Capítulo 1
Le detuvieron los agentes de una camioneta de patrulla de la Seguridad Pública al final de la tarde del 26 de septiembre de 1943, acusado del asesinato de una tal Rosa Demaggi, una atractiva rubia teñida, de unos treinta años, prostituta acomodada y contrabandista al por menor: el hombre, con fuerte acento partenopeo, rostro cuadrado, constitución robusta, delgado, aparentaba unos cuarenta años, medía 1,78, estatura por encima de la media en esos tiempos de extendida malnutrición, calvo en las sienes, la frente y lo alto de la cabeza y en torno a la nuca tenía una semicorona baja de pelo oscuro y muy recortado. Vestía un mono y una camisa de franela, ambos de dolor azul y guantes ligeros de lana de color verde grisáceo.
La brigada de las buenas costumbres de Nápoles sabía que Rosa Demaggi se prostituía en su domicilio, en la plazuela del Nilo, con hombres acaudalados. Hasta el 25 de julio, había concedido sus favores también a los dirigentes fascistas y, después del armisticio, caída la ciudad bajo la bota alemana, se había entregado a los oficiales de la Wehrmacht y la Gestapo. Por investigaciones coordinadas anteriores, se sabía en las secciones de Buenas Costumbres e Ilícitos Comerciales, esta creada después del inicio del conflicto para combatir el mercado n***o, que Demaggi, hasta el verano de 1940, había solicitado a cambio, preferentemente, productos alimentarios, cigarrillos y bebidas alcohólicas, para hacer pequeños estraperlos. Y se sabía que pronto había ampliado el negocio con almacenistas cercanos a la camorra. Por eso las patrullas de vigilancia habían recibido la orden de controlar su casa, además de otras. Sin embargo, con discreción, debido a los contactos eróticos de Demaggi con los oficiales ocupantes y considerando que, después del 25 de julio, cuando se disolvió la OVRA1
y se abrió su archivo secreto, se descubrió que la mujer había sido contratada como confidente y había pasado información política obtenida de clientes bajo las sábanas, incluidos altos mandos. Por tanto, se suponía que, después del armisticio y la ocupación alemana, habría iniciado una venta de información a los oficiales de la Gestapo que la frecuentaban.
Poco antes de la detención del sospechoso, en torno a las 20 y 30 y sin que faltara media hora para el toque de queda, transitando la camioneta de la policía por la plazuela del Nilo, el comandante al mando vio a ese individuo con ropa de paisano entrando sin llamar al apartamento del piso bajo, por una puerta dejada abierta por alguien, en la pequeña casa en la que la mujer era la única que vivía en la planta baja. De espaldas al vehículo, el hombre no se dio cuenta de la vigilancia de la patrulla. Tras entrar, no cerró del todo la puerta, sino que la dejó entreabierta. El comandante supuso que tal vez estuviera implicado, como Demaggi, en el mercado clandestino y la habría dejado abierta para que llegaran otros implicados: no cerrar la puerta hacía que pareciera improbable que se tratara de un cliente s****l, sin contar con la ropa sospechosa del hombre y las tarifas notoriamente elevadas de la prostituta. El responsable había indicó al conductor que le llevara delante de la casa. Los agentes, salvo el conductor, descendieron y entraron en el apartamento. El sospechoso fue sorprendido en la entrada, junto a esta, en pie junto a Rosa Demaggi, que, lamentándose débilmente y en estado de semiinconsciencia, yacía en tierra con un hematoma sangrante en la nuca, consecuencia evidente de un golpe contra una consola, entrando a la izquierda, que presentaba una mancha de sangre. Rosa Demaggi expiró pocos segundos después de la entrada de los agentes. Considerado culpable de haber agredido a la mujer, el hombre del mono fue esposado. El jefe de patrulla le dijo:
—Has entrado con la intención de matarla y te han bastado muy pocos segundos para despacharla: estaba a la entrada esperándote, se fiaba de ti, porque la puerta estaba abierta. Sin embargo, tú, inesperadamente, sin darle tiempo a huir, le has dado un fuerte golpe en la cabeza contra el mueble para matarla. Esperabas largarte de inmediato, de hecho, no habías cerrado la puerta al entrar para no perder el tiempo en abrirla al salir. La habrías cerrado detrás de ti en cuanto salieras y adiós, quién sabe quién y cuándo encontraría el cadáver. No suponías que estábamos cerca: querías que pensáramos en un accidente, pero te ha salido mal.
El comandante supuso que la había matado con premeditación por razones relacionadas con el mercado n***o, tal vez por su propio interés, tal vez por encargo de terceros. Que se trataba de un homicidio voluntario se deducía del hecho de que el hombre llevaba guantes de lana a pesar del tiempo todavía caluroso: «Con el fin de no dejar huellas», había pensado de inmediato. En ese momento el sospechoso, en plena confusión mental por la inesperada intervención de los agentes, no supo qué responder. Como se podía observar de cerca, no solo llevaba ropa de obrero, sino que estaba también gastada y bastante sucia, así que el comandante estaba convencido de que no podía tratarse de un cliente s****l de la mujer y por otro lado el hombre no llevaba dinero, como se observó al registrarlo. No llevaba ni siquiera documento de identidad, pero sí una licencia de conducir, en la que constaba que había nacido en Nápoles hacía 42 años, que vivía en el barrio de Santa Luciella y que se llamaba Gennaro Esposito, nombre y apellidos por cierto muy comunes en la Campania y sobre todo en Nápoles, que podían ser falsos, igual que la licencia de conducir. Todos sabían en la comisaría que los delincuentes, en especial la Camorra, usaban tipógrafos muy hábiles en las falsificaciones. El jefe de patrulla no dio una gran importancia al documento.
Llamó a la sala operativa de la Central, a través de la radio de la camioneta, y refirió lo acaecido. La Sección de Delitos de Sangre avisó por teléfono a la centralita del depósito de cadáveres, pidiendo que se mandara a casa de la muerta, para las primeras investigaciones, al forense de servicio, que en ese turno era el doctor Giovampaolo Palombella, un sesentón de pelo gris largo y espeso, generalmente muy despeinado, alto, fibroso y, tal vez a causa de sus más de treinta años de inclinarse sobre cadáveres a diseccionar, un poco torcido. Al mismo tiempo, se había enviado a la casa de la víctima un suboficial, un tal Bruno Branduardi, un hombre bajo, obeso y tranquilo, cerca de la jubilación, para que inspeccionara, escuchara a los agentes de la patrulla y al médico y anotase todo en su libreta para referirlo al volver al superior de turno.
El suboficial llegó a la plazuela del Nilo en su lenta motocicleta modelo La Piccola Italiana,2
que, de tan flaca como era, parecía soportar mal el gravoso peso de aquel hombre pletórico. En primer lugar prestó atención a los agentes, luego al médico forense, que llegó poco después de él, con dos ayudantes, en un furgón para el transporte de cadáveres. El forense excluyó el suicidio y consideró posible un accidente, dado que el golpe, a primera vista, no parecía haber sido muy violento. Sin embargo, no descartó el homicidio, reservándose ser más preciso después de la autopsia. El mariscal tomó nota, añadiendo en su cuaderno, como comentario, que en su opinión no había sido algo casual sino un homicidio y que, en su opinión, el detenido era el asesino. En realidad, aceptó sencillamente lo que había supuesto y referido el comandante. Se levantó el cadáver y se cargó en el furgón por los camilleros, para llevarlo al depósito, donde sería sometido a la autopsia. Por parte del Branduardi, después de inspeccionar someramente el apartamento y constatar que no había nadie, ordenó a los agentes precintar la puerta de entrada, llevar al detenido a la comisaría y encerrarlo en una celda, a la espera de que se nombrara un comisario para el interrogatorio. En aquellos tiempos la ley no preveía la intervención de un magistrado, ni en el lugar del delito, ni durante el interrogatorio del funcionario de policía al detenido, que se producía sin la presencia de su abogado. El juez instructor intervenía después si el comisario investigador, valiéndose de la referida autopsia y habiendo interrogado al sospechoso, consideraba que se trataba de un homicidio e informaba a la procuraduría del reino. Por el contrario, en caso de caso fortuito, la investigación, supervisada por el subjefe de policía, sencillamente se archivaba sin actuación judicial.
Branduardi siguió al furgón, quedando sin embargo atrás por la baja velocidad de la motocicleta ya vieja y estropeada. A la llegada, mientras el detenido estaba ya en la celda, el mariscal subió a su despacho en la Sección de Delitos de Sangre en el segundo piso, espacio que compartía con un brigada y un agente dactilógrafo y se preparó con calma un café de guerra, un sucedáneo, con su máquina napolitana que tenía en el armario junto a un hornillo eléctrico de incandescencia. Se lo tomó muy caliente después de endulzarlo con una pastillita de sacarina, no porque fuera diabético, sino porque el azúcar, desde que empezó la guerra, era imposible de encontrar para los mortales comunes. Luego se fumó un cigarrillo Serenissima Zara con una calma casi celestial, saboreándolo hasta casi la colilla que, en las últimas dos caladas, había sostenido pinchándola con un alfiler, como solían hacer no pocos fumadores en esos tiempos de carestía y cigarrillos sin filtro, y finalmente, con paso desganado, llevó el folio con el informe, no más de veinte metros en la misma planta, a uno de los subcomandantes de la Sección de Delitos de Sangre, un tal comisario jefe Riccardo Calvo, que estaba de turno aquel día hasta la medianoche. A las cero y unos pocos segundos, Branduardi se fue a casa a dormir y, poco después, también Calvo después de haber dejado el informe del suboficial sobre la mesa de su igual entrante, el doctor Giuliano Boni.
El hombre con el mono iba a continuar encerrado en la celda.
Finalmente, por orden del comisario jefe Boni, el caso de Rosa Demaggi fue asignado a un casi imberbe subcomisario que estaba de servicio a medianoche, Vittorio D’Aiazzo, con una experiencia de menos de un año en la Seguridad Pública y, desde el primer día, asignado a la compleja Sección de Delitos de Sangre.
Eran cerca de las tres de la madrugada del 27 de setiembre de 1943 y estaba a punto de iniciarse la insurrección que la historia recuerda como los Cuatro Días de Nápoles: la olla a presión de la muy acosada ciudad estaba hirviendo y la temperatura ya había llegado a tal grado que al ocupante alemán le habría resultado imposible impedir la ardiente erupción.