Capítulo 5

2026 Words
Capítulo 5 Mientras continuaba el tiroteo en Via Medina, el comisionado al cargo de la comisaría, el doctor Carmelo Pelluso, alejándose de la ventana de su oficina en el primer piso desde la que había observado con cautela al pelotón alemán dedicado al combate, iba a llamar por el interfono a sus subcomisarios para dar las órdenes oportunas cuando sonó el teléfono que había sobre su mesa. Al otro lado de la línea estaba su superior directo, el doctor Soprano: El prefecto dijo al comisionado que se habían iniciado tiroteos en más zonas de Nápoles y le dio la noticia de que la 5ª armada y el 6º cuerpo estadounidenses, además del 10º británico, estaban atacando a los alemanes en dirección a Nápoles y Avellino y los efectivos alemanes en el campo estaban empezando a replegarse, dirigiéndose a la ciudad partenopea para consolidar sus líneas más al norte. Acabó dejando al arbitrio del comisionado decidir qué órdenes concretas impartir a sus hombres, pero con la condición de no obligarles a combatir contra los alemanes. El doctor Pelusso no obedeció del todo: tras despedirse del prefecto, ordenó a sus subordinados transmitir a los respectivos inferiores la sencilla invitación, no la orden, de unirse al pueblo contra los alemanes, pero añadió con decisión: —Decid a todos que yo personalmente estoy con los insurgentes. Sin embargo, si alguien, hipotéticamente, no quiere seguirme, no tendrá problemas. Pero deberá entregar su pistola y quedarse retenido en la comisaría en las celdas de custodia. Carmelo Pelluso no fue un antifascista desde el principio: como muchísimos otros, entre ellos el subcomisario Vittorio D’Aiazzo, portó hasta el 25 de julio el uniforme fascista, de hecho obligatorio para los funcionarios públicos. Pero ya al acabar ese mes se había unido al Partido de la Acción y no había cambiado de bandera después de la ocupación alemana y el muy reciente retorno de Mussolini al gobierno de la Italia no ocupada por los ejércitos aliados. Por el contrario, ahora colaboraba activamente con los dirigentes de los partidos antifascistas del Frente Único Revolucionario y, sobre todo, con uno de sus mayores exponentes, nada menos que su amigo personal, el accionista22 profesor Adolfo Omodeo, que el 1 de septiembre había sido nombrado por el gobierno de Badoglio rector del Ateneo Federico II de Nápoles, desde el que alentaba entre los intelectuales, junto al liberal Benedetto Croce, la rebelión contra el nazifascismo. Los policías fieles a Mussolini, un comisario y una decena de agentes, cabos y suboficiales, bajo el control directo del comisionado, fueron desarmados y recluidos, respetuosamente, pero bajo escolta armada, en las celdas de seguridad. Se informó a Pelluso de que ya había otros reclusos en las celdas y supo que el único que estaba en custodia era un tal, verdadero o falso, Gennaro Esposito, sospechoso del asesinato de una prostituta llamada Rosa Demaggi. En la cara del comisionado asomó un gran descontento. En esos mismos momentos, Vittorio D’Aiazzo estaba saliendo del cuartel por la entrada de vehículos conduciendo un vehículo blindado viejo y obsoleto de la comisaría. Se consideraba de corazón un demócrata cristiano, aunque, después de deshacerse del uniforme fascista el 25 de julio no se había afiliado ni al partido católico, ni al liberal y, a diferencia del comisionado Pelluso, no había llegado a contactar con hombres de la recién nacida resistencia. Por otro lado, lo mismo pasaba con la gran mayoría de aquellos italianos que luego combatirían contra el fascismo durante otro año y medio, hasta el final de la guerra. Con Vittorio D’Aiazzo, subió al blindado, aunque agotado como él por la noche insomne, el brigada Marino Bordin, hombre animoso aunque rudo, quien, aunque no tenía ideas políticas, alimentaba un profundo rencor contra los alemanes debido a su arrogancia despectiva hacia los italianos. También se montaron en el blindado dos agentes llamados Tertini y Pontiani y conducía el comandante Aroldo Bennato, jefe mecánico del taller de la comisaría, estos tres descansados después de una noche de reposo y que acababan de llegar al servicio. El blindado, o más exactamente la furgoneta blindada como era catalogada, era un aparato de la Primera Guerra Mundial, Lancia Ansaldo IZ, dotado de tres ametralladoras pesadas de 7,92 milímetros Maxim. Solo este blindado y dos similares no habían sido confiscados en la comisaría por los ocupantes, al juzgarse ya no utilizables por estar obsoletos, al contrario que los autos blindados más modernos FIAT 611 1934/35 y FIAT AB 1940/43, que los soldados alemanes habían confiscado inmediatamente junto a sus medios acorazados. El Lancia Ansaldo IZ era un modelo lento y poco maniobrable. Pero tenía una notable potencia de fuego, hasta el punto de que, al entrar en servicio al final de la Primera Guerra Mundial, había hecho estragos inmediatos entre los austriacos. Por otro lado, contrariamente a lo que debían haber pensado los alemanes, los tres autos acorazados gemelos estaban en perfecto estado gracias a las revisiones periódicas del jefe del taller y sus mecánicos y por los responsables de las armas en el caso de las ametralladoras. Con los cinco policías a bordo, el blindado entró estruendoso y humeante en la Via Medina, a una setentena de metros a las espaldas de los alemanes, siempre tratando de disparar sobre los revoltosos usando los fusiles Garand, mientras que el operador de la metralleta BAR de los patriotas yacía desplomado boca abajo, muerto. El número de los atacantes se había reducido a menos de la mitad, ya que los alemanes disponían de una llamada sierra de Hitler, una tremenda ametralladora MG-42 de 7,92 milímetros, la mejor del mundo en eficacia y ligereza, tanto que todavía hoy, el siglo XXI, el modelo está en dotación en la OTAN.23 Y de cada diez balas insertadas en las cintas alemanas, una era de tipo perforante, capaz de abrir brechas en los muros semiderruidos y los montones de escombros de las dos casas bombardeadas, a cuyo abrigo disparaban los patriotas. También algunos alemanes estaban muertos en el suelo, una pequeña parte de su pelotón. Vittorio D’Aiazzo ordenó al comandante parar el auto y a los agentes portar dos ametralladoras, mientras él mismo llevaba a la espalda una tercera. El trío se armó, apuntado a los granaderos enemigos y, a la orden del superior, disparó sin parar a pesar del riesgo de que las armas se encasquillaran. Los tres ametralladores improvisados eliminaron al pelotón adversario, cuyos hombres no tuvieron tiempo de darse la vuelta contra el blindado italiano usando la MG con sus balas perforantes, que habrían podido deshacer la débil protección del auto italiano y, sobre todo, no pudieron lanzar una bomba anticarro con un Panzerfaust que llevaban. Después de la matanza de alemanes, el blindado reemprendió la marcha, lentamente, y sobrepasó, serpenteando, a los muertos y los vehículos enemigos. Debido al espacio insuficiente apartó por la fuerza una camioneta. A una cuarentena de metros los patriotas supervivientes, ya solo seis, ninguno de las cuales estaba herido, salieron de los escombros al descubierto andando hacia el blindado: eran cinco hombres y una mujer delgada y pequeña que no mostraba más de dieciocho años y tenía en su rostro una expresión de desprecio. En el blindado, a una decena de pasos del pequeño grupo, Vittorio ordenó detenerse. Bajó con tres de los suyos, dejando a bordo al comandante con la radio. Los policías y los partisanos se ocuparon de los italianos en el suelo, dieciséis, ninguno de los cuales daba ninguna señal de vida: seis de ellos estaban en condiciones horribles, cuatro casi partidos en dos por las balas de la MG, al quinto le faltaba el rostro, sustituido por una cavidad sangrienta, el sexto privado de la bóveda craneal, donde se podía ver el cerebro mientras le salía de la nariz materia cerebral que se había posado en boca y mentón. La joven, habiendo tenido a este último a su lado durante el combate, contó a D’Aiazzo que el cerebro del hombre había palpitado unos momentos después de sufrir aquel golpe devastador. Impasible, concluyó así su espeluznante relato: —No sé si estaba todavía consciente, porque estaba inmóvil, pero creo que sí. —¡Yo espero que no! —le respondió el subcomisario con desagrado, molesto no tanto por la macabra descripción, sino por la frialdad que mostraba la joven. Uno de los italianos muertos llevaba en bandolera una pequeña bolsa de arpillera con una radio estadounidense Motorola Handie-Talkie SCR536 de un solo canal, ligera, pero no potente. La joven, siempre sin mostrar sentimientos, se la quitó el difunto y se la puso en bandolera. Luego revisó, uno a uno y con gran atención, los cadáveres de los alemanes y, al acabar la inspección, su cara se oscureció. Vittorio ordenó sacar del trípode y llevarse la mortal ametralladora MG con sus ristras de balas y explicó que, una vez desmontada de soporte, esa arma podría usarse bastante bien como fusil ametrallador, gracias a su peso no excesivo, apenas una docena de kilos, y a su doble pie desplegable guardado debajo del cañón. Fue la joven, abandonando su fusil Garand, la que se la quedó, diciendo que sabía cómo usarla. Tomó dos ristras de balas de la MG y se las puso en bandolera y colocó la ametralladora en la parte derecha de su espalda, balanceándola por el cañón con la mano. D’Aiazzo tomó el funesto Panzerfaust y preguntó: —¿Alguno de vosotros sabe usar esto? Obtuvo un sí de uno de los seis que, a pesar de estar vestido de civil, dijo que era granadero, precisando que había sido «sorprendido aquí en Nápoles por el armisticio». Un rato después, el comandante se asomó por la ventanilla del blindado y comunicó al superior que había oído, desde la radio de la comisaría, la noticia de que, a través del teléfono, una voz femenina había llamado a su centralita denunciando que los alemanes estaban ametrallando las casas de la Plaza de la Caridad. Vittorio decidió intervenir. Dado que el blindado podía acoger hasta seis personas, ofreció a la joven ir con ellos. Esta lo rechazó y, dada la urgencia, no insistió en la invitación, dio la orden de subir a sus hombres y, tras entrar en último, ordenó al comandante dirigirse al objetivo. Entretanto, muchos otros policías estaban saliendo de la comisaría para enfrentarse a los alemanes: había quien salía a pie por el portal o una puerta secundaria, otros por el paso de carruajes sobre camiones, camionetas, autocares o a bordo de los dos autos blindados restantes. La mayoría llevaba mosquetes ’91 del siglo pasado, alguno llevaba en bandolera una metralleta moderna MAB,24 y muchos llevaban en bolsas en bandolera bombas SRCM o granadas lacrimógenas. Los destinos de todos esos policías eran muy diversos. En particular, después de órdenes precisas del comisionado Pelluso, un pelotón, en el cual algunos hombres vestían de civil y la mayoría portaba uniforme, se dirigió sobre un autocar largo marca OM hacia la Plazuela del Nilo, solo distante un kilómetro de la Via Medina: sobre ese camión, en el puesto de copiloto, iba también el presunto sargento mayor Gennaro Esposito. El blindado al mando de D'Aiazzo volvió a partir, retumbando y petardeando, llevando detrás a los seis patriotas a pie. El comandante Bennato lo conducía lentamente, no solo por la vetustez del vehículo, sino para que los partisanos a pie, a los que servía un poco de baluarte, pudieran seguir el camino sin cansarse. Después del primer centenar de metros, uno de los seis, tras considerar la complexión diminuta de la joven, le ofreció cambiar la pesada MG por su fusil, pero ella se negó, molesta, diciendo con la boca torcida «Naah», lo que, vistas sus intenciones, debía significar que no. Al acercarse a la Plaza de la Caridad, los once patriotas empezaron a oír los tableteos de las ráfagas de ametralladora. Tras dos minutos, llegaron a sus oídos ruidos de metralleta seguidos por una detonación. Después de otro par de minutos, volvieron a sonar ráfagas de ametralladora cuyo crepitar se hacía cada vez más fuerte, al irse acercando el blindado, ya casi junto a la plaza: era indudable que se estaba disparando allí. Vittorio ordenó a Bordin y a los agentes tomar las metralletas y estar preparados para disparar a su orden. Por su parte, se colocó detrás de una ranura en la proa para observar el exterior, listo para ordenar hacer fuego.
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