Bryce Bennet
—Permítame su carné, caballero —exigió ella, con un tono que denotaba más desafío que cortesía. Sus ojos, a pesar de estar enmarcados por profundas ojeras, brillaban de una forma que acaparaban intensamente mi atención.
—Señorita, no estudio aquí —respondí con calma mientras me apoyaba en el mostrador—. Ya soy egresado, administrador de empresas, para ser precisos. Mi amigo y yo estamos realizando un trabajo ilustrativo, y pensamos que este lugar sería ideal para encontrar la información que necesitamos.
Jonathan me dio un leve codazo, casi delatándonos. Me costó no soltar una carcajada: ambos sabíamos que nuestra presencia aquí tenía muy poco que ver con mitología griega o investigaciones.
—Ajá, claro, y yo soy Cleopatra —replicó ella, cruzándose de brazos—. Está bien, la biblioteca es libre. Confío en que cuidarán los libros y los devolverán en su lugar. En esa hilera encontrarán lo que necesitan. —Nos señaló los estantes repletos de volúmenes con un movimiento elegante, luego volvió a sus tareas como si ya hubiera olvidado nuestra existencia.
Me incliné ligeramente sobre el mostrador, fijando mis ojos en ella, intentando medir su reacción. Había algo exasperantemente atractivo en su actitud desafiante. Hermosa, sí, pero no una de esas que caen a los pocos segundos de conversación.
—¿Qué esperan? Si no necesitan el bendito libro, háganme el favor de irse. Tenemos mucho trabajo aquí. —Con un gesto impaciente, se dio la vuelta, ignorándome por completo. Hasta ese momento, ninguna mujer me había tratado con tanta indiferencia, y admito que aquello solo encendió mi interés.
—Mucho gusto, señoritas. Soy Bryce, y este es mi amigo Jonathan. ¿Y ustedes? —intenté retomar el control, esbozando mi mejor sonrisa.
—Nuestros nombres están justo aquí —replicó ella con ironía, señalando la escarapela que llevaba en el pecho. Mi mirada, casi por instinto, se desvió hacia donde indicaba, provocando que mi sonrisa se ampliara.
—Isabela. Hermoso nombre —dije con intención—. Y Clement. Ambos tan encantadores como ustedes.
Isabela soltó un bufido de desdén, encogiendo los hombros mientras continuaba ordenando libros con un claro toque de nerviosismo. Sus manos movían los mismos volúmenes una y otra vez, como si evitaran cualquier excusa para mirarme.
—Gracias —respondió con un sarcasmo que me arrancó una sonrisa. Era evidente que su actitud era una armadura, y eso hacía el juego aún más interesante.
—Isabela, ¿me acompañarías un momento? Me encantaría que me guiaras. Necesito a alguien con tu conocimiento —solté con descaro, sin dejar de observarla.
Para cuando terminé mi frase, Jonathan ya había conseguido que Clement cayera bajo su hechizo. Ambos se dirigían entre risas hacia las estanterías del fondo, dejando claro que, para él, la tarea había sido infinitamente más sencilla. En cambio, para mí, Isabela era un desafío que no pensaba dejar escapar.
—Como ves, mi amiga se ha ido. No puedo dejar el vestíbulo solo, así que tendrás que darte el tour tú mismo. No creo que me necesites —soltó Isabela, agarrando un libro que, por los nervios, dejó caer al instante. Se agachó rápidamente para recogerlo, y su minifalda se deslizó lo suficiente como para regalarme una vista que me dejó sin aliento. Isabela... Su nombre ya estaba haciendo estragos en mi mente.
Suspiré mientras la observaba. No podía apartar los ojos de ella, y lo sabía.
—¿Qué? —me increpó al darse cuenta de mi mirada—. ¿Qué me miras? ¿Tienes ganas de invitarme un café o qué? ¿Crees que soy de esas chicas que se rinden fácilmente ante un hombre guapo como tú?
Su tono directo y cargado de sarcasmo me dejó claro que estaba teniendo un pésimo día, y al parecer, yo era el blanco perfecto para su frustración.
—No creo que seas ese tipo de mujer, pero si quiero invitarte a un café, ¿irías conmigo? —respondí con una sonrisa tranquila—. Me has dado la idea perfecta para iniciar una conversación contigo.
—¡Claro que no, fanfarrón! ¿Acaso no ves que estoy trabajando? —Su rechazo fue tajante, casi ofensivo, pero su actitud prepotente y ese tono mordaz no hacían más que avivar mi interés.
Fanfarrón. La palabra resonó en mi mente. ¿Quién se creía esta muchachita? ¿Era mi dinero lo que la hacía desconfiar de mí? Perfecto. Si era así, sabía exactamente cómo manejarlo.
—¿Por qué crees que soy un fanfarrón? ¿Tengo cara de tener dinero? —dije, inclinándome ligeramente hacia ella, intentando intimidarla un poco más.
—Es obvio. Si ya estás graduado, seguro tienes dinero. Además, mírate. Tu pinta lo dice todo. Apostaría a que eres uno de esos CEOs de compañías gigantes, el típico soltero cotizado que todas las "jet-set" del mundo quieren atrapar, y, oh, pobre de ti, te equivocaste entrando aquí —replicó con un tono sarcástico irónico.
Así que no te gustan los hombres ricos... interesante. Sus prejuicios me daban el pretexto perfecto para improvisar.
—Te equivocas —respondí, dejando escapar una risa casual—. No soy el ricachón que crees. Ya quisiera yo. Soy administrador porque me gané una beca para estudiar, y esta ropa... bueno, es regalada por el hijo del jefe de mi padre. ¿Quién diría que no a una marca así?
Intenté sonar convincente, pero la mentira no era mi fuerte. Sin embargo, estaba dispuesto a mantener mi papel si eso significaba descubrir más de esa fascinante e irritante mujer que, sin querer, ya había captado toda mi atención.
—¿Ah, sí? No te creo que seas pobre —replicó Isabela con una ceja arqueada, pero para mi sorpresa añadió—: Sin embargo, acepto el café, aunque será otro día. Hoy estoy colapsada de trabajo.
Me dedicó una leve sonrisa que, aunque apenas asomaba en sus labios, la hacía ver aún más hermosa. A pesar de su apariencia sencilla, Isabela tenía un cuerpo que atraía miradas. Sus piernas delineadas, las generosas curvas de sus caderas, y su rostro blanco como la nieve eran imposibles de ignorar. Las ojeras que rodeaban sus ojos color miel no apagaban el brillo que emanaban, y eso solo la hacía más fascinante. Ya estaba decidido: esta mujer tenía que salir conmigo.
—Perfecto, dime, ¿cuándo paso por ti? —respondí con una sonrisa segura, esperando asegurar mi invitación.
—Pasa cuando quieras, y en una de esas me coges con tiempo —contestó con aire despreocupado, como si el encuentro dependiera completamente del azar.
Sus palabras cayeron sobre mí como un balde de agua fría, pero no tuve tiempo para procesarlas. Las risas que venían del pasillo me sacaron de mi ensimismamiento, y ahí estaban Jonathan y Clement. A mi amigo le había ido demasiado bien: sus labios tenían el carmín evidente de un beso robado o quizá no tan robado. No necesitaba preguntar nada, el resultado era más que claro.
—¿Amigo, nos vamos? —me preguntó Jonathan con una sonrisa de satisfacción que contrastaba por completo con mi frustración.
—Sí, claro, vámonos —respondí, mirando a Isabela una última vez—. Señoritas, fue un placer.
Me giré hacia ella y, con un tono seguro, lancé mi despedida:
—Isabela, volveré. Espero que, para entonces, aceptes salir a tomar ese café conmigo.
Ella me miró sin decir una palabra. Salí con Jonathan, pero mi mente ya estaba planeando cómo hacer de ese café una cita ineludible.
Ella apenas esbozó una sonrisa burlona, suficiente para que mi interés por ella se encendiera aún más. Era un reto, un desafío que no estaba dispuesto a perder. Ninguna mujer, en todos mis años de conquistas, se había resistido a mis encantos. Pero Isabela era distinta, y eso la hacía irresistible. Sería mi última aventura antes de entregarme a un matrimonio arreglado con una mujer de la alta sociedad, solo por dinero. Sabía que esa boda pondría fin a mi libertad, y no iba a perder la oportunidad de tener a Isabela bajo mis caderas. Era un deseo que ya había decretado.
—¿Y qué, amigo? ¿Cómo te fue? —pregunté a Jonás, que no podía ocultar su satisfacción.
—La chica resultó ser todo un desafío, pero apenas me dio un pico. ¡Un simple beso! Increíble, ¿no? —rio, resignado. Él tampoco estaba acostumbrado a que una mujer lo dejara con ganas de más.
—Al menos tú conseguiste un beso. Yo ni siquiera logré una invitación a un café —respondí con sarcasmo, rodando los ojos. Era surrealista que dos hombres como nosotros —jóvenes, apuestos, adinerados y maestros en el arte de la seducción— hubiéramos sido rechazados por dos mujeres tan aparentemente sencillas como Isabela y Clement.
—¡Bah! —Jonás suspiró, sacudiéndose la frustración—. Esta vez no fue, amigo. Vámonos por unas cervezas. Seguro que en el bar encontraremos mejor compañía para esta noche. —Me dio un golpe en el hombro, como si eso resolviera el asunto.
—¿Sabes? No tengo ganas de ir al bar. Prefiero irme a casa. Estoy cansado y, la verdad, ya no me entusiasma la idea de estar con cualquiera. Es tan... básico. —Mi tono era despreocupado, pero mi mente seguía atrapada en Isabela.
Jonás me miró como si acabara de decir la cosa más absurda del mundo.
—¿Tanto te afectó el desprecio de la bibliotecaria? —se burló, soltando una carcajada.
No le respondí. Solo sonreí para mí mismo. Más que afectarme, ese desprecio había encendido un fuego. Y estaba decidido a ganarle el juego a Isabela, aunque eso significara romper todas mis reglas.
—Más que desprecio, es hermosa, y quiero hacerla mía. Creo que se va a convertir en una obsesión —dije, sintiendo cómo el deseo por ella se apoderaba de mí. No podía dejarla ir tan fácilmente. Había algo en ella que me retaba, y eso me volvía más decidido—. Pero ya ves, odia a los chicos ricos. Tuve que mentir, decirle que soy pobre como ella. Así que, si quiero algo con ella, no debo revelarle mi procedencia.
Jonás se quedó pensativo por un momento antes de responder, y su tono cambió a uno más serio.
—Por fortuna para ti, aún no te casas. Si no, tu futura modelito ya hubiera hecho un escándalo mediático, y serías el pan de cada día para los medios —me dijo, y su observación me hizo pensar un segundo. Tenía razón, pero eso no cambiaba mi objetivo. Este asunto no era sobre mi matrimonio, era sobre mi orgullo herido.
—Solo puedo decirte una cosa: Isabela será mía, cueste lo que me cueste. Ninguna mujer me rechaza —respondí con firmeza, sacando un cigarrillo de mi bolsillo y encendiéndolo. La calada me dio un poco de calma, pero mis pensamientos seguían atrapados en ella.
Jonás me observaba con una sonrisa en la cara, claramente entretenido por mi actitud.
—Hagamos una apuesta —dijo de repente, como si tuviera algo en mente—. Yo digo que no te vas a acostar con ella. Si lo haces, te daré un millón de dólares. Y si no lo haces, me los darás tú a mí.
Lo miré, incrédulo por el reto. Un millón de dólares. Era mucho dinero, pero no era eso lo que me interesaba.
—Es mucho dinero, Jonás. Pero eso es pan comido. Ve alistándolos, no me caerían nada mal, aunque el dinero no es importante. A decir verdad, lo que me importa es mi orgullo —respondí, dándole una última bocanada al cigarro antes de apagarlo con mi zapato.
Mi amigo sonrió, sabiendo que había encendido algo en mí. La apuesta estaba hecha, pero para mí, ya no se trataba de ganar dinero, sino de ganar a Isabela.
Salí del edificio y me dirigí hacia el Ferrari que mi padre me había regalado por graduarme. El rugido del motor al arrancar siempre me había dado una sensación de poder, un recordatorio constante de lo que mi familia había logrado, y de lo que yo podía tener al alcance de la mano. El dinero lo compraba todo: los autos más lujosos, la ropa más cara, las mansiones en las que solo los afortunados podían vivir, los viajes exóticos, y todo lo que deseaba.
Pero había algo en esa mujer, en Isabela, que no podía comprar. Mientras me acomodaba en el asiento del conductor, su imagen volvía una y otra vez a mi mente. Esos ojos color miel, esa actitud desafiante, su rechazo… Eso me estaba matando. El pensamiento de que, por más que quisiera, no podía tenerla, no podía conseguir su atención tan fácilmente, se estaba clavando en mi mente como una espina.
Mi vida había estado llena de mujeres que se rendían ante mis encantos, pero ella, ella parecía ser diferente. ¿Cómo una mujer tan hermosa podía no interesarse por lo que yo tenía para ofrecer? El pensamiento me hacía hervir la sangre, y la rabia comenzaba a mezclarse con la fascinación que sentía por ella. Era un desafío, y los desafíos siempre me habían gustado.