió su atención hacia mí. Cuando nuestros ojos se encontraron, noté un ligero fruncir de sus labios, como si estuviera evaluando más que mis palabras. Sus dedos tamborileaban suavemente sobre el escritorio, un gesto casi imperceptible que revelaba su paciencia limitada. Mi pulso aceleró, y mis manos, temblorosas, se aferraron al borde de la silla, buscando una estabilidad que parecía cada vez más esquiva.
Sentí como si estuviera al borde del desmayo y luché por mantener la compostura, buscando desesperadamente aire fresco.
—¿Se encuentra bien, señorita? —la voz del hombre rompió el silencio, y un escalofrío recorrió mi espalda al reconocer un destello de familiaridad en su rostro. Aunque sus rasgos eran distintos, había algo en él que me resultaba conocido, como si nos hubiéramos cruzado en algún momento anterior, tal vez en un lugar completamente diferente, como aquel encuentro fortuito en un club, cuando una joven salió del baño y chocó contra un joven que estaba con sus amigos.