El consultorio médico de la doctora Torres nunca se ha sentido más pequeño. He venido aquí desde los catorce años, cuando mi madre insistió en que debía visitar a la ginecóloga, quien me enseñaría adecuadamente el uso de anticonceptivos. Eso sucedió cuando me descubrió con mi mejor amigo Esteban dándonos un beso; el primero de ambos. Y aunque le expliqué que no éramos novios y que solamente había sido un tonto reto de mi hermana, a ella no le importó. No quería madres solteras, y mucho menos, adolescentes en su casa. Ese fue el día más vergonzoso de mi vida. Ahora hubiera querido haber escuchado mejor ese día a la doctora.
Mi respiración es errática, mi frente sudorosa, hasta puedo sentir resbalándose una gotita por la nariz y yo únicamente deseo gritar, salir corriendo de este lugar. Quiero negarme a la cruda verdad. ¿Cómo fue posible que eso me hubiera ocurrido? De todas las personas en el mundo ¿me tenía que pasar?…
—Alondra —la suave voz de la doctora, tan llena de comprensión, solamente me enoja más—, no debes sentirte desanimada. Hoy en día la ciencia ha avanzado…
—¡Estoy muriendo! —le grito. Sé que no tiene la culpa y que ella intenta ayudarme de alguna manera. Pero su consuelo es tan innecesario… Sus ojos almendrados están llenos de pena y por eso su empatía pierde veracidad, en cambio, su mirada desbordaba el sentimiento de lástima como una fuente de agua, tengo que decirlo es vergonzoso.
—O, puedes vivir con…
Suelto una carcajada amarga. ¿Cómo podía decirme eso? Ella no se está muriendo, ella no tiene que levantarse cada mañana con esa realidad, ella no está viendo su vida derrumbarse. ¡No está muerta en vida!
—¿Qué clase de vida es esa? —pregunto entre dientes.
Cuando ella está a punto responder algo y luego no lo hace, me da la respuesta a esa pregunta. No hay vida.
Me pongo de pie arrastrando la silla detrás de mis rodillas, mientras que niego con la cabeza en un acto de total rebeldía. Tomo mi vieja mochila negra que descansa en el piso y la abrazo contra mi pecho. Porque, aunque nunca fui una chica insegura, en este momento siento que el mundo se me está viniendo encima y necesito no romperme en miles de pedazos. Y abrazar la estúpida mochila, tal vez me mantenga unida unos momentos.
No puedo mirar de nuevo a la doctora, está furiosa y herida y con seguridad voy a gritarle. ¿Cómo puede decir que es posible vivir con esa enfermedad? Salgo a toda prisa del consultorio azotando la puerta detrás de mí. Miro a la asistente que está con el teléfono en una oreja, sujetándolo con una mano y con la otra riega, con un atomizador, su estúpida planta. Tengo los ojos empañados por las lágrimas que no quiero derramar, por eso no puedo distinguir bien su rostro de asombro, tal vez, por mi grosera salida del consultorio.
Abro el cierre delantero de la mochila y saco mi vieja cartera. Extraigo un par de billetes y los dejo sobre el escritorio a un lado su planta. Tampoco la miro a la cara y mucho menos soy capaz de pronunciar palabras de despedida. Tengo un enorme nudo en la garganta, hasta respirar me cuesta trabajo. Y solo quiero desaparecer.
Salgo del edificio y lo primero que se me ocurre es caminar hasta el puente peatonal más cercano para acabar con mi vida. Camino sin detenerme por mucho tiempo, en realidad, no puedo detenerme. Y tampoco sé decir con exactitud los pensamientos que cruzan en estos momentos por mi cabeza. Todo pensamiento coherente ha desaparecido, únicamente, actúo por inercia.
Al llegar al puente, subo cada peldaño con apenas esfuerzo, ni rápido, ni lento. Una pareja de novios pasa a mi lado y me hice pensar que el amor es una mierda. El tipo era alto, de cabello n***o y muy atractivo, mientras que la chica más baja que él, se nota tan delgada e infeliz. Seguro es un cabrón, como lo es Rogelio, mi exnovio. Las cosas estúpidas que una puede hacer por amor. Si no hubiera sido por él… mi vida no estaría acabada.
Paro mi andar en la parte central del puente. Levanto la cabeza al cielo… irónicamente es un bello atardecer, las nubes están pintadas de un color naranja y el sol rojizo escondiéndose en el horizonte… Al mirar hacia abajo noto que el tráfico va en aumento. Antes de subir al barandal miro a mis lados, por fortuna, no hay gente. Esto me permite tener un momento personal antes de morir. Veo al frente y cierro los ojos. Recuerdo a mi madre, a mi hermana y a mi padre.
Nunca he tenido miedo a las alturas e, incluso, cuando era pequeña mi padre me levantaba al aire y yo extendía mis brazos para volar. A veces me lanzaba alto lo que me hacía soltar una risilla por las cosquillas que me provocaba el bajón de la caída. Sin embargo, siempre, siempre impedía que mi pequeño y frágil cuerpo tocara el piso. Sus brazos fuertes me atrapaban, luego me abrazaba y besaba mi mejilla, para finalizar diciendo: «Te amo, princesa». Él se fue hace muchos años o debo decir que murió. Pero, tal vez, si extiendo los brazos y cierro los ojos mientras salto al vacío pueda imaginar que estoy volando de verdad. Tal vez pueda imaginar que mi padre está a mi lado y que estoy entre sus seguras y fuertes manos.
¿Qué le dirán a mi madre esta noche, cuando lograrán identificar mi nombre y la llamaran por el móvil para decirle lo que he hecho? ¿Qué le diré yo a mi madre si no salto? Solo tengo diecisiete años y mi vida ya se ha terminado. Tiene caducidad y… ¿Qué será de mí?
El aire frío del invierno es como una caricia suave y cálida a la piel de mi rostro, que está más que helada y que no parece sentir como ha bajado la temperatura de un momento a otro. Mi cuerpo tiembla por las emociones de impotencia, por mi desgraciada suerte.
Una fiesta, mi novio altamente promiscuo y que a veces me obligaba con chantajes emocionales a ceder a sus demandas y, yo una chica estúpida que cedía porque era tonta y le gustaba la atención.
¿Cómo fui capaz de echar a perder así mi vida? No tengo idea. Ahora que lo pienso mejor… fui una de esas chicas de preparatoria que piensa que las fiestas son lo mejor de la semana. Que tener por novio al chico popular de la escuela te da un status. Que si no te decoloras el cabello y lo pintas de colores en las puntas no estás a la moda. Todo eso eran cosas estúpidas y sin importancia y ahora quiero volver el tiempo, tomar adecuadamente en serio a mis maestros, ayudar un poco más a mi madre y tratar mejor a mis compañeros de clase. Terminar la preparatoria, ir a la universidad, graduarme con honores y convertirme una ciudadana respetable…
—¿Alondra?
Giro mi rostro en automático al sonido la de voz, es mi hermana menor, Abigail. Ella está de pie a un par de metros. Sus ojos grandes y oscuros delineados de color n***o, me miran con precaución, parecen más grandes por el asombro de encontrarme sobre el barandal del puente a punto de lanzarme a una caída libre para terminar con mi vida. ¿Qué tan cliché podría ser eso?
El viento sacude su alborotado cabello n***o. Su piel clara está más pálida de lo normal y su pecho sube y baja en rápidos movimientos. Su mano derecha llena de pulseras de colores y anillos baratos se encuentra levemente levantada hacia mí, queriéndome alcanzar. Sonrío o al menos lo intento, ella es tan dulce… que duele en el alma dejarla.
No puede, ella no puede alcanzarme. Está a tan solo dos metros. Demasiado lejos para salvarme, demasiado cerca para grabarme en su mente. ¿Se recuperará algún día de no haber podido salvarme? Mis lágrimas comienzan a bajar por mis mejillas, se sienten tibias, lo cual quería decir que sigo viva y que mi cuerpo todavía es capaz de sentir y que únicamente estoy adormecida y que ahora he comenzado a despertar.
En otro instante siento unos fuertes brazos en mi cintura jalándome hacia atrás. Caigo de espaldas sobre esta persona. Es un hombre. Puedo sentir el calor de su pecho en mi espalda, y entonces mi hermana corre hacia mí. Cae de rodillas a mi lado, intento sentarme, pero esa persona que me ha salvado, sin que yo se lo pidiera, no me lo permite. Lo maldigo por dentro. En el instante en que Abigail logra aflojar su agarre, pude sentarme por fin. Ella me abraza con tanta fuerza como yo a ella. La persona detrás de mí, todavía no me suelta del todo, negándose a dejarme ir, tal vez por miedo a que como una loca corriera de nuevo hacia la muerte. Él se sienta dejándome entre sus piernas.
—Alondra, Alondra… ¡Dios mío! —su voz masculina y clara me dice su nombre. Es mi mejor amigo, Esteban.
—¿Qué te pasa? ¿Qué ibas a hacer? —mi hermana me suelta para tomar mis hombros con sus manos sacudiéndome. Estaba tan impactada por la noticia de mi pronta muerte que solo puedo soltar a llorar como una niña pequeñita. La abrazo con fuerza, porque estoy derrumbándome.
—Por favor, por favor… Dime qué te ha pasado —ella insiste. Se suelta de nuestro agarre como puede. Toma mi rostro entre sus manos y lo levanta para mirarme a los ojos. Su bonito rostro está manchado por el delineador corrido. Ella es dulce y sentimental; ¿Por qué tiene que maquillarse así, si al final del día ella termina siempre llorando por cualquier tontería? Yo también llevo mis manos a su rostro y con la manga de la sudadera intento limpiar sus lágrimas.
—Lo siento —susurro.
Ella frunce el ceño al no comprender lo que quiero decir.
—¿Por qué?
Niego con la cabeza. ¿Por qué lo siento? Porque no me cuidé, porque les fallé, porque ahora tendría que abandonarla siendo tan joven. Porque no estaría con ella y porque le causaría un gran dolor y pesar a mi madre. ¿Cómo podrá mamá mirarme a la cara cada mañana sin sentir pena? ¿Qué pasará cuando la comunidad de la escuela lo sepa? La vergüenza, el rechazo social y la ignorancia explotarían en los rostros de mi madre y mi hermana. Y no tienen por qué pagar con las consecuencias de mis estúpidos actos sin conciencia.
—Lo siento —repito con voz gangosa por el llanto. Y tras unas cuantas respiraciones le aclaro—: Soy seropositivo, soy portadora del VIH.
Nunca creí que una fiesta, un novio promiscuo y un poco de droga, cambiarían mi vida para siempre.
Mi cama está pegada a la pared a un lado la ventana, por lo que el aire que se filtra por las hendiduras mueve las cortinas rosas con figuras de gatos. Hace unos días me diría que son tontas y que debería cambiarlas ya, pues ya no estoy en edad. Tal vez pensaría en volver a decorar mi habitación. Pero hoy, especialmente hoy, me doy cuenta de que a mis diecisiete años todavía soy una niña. El sentimiento me hace encogerme debajo de las mantas. Recojo el edredón y me cubro la cabeza; y abrazo mis rodillas. Han pasado dos semanas de mi visita con la ginecóloga. No se lo he dicho a mi madre. Mi hermana y Esteban prometieron guardarme el secreto hasta que obtuviera el valor de hablar con ella. Cuando recuerdo el día que me di cuenta de que Rogelio no era ni mucho menos el amor de mi vida ni el hombre con el que una chica debía inmiscuirse, me doy de topes en la frente por imbécil.
Estoy sentada en una de las mesas de la cafetería de la escuela esperando a Rogelio, mi novio. Él es alto tal vez 1.90 juega baloncesto y le gusta la música Rock, justo ahora traigo los audífonos puestos, desde mi móvil entro a su cuenta Spotify para escuchar su lista de música. Hemos sido novios desde hace tres meses y él realmente ha sido genial conmigo. Aunque a veces me molesta que tenga demasiadas amigas y el que las tenga no es lo malo, sino que a veces pareciera que coquetea demasiado con ellas o ellas con él. Miro de nuevo hacia la puerta para verificar que Rogelio no esté allí buscándome, pero en su lugar veo llegar a mi mejor amigo, Esteban.
Esteban y yo, últimamente, nos hemos distanciado, a él no le agrada Rogelio. Creo que está un poco celoso. Yo lo estaría si mi mejor amigo de repente tuviera novia y dejara de venir a mi casa los viernes para ver series de asesinatos o para hacer la tarea.
Esteban se acerca hasta mi mesa con paso lento y seguro. Él es alto con el cabello lacio y tiene unos ojos aceitunados que a veces son demasiado intensos cuando quiere hacerme hablar acerca de lo que siento. Cuando sabe que algo me molesta y no puedo expresarlo o simplemente me lo guardo. Nos conocíamos muy bien.
—¡Hola, chaparra! —me saluda y besa mi mejilla, luego se sienta a mi lado.
—¿Qué hay? —respondo mirando de nuevo hacia la entrada de la cafetería.
Escucho su resoplido de toro enojado y giro de vuelta mi cabeza hacia él. Está mirando el menú con el ceño fruncido y se muerde el labio inferior. No me engaña, sé que se ha molestado porque estoy esperando a mi novio. Por lo que lo golpeo con mi puño cerrado en su brazo izquierdo.
—Está afuera del gimnasio coqueteando como siempre —dice como si nada, ni siquiera me mira.
—Sí, claro.
—¡Oye, él de verdad anda de aquí allá picando una flor y luego otra! —habla exaltado. Ruedo los ojos, porque es un idiota.
—No te pregunté.
—¿De verdad, Alondra? —pregunta, dejando su boca abierta dramatizando su punto. Sonrío—. Lo conocemos desde primer semestre. ¿No te burlabas de Ruth porque cada lunes llegaba con los ojos hinchados por su drama llamado Rogelio?
—Él ha cambiado y…
—Sí ha cambiado, pero de tipo de chica. Las buenonas y facilonas ya no le gustan.
—¡Idiota! ¿Me estás llamando fea? —Intento llevar la conversación a otro lado bromeando con él. A veces, podía ser un verdadero dolor de cabeza cuando se ponía en plan protector.
—No, te estoy diciendo chica responsable e ingenua —su sonrisa de medio lado podría ser bonita si no fuera un sarcasmo.
—Sabes eres un envidioso. Y no entiendo tu enojo. Soy feliz ¿Por qué no puedes estar bien con eso?
—Idiota.
Esteban me toma de la mano, se levanta y me arrastra con él. Salimos de la cafetería entre jalones, intento luchar, pero es más fuerte y alto.
—¿Qué te pasa, idiota? ¡Suéltame!
—La idiota eres tú, Alondra. Ahora cállate o lo alertarás.
Esteban me lleva hasta la parte trasera del gimnasio y allí está Rogelio con Vanessa. Él, le está metiendo mano por debajo de su minifalda, mientras se comen a besos. Me maldigo porque ahora yo soy la nueva idiota de la larga lista de mujeres con las que Rogelio a jugado.
Me doy media vuelta y Esteban va detrás de mí. Estoy tan enojada, porque realmente pensé que conmigo él era diferente. Me había presentado a su mamá y me había invitado a la cena de navidad hace un mes. ¡Qué idiota había sido! Ese día las hormonas actuaron adormeciendo mi cerebro y en consecuencia me entregué a él. Le di mi primera vez a un lado de la lavadora de su madre, en el patio trasero de su casa.
Cuando me llevó de regreso a mi casa, cogí de mi cajón de ropa interior la pastilla del día siguiente y me la tomé. Mi madre siempre se aseguraba de tener anticonceptivos con buena caducidad en mis cajones. Decía que prefería tener una mente abierta antes de que mi hermana y yo echáramos a perder nuestro futuro por una idiotez y falta de comunicación con ella. A la mañana siguiente, por supuesto, fue vergonzoso saber que tu madre está enterada cuándo y con quién has tenido tu primera vez, pero ella no mencionó el incidente y eso fue bueno.
—¡Alondra, espera! —Esteban logra alcanzarme. Camina a mi lado, él sabe realmente cuando no debe tocarme.
—Esteban, ya conseguiste lo que querías. Voy a dejarlo, ¿ok? Ahora déjame en paz, ¿quieres? —Limpio mis lágrimas de cocodrilo con la manga de mi suéter.
—¡Oh vamos, Alondra! ¿No me digas que vas a llorar por ese idiota, si solo llevan tres meses de relación?
Él no sabe que he comenzado mi vida s****l. Decírselo, creo que provocaría a un Esteban gruñón capaz de ir y romperle su preciosa cara a Rogelio.
—¡Es mi primer novio! Puedo llorar por él.
Esteban me mira con cansancio.
—¡No lo hagas! No lo vale. Mereces algo mil veces mejor y lo sabes. Por favor.
Esteban me abraza. Él siempre ha sido muy cariñoso y protector. Lo amo como a un hermano y él también nos ama a mi hermana y a mi como a su familia. Y sé que tiene razón, no debería de llorar porque ambos sabemos que realmente no lo amo, Rogelio me gusta, siempre lo hizo y fue mi amor platónico, como el de muchas en la escuela. Sin embargo, estoy más enamorada de la atención, la popularidad de ser la chica de Rogelio, que de él mismo. No, Rogelio ha pisoteado mi corazón, pero, sí, apuñaló mi orgullo.
—Me voy a casa —le digo con voz amortiguada pues todavía tengo el rostro enterrado en su pecho.
—Te acompaño.
Esa tarde Rogelio pidió perdón por primera vez. Y Esteban me dejó de hablar, también, por primera vez. Mi madre entra a mi habitación. Cierro los ojos fuertemente, pero a ella no le importa, jala el edredón descubriéndome.