Ciudad del Vaticano, 10.00 horas

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Ciudad del Vaticano, 10.00 horas ¡Que curiosa sensación de impotencia! Esta reflexión acompañó a Santini todo el trayecto que desde la tumba de los Papas llevaba a la Biblioteca. Meandros de pasillos, docenas de puertas para abrir, centenares de metros por recorrer, el ir y venir de personas. ¿Por qué asesinar a los guardianes? ¿Por qué los tres y, sobre todo, por qué dos en sus habitaciones y el otro dentro de un sepulcro papal? Y además, ¿por qué aquel Santo Papa específicamente? ¿Qué conexión podían tener aquella tumba, aquel lugar y aquel Papa? Y aún más, ¿Por qué Monseñor Paolini había sido colocado en posición fetal? El Bibliotecario de la Santa Iglesia Romana y el Prefecto de la Biblioteca vaticana habían sido encontrados muertos, cada uno en su propia cama, sin composiciones extrañas o señales de lucha: sorprendidos durante el sueño. Los tres guardianes del archivo Vaticano muertos en el mismo momento, quizás por la misma razón, probablemente en manos del mismo o mismos asesinos, pero con un modus operandi diferente solo para uno de ellos. El Bibliotecario de la Santa Iglesia Romana, Cardenal Joseph Mhouza, responsable absoluto del archivo. Hombre de excepcional cultura, un príncipe de la Iglesia que detentaba el poder del saber y que respondía solo al Papa de su propio trabajo. Bien, estaba establecido que todos debían responder al Papa, de hecho, la Iglesia es una monarquía absoluta. También la ONU, aunque reconocía y respetaba al Estado Vaticano, no lo admitía en algunas comisiones porque se trataba de un Estado sin democracia en tanto no concedía ni profesaba la libertad de religión. Aparte de eso, el Bibliotecario era hombre poderoso no solo en el interior de la Iglesia, de hecho, era el guardián del saber universal, único depositario de una colección inimaginable de cultura, único y venerado guardián de un maravilloso y envidiable tesoro. El Prefecto, Profesor Anthony Glamour, no era un seguidor de la Iglesia, sino un iluminado y simpático profesor de la Universidad de Cambridge, que se había distinguido en la comunidad científica por su vasto bagaje de conocimientos. La figura del Prefecto, por regla eclesiástica, era la única concesión que la Iglesia garantizaba a la comunidad científica: lao a lado con el Bibliotecario en su trabajo, estudiando el material que solo él decidiera poner a su disposición. En la práctica, la Iglesia compartía solo la información que consideraba oportuna en el momento que le agradara. Pero no lo hacía con todos, más bien solo a los individuos que poseían conocimientos y requisitos extraordinarios, especialmente en la Fe. Para lo cual, de vez en cuando, la comunidad científica proponía unos candidatos y el mismo Bibliotecario, recibida la propuesta, confirmaba el nombre después de una miríada de verificaciones académicas y cristianas. Solo él, entonces, después de una severa instrucción, elegía entre ellos al candidato para cubrir el cargo de Prefecto y la duración de su mandato. El Prefecto, además, debía someterse a complejos juramento con el fin de que usase el conocimiento que se le concedía, solo con propósitos científicos y pacíficos. Era él, finalmente, quien apoyaba al Bibliotecario en las relaciones con la comunidad científica. El verdadero asistente del Bibliotecario era, sin embargo, el Vice Prefecto, el pobre Monseñor Paolini, también él, hombre de vasta cultura que ocupaba ese importante rol dentro de la jerarquía eclesiástica. Los tres eran personas extremadamente pacíficas. ¿Entonces por qué? LA Policía Científica había decretado la causa de la muerte: ¡envenenamiento con monóxido de carbono! Gas inhalado en las habitaciones en cantidades letales y fulminantes, los técnicos lo habían encontrado abundantes rastros en el aire como para quitar toda duda: ¡homicidio! Los tres cadáveres fueron transportados a la morgue del Hospital Vaticano, a disposición de los investigadores, con modalidades que se discutirían en el encuentro convocado por el Secretario de Estado Vaticano, Cardenal Federico Oppini. Fuera de la Biblioteca, el resto del territorio Vaticano había sido reabierto al público que, como se podía imaginar, habría sido un verdadero y pleno río en crecida por efecto de los diferentes retenes que Policía y seguridad habían levantado alrededor de la Basílica. Nadie sabía ni sospechaba nada, conocerían la noticia en los noticieros aquella misma noche con excepcional prominencia de los medios porque, en el Vaticano, estos homicidios múltiples nunca se habían producido. A los periodistas, las autoridades investigativas de los dos Estados habrían informado claramente cómo estaban colaborando para encontrar a los responsables y garantizar la justicia. A nadie hasta aquel momento, sin embargo, le había pasado por la cabeza r a mirar el interior del archivo de la Biblioteca Vaticana. 4
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