˗ˏˋ Flavia ˎˊ˗
Milán, Italia.
Salimos del hospital y el sol de la tarde nos recibe con su calidez. Mi abuela y Matilda caminan a mi lado, cuidando de mí como siempre lo han hecho. Subimos al taxi y, mientras el vehículo recorre las calles de Milán, mi mente se llena de pensamientos sobre lo que acaba de suceder. Los latidos de los corazones de mis bebés siguen resonando en mis oídos, una melodía de esperanza que me da fuerzas para seguir adelante.
Perdida en mis pensamientos, apenas noto que hemos llegado a mi apartamento hasta que la voz de mi abuela me trae de vuelta al presente.
—Flavia, baja con cuidado —dice, sosteniéndome del brazo mientras salgo del taxi.
—Gracias, nonna. Gracias, Matilda —digo, esperando que su visita termine aquí y poder pensar en lo que haré de ahora en adelante. Pero ninguna de las dos se mueve de mi lado—. Pensé que volverían a Alagna… —menciono confundida.
—Nada de eso, cucciola mia. Nos quedaremos contigo hasta que estés mejor —responde mi abuela, con una firmeza que no deja lugar a discusiones.
—Sí, querida. No vamos a dejarte sola en este momento —añade Matilda, sonriéndome con ternura.
Asiento, sintiéndome agradecida por su compañía. Subimos al apartamento y, en cuanto entramos, mi abuela y Matilda se ponen en acción, como si la cocina fuera su territorio natural. El aroma a laurel, tomate, cebolla y ajo salteado pronto llena el aire, trayendo consigo una sensación de hogar y seguridad.
—Ahora, siéntate y descansa —me ordena mi abuela, señalando el sofá que se encuentra frente a la cocina—. Y continúa contándonos sobre Owen. Queremos saber toda la historia —agrega, mirándome con esa mezcla de amor y curiosidad que solo ella sabe expresar.
Suspiro y me acomodo en el sofá, mientras veo cómo las dos mujeres trabajan en la cocina con la coordinación de toda una vida de amistad. Decido que no hay mejor momento para seguir con mi relato.
—Como les decía, Owen y yo nos veíamos a escondidas. Todo comenzó una noche, alrededor de una fogata, cuando todos los voluntarios compartíamos historias y risas. La tensión entre Owen y yo era palpable, cada mirada que cruzábamos cargada de una electricidad que no podíamos ignorar —comienzo, recordando cada detalle.
—Para cortarla con un cuchillo —asevera Matilda, sonriendo mientras remueve una olla.
—Exactamente. Esa noche, decidí que no podía seguir así. Me despedí temprano con la excusa de estar cansada, sintiendo sus ojos siguiéndome mientras me alejaba. Sabía que Owen, siempre controlador, vendría a verme. Y no me equivoqué —digo con una sonrisa—. Poco después, escuché sus pasos en la oscuridad, acercándose a mi habitación —continúo, reviviendo la intensidad de ese momento.
—Anda, niña, cuéntanos de una vez… —presiona mi abuela, mientras pica unas hierbas frescas.
—Él me preguntó si estaba bien, si necesitaba algo. Lo miré a los ojos y supe que era ahora o nunca. Le respondí que sí, que necesitaba acabar con la tensión entre nosotros, y sin darle tiempo a reaccionar, lo tomé de la chaqueta y lo besé.
—¡Epa! È la mia cucciola! (¡Esa es mi cachorrita!) —festeja mi abuela, mientras revuelve algo en una olla.
—¿Y te correspondió? —pregunta Matilda, comiendo un trozo de zanahoria.
—¡Por supuesto que la correspondió! No estaríamos en esta situación si no —le responde mi abuela.
—Fue un beso lleno de todo lo que habíamos estado conteniendo.
Cierro los ojos, recordando cómo se sienten sus labios sobre los míos. La forma en que nos acoplábamos a la perfección. Cómo le gustaba capturar mi labio inferior entre sus dientes y pasar su lengua sobre ellos tras morderme suavemente. La piel se me eriza, sintiendo el calor de esos momentos subir por mis mejillas.
—Desde ese momento, no hubo vuelta atrás. Nos seguimos encontrando en secreto cada día, dejándonos llevar por la pasión que habíamos desatado. Todo era físico, muy pasional. No había compromisos, solo una conexión que no podíamos ignorar —explico, notando cómo mis palabras capturan completamente su atención.
—¿Y cómo se complicaron las cosas? —pregunta Matilda, añadiendo un toque final al guiso que prepara.
—El día que nos íbamos del campamento, estaba feliz de volver con Maya y Joshua a Nueva York. Sabía que se estaban hospedando en casa de los padres de Maya, así que no sería un mal tercio entre los dos y podría disfrutar a mi amiga durante toda esa semana —continúo—. Lo que no nos imaginamos nunca, es que al regresar, los padres de Maya les regalaran un apartamento hermoso con vista al Río Este.
—Me alegro mucho por Maya. Sus padres no actuaron bien al dejarse manejar por el viejo ese —dice mi abuela.
—Así es. —Asiento—. Al día siguiente nos levantamos temprano y nos fuimos de compras. Querían tener su espacio cuanto antes, lo que es muy comprensible. Sabía que tenía que dejarlos a solas, así que les dije que me iría a un hostal.
—Bien pensado —dice Matilda.
—Aunque no me dejaron ir así de fácil. Joshua me ofreció la habitación que ocupaba en el apartamento que compartía con sus amigos… —explico, y las dos se miran entre sí, comprendiendo sin decirles nada, por dónde va el asunto—. En resumidas cuentas, accedí porque se supone que estaría Cory, pero el mismo día que me fueron a dejar, éste se despidió porque tenía que tomar un vuelo…
—¿Qué hiciste entonces? —preguntó mi abuela. Me encogí de hombros y volví a mirarlas. Ambas estaban atentas a mis palabras.
—Qué no hice… es la pregunta correcta. No tienen idea lo que fue estar toda una semana con ese hombre a solas. Fueron noches sin dormir, porque por otro lado, estábamos ayudando a Joshua y Maya con su apartamento durante el día.
—Pero, ¿nada entre ustedes cambió al estar a solas sin tener que esconderse?
—Owen no es el tipo de hombre que se abre fácilmente. Siempre distante, como si tuviera un muro alrededor de él. Pero había momentos en los que bajaba la guardia, y podía ver algunos atisbos de un hombre vulnerable y cariñoso que se esconde detrás de esa fachada de ogro —explico, sintiendo una mezcla de nostalgia y tristeza.
—Y tú, ¿cómo te sentías con eso? —cuestiona mi abuela, mientras le pone aliños a la olla.
—Confundida, la mayoría del tiempo. Sabía que no debía esperar nada de él, pero había momentos en los que me hacía desear más —bufo, ya que nunca me había comportado así con nadie más—. Era una montaña rusa emocional, y yo no estaba preparada para eso —admito, sintiendo cómo el peso de aquellos días vuelve a caer sobre mí.
Estaba a punto de continuar con la historia cuando suena el timbre. Mi abuela me mira con curiosidad, y yo me encojo de hombros, sin tener respuestas para darle, ya que no espero a nadie. Camino hacia la puerta y, al abrirla, un par de fuertes brazos me rodean inesperadamente.
—¡Fla! Dime que estás cocinando porque muero de hambre.