BRYCE.
Después de pasar la noche con Camille, como se había vuelto costumbre desde que nos comprometimos, encendí mi teléfono. Encontré dos mensajes de Isabela, y al leerlos, un profundo sentimiento de culpa me invadió.
—¿Te olvidaste de mí? —acompañaba la pregunta con unos emojis tristes—. Te he pensado mucho. Espero que tu trabajo esté saliendo bien.
Mi sangre se congeló. Ella creía que estaba trabajando, ajena a la realidad. Necesitaba encontrar una forma de salir de esta situación con Camille y escapar, aunque fuera por una noche, para estar con Isabela. La deseaba con una intensidad que me quemaba por dentro, pero más allá del deseo físico, anhelaba la calidez de su dulce presencia.
—Buenos días, princesa. Perdona mi ausencia, mi teléfono se descargó —escribí rápidamente, esperando que mi mensaje llegara. Como siempre, no tardó en responder.
—Hola, Bryce. No te preocupes, es solo que te extraño. ¿Cómo estás?
—Muy bien. Espero terminar temprano hoy. ¿Nos vemos en el apartamento? Llevo la cena.
—¿De verdad? ¡Me encantaría! No traigas nada, yo preparo la cena esta vez. ¿Te gusta la lasaña?
La verdad, no era de mis platillos favoritos, pero si era algo hecho por sus manos, no había forma de que lo rechazara.
—¡Claro que sí! Llego a las siete del trabajo. Besos. ¡Te extraño!
Guardé el teléfono de inmediato, justo cuando Camille apareció detrás de mí, ajustándose el vestido frente al espejo.
—¿Qué harás hoy, querido?
—Tengo que ir a la compañía. Hay mucho trabajo acumulado, ya sabes cómo es a fin de mes con las nóminas y los pagos.
—¡Ay, no, Bryce! Estoy aquí y sabes que mi tiempo en la ciudad es limitado. Esta noche quiero que me acompañes a un compromiso. Ya sabes cómo son los especuladores; si no vamos juntos, pensarán que estamos teniendo problemas. Bastante han hablado ya de nosotros.
Me quedé en silencio. No podía acompañarla, no esta vez. No podía dejar plantada a Isabela, no cuando cada fibra de mi ser anhelaba estar con ella.
—No te puedo acompañar. De hecho, creo que deberías pasar la noche con tus padres. No es seguro que regrese a dormir a la mansión —le dije mientras la tomaba por la cintura y le daba un beso en la mejilla. Apenas terminé de hablar, noté cómo su rostro se encendía de ira. Sabía que sospechaba que algo no estaba bien.
—¿Dónde vas a quedarte esta noche? ¿Con quién vas a estar? Dime la verdad, Bryce. Si tienes una amante, quiero saberlo de una vez por todas.
Quise gritarle en la cara que sí, que tenía a alguien más, pero no era una simple amante. Isabela era mucho más que eso: era la mujer con la que quería construir algo real, mi escape hacia otra vida, una que me hacía sentir vivo. Esa noche pensaba pedirle que fuera mi novia oficialmente. Pero Camille era de esas mujeres que, por mantener las apariencias y la estabilidad, me había perdonado cada una de mis infidelidades. Esta vez, sin embargo, yo no buscaba perdón. Ya no quería seguir fingiendo.
—No, no tengo ninguna amante. ¿Cuántas veces debo repetírtelo? Es trabajo, solo eso. Nos vemos mañana —dije con frialdad, dándole un beso en la mejilla antes de salir apresurado, sin darle la oportunidad de responder.
Mi día transcurrió con lentitud, cada minuto parecía eterno. No podía dejar de pensar en Isabela y en cómo haría de esa noche algo especial. Cuando por fin dieron las seis, salí disparado de la oficina, lleno de entusiasmo. Quería sorprenderla, pedirle que fuera mi novia con un gesto que reflejara cuánto significaba para mí.
Mi primera idea fue algo ostentoso: un reloj de oro o un collar de diamantes, algo que simbolizara su belleza y mi devoción. Pero pronto descarté la idea; no quería que el regalo fuera un símbolo de riqueza, sino de amor sincero.
Al pasar por una tienda de flores, me detuve. El aroma fresco y los colores vibrantes me hicieron sonreír. Una mujer amable, con una dulzura en su voz que me recordó a Isabela, se acercó a ayudarme.
—Joven, ¿cómo es ella? ¿Cuál es la ocasión? —preguntó con curiosidad mientras me mostraba diferentes ramos.
—¿Qué puedo decirle, señora? Ella es hermosa, pura y dulce como no tiene idea.
—¿Quiere que las flores le duren mucho tiempo?
—Sí, claro que quiero. Porque quiero que lo nuestro dure muchísimo más.
—Tengo algo especial para usted —dijo la mujer con una sonrisa—. Estas rosas cristalizadas tienen un significado precioso. Si las conserva en su cristal, durarán tanto como ella las cuide.
Observé la rosa cuidadosamente. Era algo sencillo, quizá demasiado, pero considerando mi papel como alguien sin grandes recursos, el gesto me parecía perfecto. Además, el significado que la flor llevaba consigo era profundamente emotivo.
Cuando llegué al apartamento, el aroma que inundó mis sentidos me transportó de inmediato a un lugar cálido, como un hogar. La comida de Isabela no tenía nada que ver con las insípidas ensaladas que solía comer; era un verdadero regalo para el alma.
Abrí la puerta y la vi. Por un momento, todo mi mundo se detuvo. Estaba descalza, vestida con una camiseta amplia y un short sencillo, su cabello recogido en una alta cola de caballo que dejaba escapar unos mechones sobre su frente. Se movía con naturalidad, sirviendo la comida, y cuando levantó la vista y me vio, su rostro se iluminó.
—¡Hola, Bryce! —gritó con alegría, dejando todo lo que tenía en las manos. Corrió hacia mí y se lanzó a mis brazos, abrazándome con tanta fuerza que casi me dejó sin aire. Pero lo amé.
La envolví con la misma intensidad y la besé, un beso que ella correspondió con igual pasión. No sé cuánto tiempo estuvimos así; no existía nada más en ese momento. Solo sabía que mi corazón latía con una intensidad que hacía mucho no sentía.
Cuando finalmente nos separamos para tomar aire, ella acarició mi rostro con una ternura indescriptible.
—Te extrañé —susurró, y en su voz sentí todo el amor que ella tenía para darme.
—Yo también te extrañé —murmuré mientras dejaba la bolsa con la rosa sobre la barra. Sentía un leve rubor en las mejillas; me avergonzaba un poco entregarle un regalo tan modesto, pero mi deseo de pedirle que fuera mi novia era más fuerte.
—¿Qué traes ahí? —preguntó con curiosidad, mirándome con esa expresión inocente que siempre me desarmaba.
—Bueno... no sé cómo lo vayas a tomar. Es un pequeño detalle, pero no es algo costoso y…
—No me importa que no sea caro —interrumpió, con un leve tono de culpa—. Yo no tengo nada para ti.
—El simple hecho de que hayas cocinado para mí es el mejor regalo que podría recibir —respondí con sinceridad, entregándole la bolsa—. Ábrelo, quiero que lo veas.
Ella tomó la bolsa con cuidado, desenvolviendo el paquete con delicadeza. Cuando sus ojos se posaron en la rosa cristalizada, su expresión cambió por completo: sus ojos brillaron con una mezcla de sorpresa y alegría.
—¡Es lo más hermoso que he recibido en mi vida! —exclamó emocionada, sujetando la rosa como si fuera un tesoro—. Gracias, Bryce. ¿De dónde saliste? Eres el hombre con el que cualquier mujer soñaría.
Antes de que pudiera responder, se lanzó hacia mí, abrazándome con fuerza y dándome un beso lleno de gratitud. No dejaba de agradecerme por un regalo que apenas había costado unos dólares, pero verla así, feliz, hacía que valiera más que cualquier diamante. La llevó a su habitación y la colocó con cuidado junto a su cama. Desde allí, no dejaba de mirarla, como si hubiera recibido el regalo más valioso del mundo.
Luego me sirvió la cena. Me trató con una atención y un cariño que me hicieron sentir como un rey. Aunque la lasaña no era parte de mi dieta, en ese momento no me importaba romperla. Cada bocado, cada instante junto a ella, era un placer indescriptible. Incluso verla comer me llenaba de una paz que nunca antes había sentido.
La cena transcurrió en un silencio cómodo, donde solo nos comunicábamos con las miradas. Después, decidimos tomar un poco de vino en la sala, frente al televisor, mientras veíamos una película romántica.
—Gracias por todo esto, Bryce. Me haces tan feliz —dijo de repente, mirándome con una calidez que desarmaba cualquier duda en mi corazón.
—Gracias a ti, Isabela. Llegaste a mi vida y le diste un nuevo color.
Alzamos las copas y brindamos. La observé mientras sus labios rozaban el borde de su copa, sintiéndome afortunado y, al mismo tiempo, un miserable. Mi teléfono vibraba en el bolsillo, pero había decidido quitarle el sonido para que Isabela no notara las llamadas de Camille. Sin embargo, eso no borraba el peso de saber que mi prometida me estaba buscando.
Pero esa noche tenía un propósito claro. Quería que Isabela se convirtiera en algo más que mi refugio: quería que fuera mi novia, la dueña de mi corazón.
Sin pensarlo, Isabela me responde con un beso lleno de pasión. No sé si fue el calor del vino o el momento, pero pronto se encontraba encima de mí, y yo me dejaba llevar por la intensidad de la situación. Mi cuerpo reaccionó inmediatamente, el deseo y el amor por ella se entrelazaron en un solo sentimiento. Comencé a acariciar su cuerpo, con suavidad, deslizándome por debajo de su camiseta hasta llegar a su sostén. Podía escuchar sus gemidos suaves, llenos de emoción.
Justo cuando sentí que todo estaba a punto de ser perfecto, ella se sobresaltó y se apartó rápidamente de mí.
—Bryce, no me siento preparada, perdóname —me miró con una expresión de duda, como si temiera que me molestara. Sin decir nada, me acerqué a ella y la abrazé, arreglándole la ropa con cuidado. Le di un beso tierno en su mejilla, notando cómo se sonrojaba aún más.
—No te preocupes, será cuando tú quieras —le susurré—. Aunque no significa que no me guste lo que estamos compartiendo.
—A mí también me gusta mucho, pero… soy virgen. Nunca he estado con un hombre, y no sé qué esperar. Si eso es un problema para ti, lo entendería. Tal vez no sea tan emocionante estar con alguien tan inexperta como yo —dijo, con una vulnerabilidad que me partió el alma.
Cuando escuché sus palabras, sentí una punzada en el corazón, un dolor profundo. ¡Maldito miserable! Isabela era una mujer tan pura, una niña que había tenido que madurar demasiado pronto, que había vivido una vida de adulta sin nunca haber sido amada de verdad. Y yo estaba allí, haciéndole daño sin darme cuenta.
El silencio nos envolvió. Me quedé mirándola, incapaz de encontrar las palabras para aliviar el dolor que acababa de crear.
—¿Qué? ¿Qué pasa? Lo sabía, sabía que no te iba a gustar… perdóname —dijo, acurrucándose en sí misma, llena de inseguridad. Estaba tan equivocada.
—No, princesa, al contrario, me honra que seas virgen. Eres una mujer increíble. No quiero que sientas presión. Lo único que deseo es que, cuando decidas dar ese paso, lo hagas por amor, y que lo hagas cuando realmente te sientas lista. Me encantaría que fuera conmigo, pero esa es una decisión que debes tomar con total seguridad —le dije, con ternura, mientras la miraba a los ojos.
Ella me miró, sus ojos brillaron con suavidad, y sin decir una palabra, se dejó envolver por mis brazos. Se acurrucó en mi pecho y, juntos, continuamos viendo la película. Nos quedamos allí, abrazados, hasta que el amanecer llegó. Ambos nos quedamos dormidos, pero antes de eso, nos colmamos de besos, de cariño y de una conexión tan profunda. Yo quería ser su primer hombre, pero de una manera que fuera especial, sin presiones, sin que nada se sintiera forzado.
Al final, esa noche no le pedí que fuera mi novia oficial, y aunque me dolía, entendía que era lo mejor. No quería hacerle daño, no quería apresurar nada.