Ciudad del Vaticano, 11.30 horas
El Secretario de Estado Vaticano, Cardenal Federico Oppini, convocó a Wolfgang y Santini además que a la Doctora Casoni y el Comisario Ayala. Estos últimos esperaron pacientemente ser recibidos, mientras los dos investigadores del Estado Vaticano fueron hechos entrar rápidamente.
La Casoni y el Comisario sabían bien que se encontraban dentro de un territorio particular, donde su jurisdicción era limitada y, en cierta forma, los rituales, la burocracia y las reglas resultaban incomprensibles para ellos. Además, no era ni mucho menos algo inusual, más bien, se descontaba que el Secretario de Estado consultase a sus propios investigadores antes que a los extranjeros, para usar un eufemismo caro al Inspector General de la Gendarmería. Mientras tanto, la Abogada había encontrado lo agradable que era: esa pequeña sala circular estaba rodeada de cuadros y tapices de rara belleza, el techo a tramos reproducía una pintura de la creación que habría quitado el aliento a cualquier apasionado del arte. Terminó con aquella admiración cuando se abrió la mastodóntica puerta que señalaba la entrada a una gran sala, igualmente hermosa y colmada de arte antiguo.
Los guardias suizos levantaron las alabardas para dejar pasar al asistente del Secretario de Estado que se dirigió a los dos.
-Su Eminencia los está esperando y se disculpa por la demora. Si quieren seguirme por cortesía.
Los introdujo en un salón donde, cómodamente dispuestos en los suntuosos sillones alrededor de una mesa oval, estaban Santini, Wolfgang y naturalmente, el Secretario de Estado. La Casoni se dio cuenta enseguida de sus posiciones: Santini a la derecha del Cardenal Oppini, Wolfgang en la parte opuesta de la mesa. Y también notó que ellos dos habían sido instalados cerca de Wolfgang. Claramente era una disposición jerárquica interna; la Casoni pensó que no se equivocaba, ese Santini era algo más que un simple gendarme. Ella, Ayala y Wolfgang deberían responder a la autoridad que, por cómo había entendido, estaba representada exactamente por Santini y el Cardenal Oppini. Estos dos conversaban en voz baja, a la Abogada le pareció haber entendido alguna palabra en latín, pero lo extraño era que no parecían jerárquicamente diferentes, más bien daban la impresión de estar a la par. Sin embargo, el Secretario de Estado era un Cardenal, un Príncipe de la Iglesia, solo inferior al Papa y Santini no parecía un Cardenal ciertamente. Es más, se había dado cuenta cómo poco antes, le miraba las piernas. Por eso pensó que no se trataba ni de un sacerdote. ¿Pero entonces quién es? Pensó ella. Su instintiva curiosidad prevaleció e intentó comunicarse con Wolfgang, quien no le dio ni tiempo a respirar, ya le había leído, en la expresión de su cara, la pregunta que le habría hecho.
-¡Ya se lo dije, Doctora! Cuestiones de seguridad nacional. Le dijo Wolfgang, levantando un muro frente a esa pregunta, pero que ella guardó en su mente.
El Cardenal Oppini no perdió tiempo en convenciones y se volvió al grupo de los tres en el lado opuesto de la mesa.
-Estoy consternado por lo sucedido, empezó con calma y con el tono de alguien que no puede ser contradicho, pero debo ser consciente de la situación. Hablé con el Presidente de la República, el Ministro del Interior y el Presidente del Consejo Italiano: me aseguraron que si bien las investigación está bajo la jurisdicción de la magistratura italiana, tanto ésta como la Policía deberán trabajar con nuestros investigadores en el proceso. Pero no se podrá acceder a los lugares que se encuentran dentro del Estado Vaticano. Ese será trabajo de la Gendarmería y la Guardia Suiza, ambas estructuras estarán autorizadas a compartir toda información con la Doctora Casoni y su staff. El homicidio está en jurisdicción de las leyes vaticanas, el procedimiento penal es de las italianas. Queda claro que el Vaticano es, sin embargo, un Estado independiente y soberano con sus leyes y reglas que serán respetadas.
-Tendré que esperar las debidas instrucciones de mis superiores, Su Eminencia. Expresó con irreverencia la Doctora Casoni. Pero esto podrá influir negativamente en las investigaciones que, si me permite, son mi responsabilidad.
-Veremos, Doctora, veremos, concluyó Oppini como si no tuviera en cuenta su pensamiento, mientras tanto diríjanse al Inspector General Wolfgang mientras ella, Inspector, sabe bien a quien debe responder. Ahora, si me permiten, otras importantes actividades me esperan. Gracias por su colaboración, señores.
El Secretario de Estado susurró algo a Santini y fue ayudado a levantarse por el asistente, como si hubiese leído su pensamiento. Dejó la sala sin otras consideraciones.
-Pensé que debíamos llegar al meollo de la cuestión, dijo la Casoni, en cambio Su Eminencia parecía más interesado en pedir nuestro alejamiento.
-Vayamos a mi oficina. Propuso Wolfgang cuando, poniéndose de pie, hizo saber que había llegado el momento de salir.
La Casoni y Ayala, no sin comentarios y quejas, siguieron a Wolfgang por los tortuosos pasillos del Vaticano, hasta la Gendarmería que estaba ubicada fuera de los muros del Estado. Era regla que cualquier fuerza militar no podía tener su sede dentro del Estado, aparte de los guardias suizos que son el cuerpo de defensa personal del Papa y de los Cardenales. Por acuerdos con Italia, el Vaticano autorizaba el uso de la Policía italiana y los Carabineros solo para trabajos de vigilancia y control sobre el propio suelo, pero cualquier cuerpo militar no podía transitar por el Estado Vaticano sin supervisión de Gendarmería. También la Gendarmería Vaticana era, de todos modos, considerada un arma militar. Aun disfrutando de amplia jurisdicción, como fuerza de Policía y de seguridad pública, tenía sin embargo su propia sede fuera de los límites. El trabajo de vigilar dentro de la ciudad Vaticana, en cambio, era de competencia exclusiva de la Guardia Suiza. Santini, mientras tanto, se despidió del grupo aduciendo una excusa que no convenció a ninguno. Los pensamientos de la Abogada sobre él eran de diferente contenido y por lo tanto no prestó atención a la justificación.
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