CAPÍTULO CUATRO
Sartes despertó, dispuesto a luchar. Intentó ponerse de pie, renegó al no poder y una figura de aspecto duro que estaba delante de él lo empujó con su bota.
“¿Crees que tienes espacio para moverte aquí?” dijo bruscamente.
El hombre llevaba la cabeza afeitada y tenía tatuajes, le faltaba un dedo por alguna que otra pelea. Hubo un tiempo en el que Sartes seguramente se hubiera estremecido por el miedo al ver a un hombre así. Pero esto era antes del ejército y la rebelión que le había seguido. Era antes de ver el aspecto real que tenía el mal.
Allí había otros hombres, embutidos en un espacio con las paredes de madera, con la única luz que entraba de unas pocas grietas. Fue suficiente para que Sartes pudiera ver y lo que vio distaba mucho de ser esperanzador. El hombre que había delante de él era el que tenía un aspecto menos duro de los que había allí, y solo la cantidad de ellos bastó para que, por un instante, Sartes sintiera miedo, y no solo por lo que pudieran hacerle a él. ¿Qué se podía esperar si estaba atrapado en un espacio con hombres como aquellos?
Tuvo la sensación de que estaban en movimiento, y Sartes se arriesgó a dar la espalda a la multitud de matones para poder mirar a través de una de las grietas de las paredes de madera. Fuera, vio que pasaban por un paisaje polvoriento y rocoso. No reconocía la zona, pero ¿a qué distancia podían estar de Delos?
“Una carreta”, dijo. “Estamos en una carreta”.
“Escuchad al chico”, dijo el hombre de la cabeza afeitada. Representó una escandalosa aproximación de la voz de Sartes, alejada de ser en absoluto reconocida. “Estamos en una carreta. El chico es un verdadero genio. Bueno, genio, ¿y si cierras la boca? Sería una pena que continuáramos nuestro viaje hacia las canteras de alquitrán sin ti”.
“¿Las canteras de alquitrán? dijo Sartes y vio que una ráfaga de ira cruzaba el rostro del otro hombre.
“Creo que te dije que te callaras”, dijo bruscamente el matón. “Quizás si hago que te tragues unos cuantos dientes de una patada, lo recordarás”.
Otro hombre se desperezó. El espacio limitado apenas parecía suficiente para albergarlo. “Al único que oigo hablar aquí es a ti. ¿Por qué no cerráis los dos el pico?”
La rapidez con que lo hizo el hombre de la cabeza afeitada le dijo mucho a Sartes de lo peligroso que era aquel otro hombre. Sartes dudaba de que pudiera encontrar algún amigo en un momento así, pero del ejército sabía que los hombres así no tenían ningún amigo: tenían parásitos y tenían víctimas.
Era difícil mantenerse en silencio ahora que sabía hacia donde se dirigían. Las canteras de alquitrán eran uno de los peores castigos que tenía el Imperio; tan peligroso y desagradable que aquellos a los que enviaban allí tenían suerte si sobrevivían un año. Eran lugares calurosos, mortales, donde se podían ver los huesos de dragones muertos sobresaliendo del suelo, y los guardias ni siquiera se lo pensaban cuando arrojaban a un prisionero enfermo o a punto de desmayarse en el alquitrán.
Sartes intentaba recordar cómo había llegado allí. Había estado explorando para la rebelión, intentando encontrar una puerta que permitiera entrar a Ceres a la ciudad con los hombres de Lord West. La había encontrado. Sartes recordaba el júbilo que sintió entonces, porque era perfecta. Había vuelto corriendo para intentar contárselo a los demás.
Estaba muy cerca cuando aquel tipo oculto con una capa lo agarró; tan cerca que casi podía sentir que tocaba la entrada del escondite de la rebelión si estiraba el brazo. Se había sentido como si estuviera por fin a salvo, y se lo habían arrebatado.
“Lady Estefanía le manda saludos”.
Las palabras resonaban en la memoria de Sartes. Habían sido las últimas palabras que escuchó antes de que lo golpearan hasta dejarlo inconsciente. A la vez le estaban diciendo quién hacía aquello y qué había fracasado. Le habían dejado tenerlo muy cerca para después quitárselo.
Había dejado a Ceres y a los demás sin la información que Sartes había conseguido encontrar. Estaba preocupado por su hermana, por su padre, por Anka, y por la rebelión, sin saber qué sucedería sin la puerta que él había logrado encontrar para ellos. ¿Conseguirían entrar en la ciudad sin su ayuda?
Lo habían conseguido, se corrigió Sartes, porque entonces, de un modo u otro, ya estaría hecho. Habrían encontrado otra puerta, o un camino alternativo para entrar en la ciudad, ¿verdad? Seguro que sí, porque ¿cuál era la alternativa?
Sartes no quería pensar en ello, pero era imposible evitarlo. La alternativa era que podrían haber fracasado. En el mejor de los casos, puede ser que pensaran que no podrían entrar sin tomar una puerta, y quedaran atrapados allí mientras el ejército avanzaba. En el peor de los casos… en el peor de los casos, puede que ya estuvieran muertos.
Sartes negó con la cabeza. No iba a creer aquello. No podía. Ceres encontraría el modo de superar todo aquello, y ganar. Anka era más ingeniosa que cualquier persona que jamás hubiera conocido. Su padre era fuerte y firme, mientras que los otros rebeldes tenían la determinación que les daba el saber que su causa era honrada. Encontrarían la manera de vencer.
Sartes debía pensar que lo que le estaba sucediendo a él también era temporal. Los rebeldes ganarían, lo que significaba que capturarían a Estefanía y ella les contaría lo que había hecho. Irían a por él, como su padre y Anka hicieron cuando se había quedado atrapado en el campamento del ejército.
Pero a qué lugar tendrían que venir. Sartes echó un vistazo mientras la carreta avanzaba dando tumbos a través del paisaje, y vio que la llanura daba paso a canteras y a un entorno rocoso, a charcos burbujeantes de oscuridad y calor. Incluso desde donde él estaba, sentía el olor penetrante y amargo del alquitrán.
Había gente allí, trabajando en filas. Sartes vio que estaban encadenados por parejas mientras excavaban el alquitrán con cubos y lo recogían para que otros pudieran usarlo. Vio que los guardias estaban encima de ellos con látigos y, mientras Sartes miraba, un hombre se desplomó a causa de la paliza que estaba recibiendo. Los guardias le quitaron la cadena y de una patada lo arrojaron al hoyo de alquitrán más cercano. El alquitrán tardó un buen rato en tragarse sus gritos.
Entonces Sartes quiso apartar la vista, pero no pudo. No podía desviar la mirada de todo aquel horror. De las jaulas que había al aire libre y que evidentemente eran las casas de los prisioneros. De los guardias que los trataban como si fueran poco más que animales.
Observó hasta que la carreta se detuvo de forma abrupta, y los soldados la abrieron con armas en una mano y cadenas en la otra.
“Prisioneros fuera”, gritó uno. “¡Fuera, o prenderé fuego a la carreta con vosotros dentro, escoria!”
Arrastrando los pies, Sartes salió a la luz con los demás, y ahora pudo internalizar aquel horror por completo. Los gases de aquel lugar eran casi abrumadores. Las canteras de alquitrán que los rodeaban burbujeaban con unas combinaciones extrañas e impredecibles. Mientras Sartes estaba mirando, un trozo de tierra que estaba cerca de una de las canteras cedió y cayó dentro del alquitrán.
“Estas son las canteras de alquitrán”, anunció el soldado que había hablado. “No os molestéis en acostumbraros a ellas. Habréis muerto mucho antes de que esto suceda”.
Lo peor, intuía Sartes mientras le colocaban un grillete en el tobillo, era que era posible que tuviera razón.