Cuartel General de la Gendarmería Vaticana, 13.45 horas
La Casoni y Wolfgang estaban sentados en la sala de emergencias de la Gendarmería, dispuestos alrededor de la gran mesa de vidrio concentrados en consultar fotos, documentos e informes de la científica. Papeles por todos lados mientras doce pantallas de plasma enviaban continuamente imágenes de las cámaras de vigilancia. Por lo que Santini entendía, eran imágenes que no presagiaban nada bueno y, después de las explicaciones recibidas del Santo Padre, estaba seguro que los asesinos habían eludido la vigilancia. Porque de eso se trataba, un comando a sueldo de aquella organización desconocida para él hasta ahora: el Crepúsculo. Los dos estaban intentando finalizar la videoconferencia con el Comisario Ayala, que había regresado a la Jefatura para una sesión informativa con el Jefe de los Fiscales de la República del Tribunal de Roma y, por añadidura, con los Ministros del Interior y del Exterior. La noticia debía ser revelada a la prensa y las implicaciones, también políticas, habrían sido devastantes para ambos Estados: Italia porque tenía el deber de defender los límites del Vaticano; el Vaticano porque había sufrido tres homicidios bajo las narices de la eficientísima Gendarmería. Santini se acomodó en una silla alejada y empezó a comprobar qué sandwich, entre los que quedaban, habría encontrado a su gusto, eligió uno con tomate y mozarela, pensó que también lo habría comido la Abogada considerando que le daba la impresión de ser una de esas mujeres eternamente a dieta.
-¡Bienvenido, Tom! Empezó Wolfgang levantando la vista hacia el amigo.
La Casoni lo fulminó con la mirada, antes de volverse hacia Santini.
-Espero que ahora me explicará cómo son en verdad las cosas. ¿Quién es usted, Santini? ¿Cuál es su rol? El Inspector General aquí me contesta siempre que usted es una suerte de seguridad nacional, pero si va a formar parte de la investigación, debo saber con quién estoy trabajando.
La Abogada se levantó y empezó a caminar arriba y abajo por la sala, en espera de una respuesta. Cruzando la mirada con el amigo, Wolfgang comprendió que Santini había recibido órdenes, entonces esperó que fuese él quien tomara las riendas de la situación. Y entonces Santini invitó a la magistrada sentarse con la intención de contar una versión lo más creíble posible.
-Le pido perdón, Doctora, pero también nosotros tenemos necesidad de recibir órdenes precisas de nuestros superiores.
Wolfgang palideció ante la sola idea de que Santini revelase más de lo necesario, pero se tranquilizó cuando escuchó el resto.
-Soy el asistente del Secretario de Estado Vaticano. Ante tanta desfachatez incluso Santini mismo no se lo creía, sin embargo habría recibido la indulgencia plenaria también por cualquier pequeña mentira. Y sin saber si estaba autorizado a dejar conocer mi identidad, me permití, con la obligada complicidad del Inspector General Wolfgang, no revelársela enseguida.
¡Es bravo nuestro Tom! Parecía decir la expresión asombrada de Wolfang.
Santini había encontrado una excusa que justificaba su cercanía al Secretario de Estado y que no disminuía la autoridad del Inspector General de la Gendarmería. De hecho, como asistente personal del Cardenal Oppini, podía ser visto como un representante de la autoridad de Gobierno, seguramente superior a cualquier fuerza militar o de Policía Vaticana.
Frente al aire perplejo de la Abogada, aumentó la dosis.
-Ahora pudo decirle que desde este momento el Inspector General Wolfgang tiene sus órdenes, tengo aquí el documento firmado por el Secretario de Estado que autoriza a la Gendarmería a colaborar, sin límite alguno, con las autoridades italianas. Santini pensó que había concedido demasiado y precisó: solo una cosa, Doctora, dentro de los límites del Estado Vaticano, cualquiera podrá acceder solo si es acompañado por el Inspector General o uno de sus hombres y no serán permitidas autopsias en los cuerpos de nuestros eminentísimos guardianes de la Biblioteca, solo tendrá que conformarse con el relato médico de nuestros encargados. Esta decisión creo, le será comunicada en breve.
No tuvo tiempo de terminar la frase cuando el celular de la magistrada empezó a sonar, era el Jefe de Fiscales que confirmaba las palabras de Santini y la invitaba a su oficina para ver cómo iba la investigación y organizar la conferencia de prensa conjunta de aquel atardecer, que se desarrollaría en la sala de conferencias del Vaticano. Estaría presente el Presidente del Consejo Italiano, quien consideraba que un delito como aquel merecía la total atención de la máxima autoridad gubernamental de Italia, porque el mundo entero se habría horrorizado frente a tal tragedia sobre la que sería necesario echar una luz. A Santini solo le bastaba sacar de en medio la molestia de aquella Abogada y suspiró con alivio cuando Wolfgang la acompañó al auto de la escolta, que la esperaba fuera de las puertas de la Gendarmería. ¡Se fue! Pensó. No imaginaba cuánto, en cambio, se estaba equivocando.
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