Un mal padre
Las palabras de Miranda resonaban en la habitación con una intensidad que hizo que Liam sintiera un nudo en el estómago.
—No puedo hacerme cargo de un hijo que no quiero—, había declarado, con la voz firme, como si estuviera sentenciando un destino irrevocable. Sus ojos, una mezcla de frustración y determinación, no mostraban ni un atisbo de duda. —Y aunque fuera mío, no voy a echar a perder mi vida entregando mi juventud a la maternidad.
Liam la miraba, asimilando la dureza de sus palabras. No había rabia en su corazón, solo una tristeza profunda. ¿Cómo había llegado a este punto? Una noche de alcohol, risas y decisiones impulsivas. En aquel momento, todo había parecido tan insignificante. Pero ahora, la realidad se manifestaba en forma de un pequeño ser, Leo.
—No voy a pelear contigo—, respondió Liam, su voz casi un susurro. Sabía que discutir no cambiaría nada. Las consecuencias de aquella noche loca ya estaban sobre ellos, y no había manera de regresar atrás. Aceptaba la realidad, aunque le doliera.
Mientras Miranda se preparaba para irse, él sintió cómo el vacío se instalaba en su pecho. Ella se dirigió hacia la puerta, lista para dejar atrás no solo el encuentro, sino también la posibilidad de una vida que se expandía con un futuro inesperado.
—Liam, tú puedes hacerlo. Eres fuerte—, dijo ella, casi como si intentara consolarlo, pero las palabras eran frías, desprovistas de amor. Sin más, cerró la puerta detrás de ella, dejándolo solo con sus pensamientos y con Leo, quien pronto estaría en sus brazos.
Liam miró alrededor, notando cómo cada rincón de su hogar parecía observarlo, expectante. Se sentó en el sofá, sintiendo la carga de la paternidad caer sobre él como una manta pesada. Podía sentir a Leo, un pequeño latido de vida, como un recordatorio constante de que este no era un error. Leo no era un error.
En ese instante, algo cambió dentro de él. Decidió que no dejaría que el miedo lo paralizara. Aunque Miranda había optado por el camino de la evasión, él no podía hacer lo mismo. Tenía que prepararse, aprender y convertirse en el padre que Leo necesitaba. Con cada latido, sentía que su vida estaba a punto de transformarse.
Las lágrimas brotaron de sus ojos al pensar en el futuro que le esperaba. Había mucha incertidumbre, pero también una chispa de esperanza. No iba a ser fácil, pero Liam sabía que la vida de su hijo dependería de él. Con esa determinación, se levantó y comenzó a prepararse para el nuevo desafío que lo aguardaba.
Cinco años después.
Liam abrió los ojos de golpe, con el corazón acelerado. Había cerrado los ojos solo por quince minutos, o al menos eso pensaba, pero el instinto le decía que algo no estaba bien. Miró a su alrededor y notó la ausencia de su pequeño, Leo. Se levantó rápidamente de la cama, todavía aturdido por el breve descanso, y recorrió la casa en su búsqueda.
Al llegar a la cocina, lo que vio lo dejó sin palabras, deseando poder retroceder el tiempo, volver a cerrar los ojos y despertar de nuevo en un mundo donde esa escena no existiera. Allí estaba Leo, sentado sobre el suelo, con un rotulador permanente en una mano. Y alrededor de él, la cocina era un desastre total. Las paredes, los armarios, y hasta el refrigerador estaban cubiertos de dibujos en tinta negra: garabatos, líneas torcidas y, en algunos intentos, lo que parecían caritas sonrientes y figuras geométricas.
Leo, completamente ajeno al caos que había creado, estaba absorto en su —obra maestra—. Dibujaba concentrado, como si estuviera en medio de un proyecto importante. Cada línea trazada llevaba la impronta de su dedicación infantil, una mezcla de inocencia y travesura.
Liam apenas pudo contenerse.
—¡Leo! —gritó, con la voz firme y un toque de desesperación.
Al escuchar el grito de su padre, Leo levantó la cabeza, sus ojos brillando con sorpresa y un poco de culpa. Pero antes de que Liam pudiera alcanzarlo, el niño soltó el rotulador, se levantó de un salto y echó a correr, soltando una risa nerviosa mientras corría por el pasillo.
—¡Leo, vuelve aquí ahora mismo! —Liam salió detrás de él, sintiendo una mezcla de enfado y, para su sorpresa, una leve sonrisa que intentaba disimular. Aunque estaba claramente molesto, había algo en la energía y en la risa de Leo que le impedía mantenerse serio. Pero esta era una oportunidad de enseñarle una lección.
Después de una breve persecución, Liam logró atrapar a Leo, quien se retorcía en sus brazos, riendo y protestando al mismo tiempo. —Pequeño artista, ¿qué estabas pensando?—, le preguntó Liam, tratando de sonar firme aunque le costaba contener la risa.
Leo lo miró, sus ojos enormes y llenos de una inocente convicción. —¡Papá, estaba decorando la casa! Dijiste que la cocina era aburrida —contestó, como si su lógica fuera irrefutable.
Liam suspiró, negando con la cabeza.
—Hijo, hay formas de hacer las cosas, y esta no es la forma correcta. Ahora vamos a limpiar todo esto, y luego hablaremos sobre el uso de los rotuladores.
A regañadientes, Leo aceptó la propuesta y, con la ayuda de su padre, comenzaron a limpiar su —decoración— improvisada. Mientras borraban los dibujos de las superficies, Liam se dio cuenta de lo mucho que había cambiado en los últimos cinco años. Aquellos días de incertidumbre, en los que había temido ser un mal padre, se habían transformado en momentos llenos de retos y risas, y en pequeñas lecciones como esta, que siempre venían envueltas en desastres adorables.
Mientras Leo frotaba con energía una de las manchas en la pared, Liam pensó en cuánto significaba aquel niño para él, cuánto lo había cambiado y lo había enseñado a ver la vida desde una nueva perspectiva. A pesar del caos, no cambiaría nada de lo vivido.
Al terminar de limpiar la cocina, Liam dejó escapar un suspiro agotado. La jornada apenas comenzaba y ya sentía el peso del cansancio arrastrarse sobre sus hombros. Leo era su mayor adoración, sin duda, pero las responsabilidades de la paternidad en solitario lo desgastaban más de lo que estaba dispuesto a admitir. Las largas horas de trabajo y las constantes preocupaciones sobre el bienestar de su hijo llenaban sus días de ansiedad y sus noches de insomnio.
No tenía a nadie con quien compartir la carga. La familia estaba lejos, y sus amigos… bueno, la mayoría seguía una vida distinta a la suya, con libertades y planes que Liam había dejado atrás hacía años.
Cada mañana lo mismo: despertar temprano, preparar el desayuno, alistar a Leo y, con frecuencia, tener que rogarle para que se quedara en la guardería del gobierno. A Liam no le gustaba mucho la idea de dejarlo ahí, no siempre parecía un lugar seguro ni adecuado para un niño tan pequeño. Pero era la única opción accesible que tenía mientras él trabajaba.
Ese día, mientras trataba de convencer a Leo de quedarse en la guardería, notó algo diferente en su hijo. Leo estaba inusualmente callado al entrar, con el ceño fruncido y los labios temblorosos. Liam intentó calmarlo, hincándose a su altura y susurrando palabras tranquilizadoras, asegurándole que volvería a recogerlo en unas pocas horas, pero Leo simplemente bajó la cabeza.
—Papá… no quiero quedarme aquí — dijo Leo, en voz baja pero clara, como si esa afirmación cargara todo el peso de su pequeño mundo.
Liam trató de sonreír, aunque su propia inseguridad se asomaba detrás de sus palabras. —Sé que no te gusta mucho, campeón, pero prometo que voy a estar aquí en cuanto salga del trabajo. Solo por hoy, ¿vale? Te prometo que luego vamos por un helado.
Pero Leo no respondió. Con los ojos llenos de lágrimas, lo miró intensamente, y con una voz rota, dijo algo que rompió el corazón de Liam. —Papá… eres un mal padre.
Las palabras, aunque dichas desde la inocencia de un niño, golpearon a Liam como una avalancha. Sintió un nudo formarse en su garganta, y por un momento, no supo qué decir. ¿Era cierto? ¿Era él un mal padre por dejar a Leo en la guardería cuando lo que más quería era estar a su lado? La pregunta lo atormentaba cada noche, pero jamás lo había escuchado en voz alta, y mucho menos de labios de su propio hijo.