Capítulo 3-2

2295 Words
—… Lo sé. —Ya, también os pasa a vos. He tirado la tarjeta de identidad y la identificación militar, guardando solo la civil y, sin vestir uniforme, he venido a mi Nápoles, he conseguido pasar la línea de frente y, ayer por la tarde, entré la ciudad. Actuando de forma prudente, aunque estuviera vestido de civil y llevara conmigo un documento, he llegado a la Plazuela del Nilo, que no está lejos de la casa de mi madre y mía en el callejón de Santa Luciella. Y, por culpa de mi buen corazón, después de todo lo que ya me había pasado, he tenido además el impulso de ayudar a aquella mujer que gemía y… aquí estoy, justo cuando estaba ya muy cerca de casa. —¿Por qué tu licencia de conducir no indica tu domicilio en la zona de Paestum? —Tenía una habitación en el cuartel, junto a otro sargento mayor, también soltero. No tenía una habitación fuera: nunca he considerado los cuarteles como mi casa nunca he querido abandonar la dirección de Nápoles. Solo la cambié en la tarjeta de identidad y el permiso militar de conducir, porque era obligatorio, aparte del hecho de que con la licencia civil habría tenido que cambiarse con frecuencia la dirección de la Motorización,18 dado que me trasladaban cada pocos años y por el contrario, la carta y la licencia militar me la renovaban directamente en el nuevo destino. Y además, sobre todo, volvía a ver a mi madre a Nápoles cada vez que tenía un permiso. —Sabes que iremos a la calle de Santa María a comprobar que allí está de verdad tu madre y si hay otras personas que te conocen. —… Y yo os lo agradezco, señor comisario, porque mi madre de verdad está allí y podréis confirmar lo que os he dicho por ella y también por los vecinos. Pero os pido de corazón: no la asustéis, decidle, por favor, que os he encargado saludarla, porque no he podido venir en persona por razones de servicio. —Si encontramos a tu madre no la asustaremos y hablaremos con ella como deseas —En este momento, el subcomisario había vuelto a insistir—: Primero has tratado de hacerme creer que tenías reservada una cita galante con Demaggi y luego has admitido que no era verdad. Dime entonces: Si no la había visto antes, ¿cómo sabías que esa mujer era una prostituta? No se había alterado: —Se lo oí decir a vuestro jefe de patrulla, que habló con los suyos delante de la muerta. —Lo comprobaré. Pero dime una cosa más —D’Aiazzo había dejado la pregunta para el final, para plantearla cuando el interrogado estuviera muy cansado—: ¿Por qué llevabas guantes de lana en esta estación? Para no dejar huellas, ¿verdad? —… Pero no, señor comisario —No se había preocupado el otro—, el motivo es sencillo, las llevo desde hace mucho, incluso de servicio, con permiso del capitán: sufro de dolores en los dedos de la mano y también en la palma izquierda. —Hm… —… Pero sí, por la humedad de las cocinas a lo largo de tantos años, entre los vapores de las cápsulas y el agua de los lavados de las ollas, como me había explicado el teniente médico, que me dijo que llevara los guantes. Agotado el hombre y cansadísimos los dos policías, por orden del subcomisario, el presunto sargento mayor Gennaro Esposito fue escoltado a la celda por el brigada Bordin. Con solo los datos recogidos, Vittorio D’Aiazzo no podía formarse una idea segura: para él seguían siendo posibles tanto la hipótesis de un accidente como la de un homicidio, y este no necesariamente perpetrado por detenido. Pero, en el caso de ser culpable, el móvil podría encontrarse en disputas entre contrabandistas, si la identidad y en concreto la posición en el ejército del supuesto Esposito no fuera confirmada, mientras que en caso contrario sería verosímil otro motivo. Por otro lado, si el forense estableciera que se había tratado un asesinato, el investigado, aunque no confesara, sería transferido a la cárcel de Poggioreale como sospechoso, mientras al mismo tiempo el subcomisario tendría que redactar y enviar a la Fiscalía del Reino una relación que incluyera tanto las conclusiones del forense como los datos recabados por el propio D’Aiazzo durante el interrogatorio. A partir de su informe, el juez instructor decidiría si abrir un procedimiento contra el sospechoso o liberarlo por falta de pruebas. No faltaba mucho para las ocho de la mañana y el joven funcionario estaba a punto de acabar su turno. Sin embargo, antes de volver a casa pretendía ordenar a brigada a ir a la calle de Santa Luciella a comprobar que allí vivía realmente la madre del investigado y, en ese caso, si reconocía al hijo en la foto del permiso de conducir y confirmaba que era realmente un sargento mayor de artillería. Pero el subcomisario no pensaba esperar la vuelta del susodicho, ni ver el informe al día siguiente. Por tanto, antes de que llegase a su oficina el informe del forense habrían pasado al menos dos o tres días, durante los cuales el detenido quedaría encerrado en la celda. Bordin, después de encerrar al acusado en la celda, había vuelto al puesto de D’Aiazzo. Al entrar en la oficina le había dicho: —Señor comisario, para mí que este Esposito o como se llame ha sido enviado por la Camorra para matar al Demaggi por dos posibles motivos: o por razones de competencia en el mercado n***o o porque esa mugrienta puta no quería pagar el soborno. —… Marino, esa mujer está muerta y no se insulta los difuntos —le había amonestado el joven superior—, y además no estoy convencido de que el investigado sea un asesino. —Perdonad que os lo diga, pero creo… Bueno creo que sois siempre demasiado bueno: nosotros le moleríamos a golpes en el estómago con sacos de arena… —… ¿Que no dejan huellas? —Lo requiere la prudencia. Y estad seguro de que ese delincuente se declararía culpable e incluso camorrista y quién sabe qué más. Pero así… —… así no me arriesgo a hacer confesar a un inocente, aparte de que si te veo moler a sacazos a alguno… ¿Me has entendido, Marino? —Eeh… —Ya conseguirá al juez instructor, si acaso, que admita su culpabilidad, siempre que el médico no diga que se ha tratado un accidente, en cuyo caso archivo la práctica y libero a ese hombre. —Ya, puede ser. Pero, hablando en general, vos, señor comisario, sois el único que no ha dado al menos una bofetada a los interrogados. El doctor Perati, que estaba antes que vos, hacía confesar a todos. Con el ardor de la edad, sin abandonar esa pizca de presunción que permanecía en él, se le había escapado al subcomisario instintivamente en la lengua partenopea que usaba en familia: —Tu si’ ‘nu fésso. —¿Qué? —El suboficial había enrojecido. El superior se había corregido en parte: —Está bien, Marino, retiro el fésso, pero deja de hablarme sin consideración solo porque tengo la mitad de tus años. Ten cuidado, porque si esto se repite, te castigo. Bordin había considerado sensato pedir perdón, aunque fuera a regañadientes: —Perdonad, señor comisario, solo estaba hablando, no quería criticaros. Aunque Vittorio D’Aiazzo, con el paso del tiempo, adquiriría plena humildad gracias a las metafóricas bofetadas de la vida, por el momento seguía queriendo decir la última palabra: —Está bien, pero a partir de ahora piensa en lo que dices antes de decir lo que piensas. El hombre consideró sensato mantener la posición de firmes: —Sí, señor. —Descansa y no te mortifiques —El superior suavizó el tono, en el cual había entrado por fin la compasión. Prosiguió—: Has dicho que Perati hacía confesar a todos: es verdad, ya lo sé, me lo contaron cuando llegué aquí. ¿Pero recuerdas quién le mató? —Sí, señor, la madre de un ladrón habitual… —… ladrón al que Perati había acusado de acuchillar en una mano a un panadero para robarlo y al que había hecho confesar que sí, ¿pero cómo? Tumbándolo boca arriba sobre una mesa y fustigándole con el cinturón. Y dos días después ¿te acuerdas? el interrogado murió por una hemorragia interna. —Perdonadme, ¿puedo hablar con libertad, pero con todo el respeto? —Puedes. —Creo que el doctor Perati hizo lo apropiado, porque no recibió ningún reproche de sus superiores. —Pues no sé si el asunto se olvidó por orden del federal de Nápoles,19 porque Perati era muy fascista y adulador, pero en la cabeza de la madre del muerto la cosa no estaba olvidada y además supo, un par de semanas después de la muerte del hijo, que era inocente tanto de las heridas como del hurto. Esto no lo sabías ¿verdad? —Sabía que el verdadero culpable fue reconocido en la calle del panadero y denunciado a una de nuestras patrullas, la cual lo arrestó y trajo aquí. —Ya, y la madre del muerto fue puesta al corriente por un amigo del hijo, que supo la verdad por casualidad. ¿Y sabes una cosa? No había sido tan inicuo, a fin de cuentas, que esa mujer viniera aquí pidiendo hablar con Perati, con la excusa de tener algo que revelarle y una vez delante de él sacara un pequeño cuchillo para desollar carne de su costado y le acuchillara junto al corazón, y casi lamento que la detuvieran de inmediato y que ahora esté a la espera de juicio, porque me temo que será condenada a muerte por homicidio premeditado. —Esperemos que le reconozcan el enajenamiento mental —dijo compasivamente Bordin. —Esperémoslo. Pero aparte de esto, ahora mismo te vas al depósito de vehículos con esta hoja de servicio… toma: es mi autorización para recoger un automóvil con conductor. Luego te vas a comprobar en el callejón de Santa Lucia si Esposito es una persona conocida —Le entregó también la licencia del investigado—. Haz que la madre vea la foto, si es que existe, y también los vecinos y averigua todo lo que puedas de él. —A las órdenes. Pero, al volver, señor comisario, tal vez me vaya a casa a dormir, ya que, por hoy, mis horas de servicio ya habrán terminado. —Deber y sacrificio es nuestro lema —le había contestado sonriente en un endecasílabo espontáneo el superior, gran lector de poetas clásicos. Ya que se sabía en la comisaría que la temperatura social estaba subiendo en la ciudad y no era del todo improbable una sublevación, antes de acercarse al garaje el brigada quiso pasar por la sala de radio para obtener noticias de la situación en el exterior. Una vez al tanto, volvió a su superior directo y le informó de que camionetas de patrulla habían comunicado que ya se habían iniciado tiroteos aislados. Terminó diciendo: —Señor doctor, ¿tengo que ir hoy o puedo esperar a mañana, cuando tal vez el clima se haya calmado? Antes de que se decidiera D'Aiazzo empezaron a subir de la vía Medina, a la que se asomaba y todavía se asoma la comisaría de Nápoles, el ruido de los motores diésel de vehículos que pasaban en columna delante de la entrada principal del edificio, como todos los días desde hacía dos semanas: se trataba de un pelotón motorizado de granaderos alemanes que iba a reemplazar a otro, del mismo batallón, encargado de custodiar un corredor en el último piso del Castillo de San Elmo, potente baluarte que se eleva sobre la colina del Vomero a 250 metros sobre el nivel del mar y desde el cual se observan el golfo y la ciudad. En aquel corredor se encontraban dos locales no comunicados entre sí y destinados en aquel momento a armería del fortín, de los cuales uno era un gran espacio que contenía armas y municiones convencionales y el otro un espacio no tan grande que custodiaba armamento secreto de diseño y fabricación italianas. La vigilancia de las armas se desarrollaba durante las veinticuatro horas del día en dos turnos, de las 8:30 a las 20:30 y de las 20:30 a las 8:30. Desde el 9 de septiembre los alemanes habían ocupado el Castillo de San Elmo apoderándose del armamento, con un interés particular por las armas especiales. Precisamente a causa de esas armas no convencionales, dicho castillo era en esos días un objetivo principal de los aliados, que, desde hacía tiempo, estaban usando sus servicios secretos. Vittorio D’Aiazzo estaba a punto de decir a su subalterno que olvidara la orden anterior y se fuera descansar cuando empezaron los disparos en la vía Medina, primero de fusiles y de una ametralladora ligera, luego, en rápida sucesión, de metralletas y una gran ametralladora. El subcomisario y su ayudante se agacharon instintivamente y, avanzando con las piernas semidobladas, se acercaron a la ventana y asomaron sus cabezas mirando hacia abajo, exponiéndose lo menos posible. Al mismo tiempo, otros policías miraban allí desde sus respectivas oficinas, tanto personal del turno que estaba saliendo como entrando, al ser la hora del reemplazo, las 8 en punto. Llegado hacía poco, también el vicejefe de policía y jefe de sección Remigio Bollati espiaba desde su propia ventana: su oficina daba a la misma fachada a la que daba la de Vittorio y los dos espacios eran contiguos. Mirando hacia abajo se veía o entreveía, según la posición de cada ventana, a unos cincuenta metros del portal y en el cruce de calles cercano, al pelotón alemán parado en medio de la calle, protegido por sus vehículos colocados atravesados, ocupados en un tiroteo con personas que debían estar más allá en la calle y que no podían verse desde el edificio de la comisaría, pero de las que se oían los disparos: se podía suponer que tal vez se protegieran detrás de los muros semiderruidos y los montones de escombros de dos casas cercanas y contiguas, bombardeadas pocos días antes del 8 de setiembre por fortalezas volantes estadounidenses.
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