Ciudad del Vaticano, 9.30 horas
El coche se abrió paso entre la gente. La habilidad del conductor, las luces centelleantes y la sirena obligaron a la gente a apartarse y, sin obstáculos, el vehículo se detuvoa los pies de la escalinata principal de la Basílica. Inmediatamente el conductor bajó del auto y abrió la puerta a Tommaso Santini que salió con toda su imponente figura, de más de un metro noventa. Los ojos color ojos color hielo hacían juego con su cabello encanecido de un cincuentón que debía a su asidua práctica deportiva su figura perfecta. en la Basílica solo estaba la Seguridad de la Santa Sede y la Policía del Estado Italiano que, por acuerdos entre los dos Estados, ofrecía el apoyo y colaboración que le era solicitada, de vez en cuando, por los investigadores del Vaticano. Todos los fieles, en cambio, todavía estaban reunidos en la plaza San Pedro, aunque por los altoparlantes repetían, obsesivamente, que aquella mañana no habría ninguna función y ninguna visita se permitiría en el interior de la Basílica. A pesar que la situación fuese anormal, nadie se lamentaba o comentaba lo sucedido, por otra parte, el Museo Vaticano y todos los otros sectores de la ciudad eran accesibles, para que los visitantes pudiesen apagar sus deseos de turismo cristiano. Santini pasó sin problemas los primeros controles, pero fue detenido poco después en la puerta de ingreso que permitía el acceso a la nave central de la Basílica. Una verdadera y exacta escena del crimen: Policía y gendarmes por todos lados, los hombres de la seguridad vaticana y de la Policía Científica italiana revisaban cada centímetro de la Basílica, buscando cualquier detalle. Reinaba una atmósfera extraña: esta Basílica, centro de la cristiandad mundial, nunca había estado tan vacía y justo en el día dedicado al recuerdo y en honor de la beatificación del Papa Juan Pablo II que, por lo tanto, preveía una gran concurrencia.
Un policía se acercó a Santini pidiéndole documentos que él presento distraídamente. El agente miró la foto que poco se parecía a su dueño y el nombre escrito era el más anónimo que pudiese existir en italiano: Mario Rossi, como el John Smith americano. Pero fue la sigla de la organización de pertenencia la que dejó dudoso al agente: I.S.R.C.
-Señor Rossi, dio el agente, este documento no indica que esté autorizado a entrar, la zona está circunscrita a la seguridad vaticana y a la Policía. Aquí está escrito que usted forma parte del I.S.R.C. Discúlpeme, pero no conozco esta agencia.
-La sigla es por Investigaciones para la Santa Romana Iglesia, si bien la traducción no sea del todo fiel, agente. Contestó Rossi ante la situación, pero llame de todos modos al Inspector General Wolfgang de la Gendarmería Vaticana. No es ciertamente a usted a quien debo explicar mi grado porque nos encontramos en el suelo de mi Estado.
El policía dio vueltas el documento entre las manos, era evidente que estaba indeciso sobre cómo comportarse. Ante la duda estaba por llamar a alguien por radio, pero la escena ya había sido vista por el Inspector General, Aaron Wolfgang, que lo detuvo.
Con un marcado acento alemán se volvió hacia Santini.
-Te estábamos esperando, Tom. Agente, déjelo pasar.
El apretón de manos que intercambiaron habría aplastado a cualquiera.
-¿Qué pasó, Aaron? Dijo Santini, me hiciste venir aquí públicamente y en violación al protocolo, con el riesgo de quemar mi cobertura.
-¡Lo sé! Contestó Wolfgang llevándose el índice a los labios, como para silenciarlo, mientras se dirigían hacia la nave. Es una maldita emergencia, amigo mío, excepcional emergencia. Sabes que debo pedir autorización directa del Santo Padre para conducir las investigaciones de homicidio dentro del Estado y fue directamente él quien me pidió llamarte. No tuve elección.
-¡Un homicidio justo en el Vaticano, increíble! Santini estaba asombrado. ¿Pero por qué el Santo Padre pidió mi presencia aquí, con toda esta gente? Él sabe mi posición y, en mi opinión, no creo que haya tenido una gran idea.
-Y en cambio quiere que estés presente y eso vale también para mí y, como para recordártelo, el Papa no puede ser puesto en discusión. A propósito. Siguió el alemán, ¿qué historia es esa del I.S.R.C.?
-¡Ah! Solo tengo conmigo esta tarjeta y lo único que se me ocurrió fue inventar una agencia de investigaciones del Vaticano. Habitualmente funciona. ¿O habrías querido que le dijese quién soy?
Wolfgang rió con los dientes apretados.
-¡No, en serio! ¿Pero qué diablos significa esa sigla?
-¡Instituto Superior de Investigaciones Comunitarias! No encontré una explicación diferente para el acrónimo. Por lo que parece, sin embargo, funcionó.
Wolfgang lanzó una carcajada.
-¡Jajajaja! No sé si funcionó, ese estaba por pedir refuerzos.
Llegaron a la escalinata que se dirigía a las tumbas y Wolfgang se detuvo tomando del brazo al amigo, susurrándole en el oído.
-Desde este momento eres de la Gendarmería. Invéntate un nombre de fantasía, uno cualquiera y que no llame la atención. Evita llamarte Mario Rossi, nadie te creería y, te recomiendo, no hagas o digas tonterías, ¿entendido? Aquí está media Policía de Roma Y también algunos Magistrados italianos.
Santini estaba escéptico.
-Pero aquí estamos en nuestra jurisdicción, ¿por qué esta intervención masiva de extranjeros? Nos podemos arreglar bien solos y lo sabes. Dile que nosotros tomamos en las manos la investigación y que sigan su camino.
-No, To, contestó Wolfgang. La ley vaticana prevé que los casos de homicidio sean de competencia de la Magistratura italiana. Tenemos menos de ochocientos habitantes sobre los que cae nuestra jurisdicción, sobre cualquier delito que no comprenda el homicidio. Es el tercer caso de homicidio en toda la historia del Estado, pero este es un homicidio excepcional, Tom, que corre el riesgo de levantar sospechas internas. Debemos colaborar con los investigadores italianos para lograr que no metan demasiado las narices. Si piensan que quien cometió todo esto puede ser alguien del interior del Vaticano, instalan aquí su campamento y el Secretario de Estado ya me dio a entender que, esto, es mejor evitarlo.
-Entiendo, contestó. Recibí el mensaje fuerte y claro.
Los dos empezaron a bajar la escalera, la zona de la lápida involucrada se encontraba se encontraba al final de la escalinata y al comienzo del pasillo. También allí había al menos una veintena de policías, Policía científica y gendarmes, todos concentrados en fotografiar la escena y buscar huellas. Frente a la lápida dos personas discutían animadamente. Santini reconoció a una, era el Comisario Giorgio Ayala, oficial de la Policía italiana autorizado para la conexión con la Gendarmería vaticana, la otra era seguramente un magistrado, más bien, una magistrada. Y justamente la mujer suscitó en él la mayor curiosidad. Cabellos negros y cortos, como la falda, lo suficientemente corta como para hacer resaltar las piernas muy atractivas, sostenidas por tacos de media altura que ayudaban a hacerla muy sexy. Cuando logró volver en sí pero, sobre todo, tomar conciencia del lugar Santo en que se encontraban y la situación naturalmente no podía definirse como la más apropiada para alimentar extrañas ideas que, por un instante, habían aflorado a su mente.
Wolfgang lo presentó a los dos.
-Estos son el Comisario Giorgio Ayala de la Jefatura de Roma y la doctora Sonia Casoni, Fiscal Adjunta, de la Fiscalía del Tribunal de Roma. Él es…
-Giovanni Rana, de la Gendarmería Vaticana, intervino Santini, gusto en conocerlos.
Wolfgang hizo un gesto de molestia y, apartándose cortésmente de los otros dos, tomó del brazo al amigo, llevándolo aparte.
-¿Pero qué diablos intentas hacer? Le dijo.
-¡No entiendo! Contestó Santini.
-¿No entiendes? Dijo furioso Wolfgang, ¿No sabes que Giovanni Rana es el de los tortellini?
-Claro que lo sé, contestó Santini con cara de ingenuo, me dijiste que use un nombre de fantasía y Giovanni Rana me pareció apropiado para desviar cualquier sospecha.
-¿Ah, sí? ¡Bravo! Le hizo eco el amigo. Imagino que nadie se dará cuenta que te llamas como un productor de tortellini famoso en todo el mundo. Vamos, no te hagas el tonto y olvida los nombres, evítalos es mejor.
Volvieron con los demás mientras el Comisario Ayala se había alejado del grupo para dar órdenes a sus hombres.
Wolfgang se hizo caro de la discusión.
-El cuerpo fue encontrado hacia las nueve, después que un niño y su madre se dieron cuenta que la lápida estaba fuera de lugar. Inmediatamente procedimos a aislar el sector y, abriéndola, nos encontramos frente a este escenario.
El cuerpo bien conservado del antiguo Papa aparecía en la posición clásica: bien vestido, con las manos cruzadas y con un collar de oro con un antiguo crucifijo con piedras incrustadas de valor inestimable alrededor de ellas. A los pies de aquel eminente Santo, l por otro lado eminente Monseñor Angelo Paolini yacía sobre su costado izquierdo en posición fetal. Los dos cadáveres se encontraban cómodamente puestos en el interior de la gran tumba, lo suficientemente amplia como para contenerlos a ambos, debido a su pequeña estatura. Casi parecían dormidos: uno aparecía bien conservado debido al embalsamamiento y el otro no presentaba ninguna seña particular o herida. El color rosado del rostro de Monseñor podía indicar que el rigor mortis todavía no había empezado, pero también podía ser causado por aquel ambiente frío y con muy poca humedad. Para saber la causa de la muerte, sin embargo, era necesaria una autopsia. El Estado Vaticano odiaba las autopsias sobre sus miembros ilustres y Santini estaba seguro que la Iglesia se opondría con todas sus fuerzas.
-Su Eminencia murió en otro lugar, continuó Wolfgang indicando una magulladura oscura en la parte alta de la cara, este moretón muestra que se golpeó la parte derecha de la cabeza en el piso, mientras ahora que acomodado del lado izquierdo, con cuidado y la ropa limpia.
-¿Rastros? Dijo Santini.
-¡Ninguno! Contestó la magistrada con voz queda y el claro intento de retomar el control de la investigación. Hemos hecho revisar por la científica cada lugar de la Basílica. No encontramos nada, aparte de las huellas dejadas por al menos algunos millones de zapatos, por cierto no es fácil aislar eventuales huellas útiles en un lugar como este. Quien hizo esto, sabía muy bien lo que hacía. Imagino que este lugar nunca está desierto. Es difícil entender como hicieron para moverse sin ser descubiertos ni cómo murió, ni dónde.
-¡No aquí! sentenció Santini. No lo mataron aquí, pero lo trajeron recorriendo, entre otros, un montón de caminos.
-¿Qué quieres decir? Preguntó Wolfgang.
-Su eminencia era un estudioso, un científico, siguió
Santini, fan de su trabajo y era uno de los guardianes de la Biblioteca Vaticana.
Pensó un instante, después dijo:
-¿Dónde está el Bibliotecario?
Wolfgang contestó que imaginaba estaba, como de costumbre, en el archivo de la Biblioteca. Las características y el trabajo de los guardianes preveían que pudiesen salir muy raramente del perímetro de su competencia, viviendo casi siempre en el archivo. Los tres guardianes tenían sus habitaciones dentro de aquella área, además su propio juramento les imponía no hablar con nadie de sus actividades. Solo el Bibliotecario de la Santa Romana Iglesia, el Cardenal Joseph Mhouza, estaba autorizado a manejar las relaciones co el exterior.
-¡Busquémoslo, debemos inspeccionar la Biblioteca! Fue el pedido perentorio de la Doctora Casoni.
-No es posible, precisó Wolfgang, para entrar al archivo se necesita la autorización directa del Papa, luego la de la Comisión y del Bibliotecario. Además, se debe adoptar una vestimenta especial, debido al aire enrarecido y las condiciones ambientales desfavorables, de otra forma; se corre el riesgo de contaminar su contenido.
-Bien, ahora están dadas las condiciones para pedir que las reglas sean dejadas de lado, al menos por el momento. Hizo notar Santini indicando el cadáver del Vice Prefecto.
-Entiendo sus leyes y reglas, señor Wolfgang, empezó la Doctora Casoni, pero aquí estamos en presencia del homicidio de un eminente exponente de su Estado con jurisdicción del caso a cargo de la magistratura italiana. Podría emitir una orden…
-No me haga reír, Doctora. Tronó Wolfgang no poco alterado, tanto que parecía Hitler en persona, el Estado Vaticano es soberano y ninguna orden podrá serle concedida nunca, mucho menos para entrar en un lugar tan importante.
-¡Calma, Aaron! La Doctora tiene razón. Intervino Santini calmando los ánimos. Debemos saber si Monseñor Paolini estuvo en la Biblioteca, qué hizo y dónde fue, debemos reconstruir todos los movimientos de sus últimas horas de vida. Llamemos al Bibliotecario, él sabrá arreglárselas para conseguir las autorizaciones necesarias sin romper regla alguna. Estamos en una situación excepcional, lo dijiste tú también y necesitamos obtener esa información. Para seguir con esto, volviéndose a la magistrada, no será necesaria ninguna orden.
Wolfgang se calmó consintiendo, dando así la impresión de tener que obedecer una orden, más que a una convicción personal. Acerco el micrófono a su cara e hizo arreglos susurrando en un idioma incomprensible. Alguien, del otro lado, contesto en alemán.
La magistrada puso cara de interrogación.
Santini puntualizó.
-¡Es alemán! La Gendarmería y los guardias suizos solo hablan en alemán. Pero cuando se dirigen a los monseñores, a lo Cardenales o al Papa, deben usar el latín. ¡Es la regla!
A la Casoni no pareció importarle aquella breve lección, pero por primera vez, desde que se habían conocido, le sonrió.
Santini sabía que su corpulencia y la mirada eran inquietantes, para no hablar de los ojos color hielo. Le daban un halo casi espectral y misterioso, por lo que tomó aquella sonrisa como señal de simpatía. Claro que, el nombre Giovanni Rana era tan falso que sonaba como a una tomada de pelo que seguramente a ella no le habría gustado.
Como si le hubiese leído el pensamiento, la magistrada le dijo.
-Su nombre es muy conocido, señor Rana, ¿fabrica también productos alimenticios?
-¡Jajajaja! A usted no se la engaña, ¿verdad? Contesto él sonriendo con más dientes que los que nunca hubieses creído tener, casi como hubiese sido descubierto haciendo alguna travesura. Entonces, admitió: habría debido imaginar que a la magistratura italiana no se le puede decir mentiras.
Santini miró a Wolfgang a la cara y rió, mientras seguía.
-En realidad me llamo Tommaso Santini y soy… ¡no! Esto ciertamente no se lo puedo decir. De todos modos no quería mentirle, fue el Inspector General quien me dijo que de un nombre falso.
Wolfgang lanzó a Santini una de aquellas miradas que habrían quemado a cualquiera y se apuró a precisar.
-Le pido perdón Doctora, mi colega es un tanto bizarro, por no usar otra definición. Sin embargo deberá conformarse con esto. Como dicen todos: ¡cuestiones de seguridad nacional!
La Casoni hizo una mueca, como para decir.
No hay nada mejor que la seguridad nacional para despertar inmediatamente mi curiosidad. Estaba por contestar cuando la radio empezó a hablar en alemán.
-Encontraron al Bibliotecario y al Prefecto, comunicó descompuesto Wolfgang casi balbuceando, en sus habitaciones… ¡también ellos muertos!
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