CAPÍTULO 1 TORMENTOSA REALIDAD

1307 Words
Isabela Meyers. Un golpe en la cabeza, como una chancleta lanzada con fuerza, me hizo estremecer de dolor. El olor a alcohol invadió mis sentidos, pesado y nauseabundo. ¿Qué hora era? ¿Las tres de la mañana? ¿Por qué dormir en mi propia casa me resultaba tan difícil? Si esto seguía así, desaparecería de tanto agotamiento. ¡Maldita sea mi suerte! Y ahí estaba ella, mi madre. Gritando en mis oídos, con los dientes apretados y la voz borracha, provocándome un asco inmenso. —¿Piensas quedarte ahí todo el día? ¡Levántate, Isabela! ¿O acaso crees que aquí comemos del aire? —bramó, acercándose para arrancarme las sábanas con un tirón. El frío de la mañana me envolvió sin piedad, dejándome, temblando. —Mamá, llegué a las dos de la mañana de la cafetería —murmuré, tratando de recuperar las cobijas—. Aún puedo dormir una hora antes de ir a la biblioteca. Eran las seis de la mañana. Mis piernas todavía ardían del agotador turno de la noche anterior, pero mi madre no pareció escucharme. —¿Biblioteca? —espetó con ironía, mientras se burlaba de mi—. ¡Deja esas tonterías! Ahí te pagan la mitad de lo que ganas en la cafetería. Hablé con tu tía Iris, y empiezas turno completo. Su voz era un tambor implacable que resonaba en mi mente. Me incorporé, arropándome otra vez como un acto de desafío. Envolviendo mis sabanas hasta cubrir mi cabeza. —¡Ni lo sueñes, mamá! Sabes que estoy haciendo las prácticas de la universidad. Si no las termino, no me graduaré el próximo año. Trabajo en las noches para poder con todo esto, ¿qué más quieres? Mis palabras salieron firmes, pero por dentro me consumía la rabia. Ella me miró con esos ojos perdidos que siempre traía desde que papá murió, desde que el alcohol se convirtió en su refugio. Yo tenía 22 años, la mayor de cuatro hermanos. Loren, con apenas 18, se hacía cargo de la casa mientras yo sostenía los gastos. Entre las bocas que alimentar estaban las de mi madre y la de su miserable esposo, que no hacía más que beber a su lado. La vida era una carga pesada que, a veces, parecía imposible de llevar. Pero no podía detenerme. Ni siquiera podía darme el lujo de quejarme, no en esa casa. Mi madre emitió un grito de furia, y volvió a arrancarme las cobijas, y antes de que todo se saliera de control, mejor me levanté, ¿Qué más opciones tenía? Mi madre siguió gritando por toda la casa, y entre los chillidos de mis hermanos pequeños, el martilleo constante de mi migraña y esa sensación sofocante de vivir en una pesadilla diaria, no tuve más opción que levantarme de inmediato. Prefería enfrentar el frío de la calle que seguir soportando la agonía de lo que llamaba familia. —¿Ya te vas, Isabela? —preguntó Loren, mientras preparaba el desayuno para los pequeños. —Sí, nena. Espero que puedas aguantar el día —dije, mientras rebuscaba el dinero que había logrado esconder—. Ahí está, donde ya sabes. Compra solo lo necesario para la cena y guarda lo que puedas. No dejes que mamá lo toque, ¿me escuchas? Lo necesitamos. —Está bien, hermanita —respondió con una sonrisa resignada. Me acerqué para besarla en la frente, un gesto que sentía como un hilo frágil de esperanza en medio del caos. Me despedí de los tres pequeños terremotos con un nudo en la garganta y salí hacia la biblioteca. Tenía que cumplir al menos cinco horas de prácticas si quería graduarme como maestra en literatura. Mi madre, atrapada entre la esquizofrenia y el alcoholismo, era una sombra de lo que alguna vez fue. Yo, la mayor de cinco hijos llevaba sobre mis hombros la responsabilidad de cuatro pequeños. Conseguí una beca para estudiar en una de las universidades más prestigiosas de la ciudad, un lugar donde el talento y la inteligencia parecían importar tanto como el dinero y los apellidos. Ahora, en mi último semestre, lo único que me motivaba era ese gran titulo que me daría tanto prestigio para conseguir un trabajo y poder cambiar mi vida miserable. Tome el autobús, y con resignación llegue al único lugar que me hacía realmente feliz: la biblioteca. —¡Isabela! Por Dios, amiga, traes cara de funeral. Déjame adivinar, ¿otra vez tu madre no te dejó pegar ojo? —dijo Clement, mi mejor amiga de la vida y de la universidad, con su inconfundible falta de filtro y ese sarcasmo que la hacía tan única. —¿Qué comes que siempre aciertas? —respondí, esbozando una sonrisa cansada—. No es como si fuera un secreto. Pero mírate a ti, radiante como siempre. Lo dije con toda sinceridad. Clement no era hija de un banquero como muchos de los estudiantes de nuestra universidad, pero nunca se dejó encasillar en ese mundo. Adoraba nuestra amistad y, como yo, despreciaba la superficialidad de su entorno. Coincidíamos en que la mayoría de las personas con dinero eran aburridas y predecibles. Sin embargo, ella era la excepción. Clement era todo lo que yo valoraba en una persona. —Nena, un día vas a encontrar la felicidad —dijo con ese tono teatral tan suyo—. Te juro que un hombre que te ame de verdad llegará, tendrás tu propia familia, una carrera exitosa como maestra, una casa grande… y hasta un perro. Y... ¿Por qué no? Hijos. La miré divertida, pero también con un dejo de melancolía. Esos sueños no eran para mí. Mi único objetivo era graduarme, conseguir un trabajo mejor y darles a mis hermanos una vida digna. Todo lo demás era un lujo que no me podía permitir imaginar. Aun así, la esperanza es lo último que se pierde, ¿no? Las dos seguimos trabajando en silencio, colocando libros en sus estantes y recogiendo el desorden de los pocos lectores que se aventuraban a la biblioteca. La mayoría prefería buscar todo en internet. En la Universidad Central de Manhattan, casi todos eran ricos. Todos, excepto yo. Nuestra tranquila jornada en la biblioteca se vio interrumpida por la llegada de dos jóvenes que captaron nuestra atención de inmediato. Eran apuestos, impecablemente vestidos, y con ese aire de seguridad que solo el dinero suele dar. "Otro par de niños de papi y mami", pensé con cierto fastidio, mientras Clement prácticamente se derretía al mirarlos. —Buenas, ¿qué están buscando? —preguntó Clement, dirigiéndose al más alto de los dos. Su cabello n***o caía con naturalidad sobre un rostro perfecto, de facciones esculpidas y ojos tan claros como el agua. Un ángel, si los ángeles fueran arrogantes, claro está. —Buenas, señoritas. Busco un libro sobre mitología griega y todo ese rollo. Me dijeron que aquí tienen los mejores, así que aquí estamos —respondió con una voz tan autocomplaciente que opacó por completo la perfección de su apariencia. El tono dejaba claro que era del tipo que creía que su mera presencia bastaba para hacer que cualquier mujer se rindiera a sus pies. —Esa es mi especialidad —respondí antes de que Clement pudiera soltar una palabra más. No iba a permitir que un tipo así la pusiera en evidencia o, peor aún, la humillara. Extendí mi mano con firmeza—. Su carné universitario, por favor. Lo necesitamos para registrar su acceso. El joven se giró hacia su amigo, y ambos compartieron una sonrisa un tanto burlona. "Otro par de ricachones creídos", pensé mientras contenía una mueca de fastidio. El más apuesto, fijó sus ojos en los míos, y desafiante se cruzó de brazos, mi brazo seguía extendida, mientras que movía mi mano para que me mostrara su identificación, pero ambos, seguían sin inmutarse.
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