Oriana valladares
Los finales felices se consideran un privilegio de los cuentos de hadas, donde las princesas son rescatadas por príncipes valientes, llevándolas lejos de la miseria hacia castillos adornados de felicidad. Una ilusión distante de la realidad.
Sin embargo, mientras doy los últimos detalles a la repostera que decora mi pastel de bodas, siento que mi vida está a punto de transformarse en un relato de ensueño. La delicada tonalidad rosa del glaseado me hace suspirar, otorgándole un aire de magia a este momento. Me siento muy feliz; la hora de mi fantasía está a punto de comenzar.
—Es precioso, ¿verdad, Kath? —le pregunto a mi hermana menor. La pobre pequeña, con solo diecinueve años, ya ha traído al mundo a mi sobrinita Susan, la luz de mi vida. Ellas son mi razón para soñar con un futuro mejor.
—Sí, está hermoso, pero te va a costar un ojo de la cara, Oriana. ¿Te imaginas qué pasaría si María se entera de cuánto has gastado en este pastel?
Miro a mi hermana y acaricio suavemente la cabeza de la pequeña que duerme en sus brazos.
—No tiene por qué enterarse. Esa bruja y Estefanía solo quieren que nos vayamos de su casa, y eso sucederá pronto.
—Ay, Oriana, espero que Christian sea un buen esposo y que realmente te ayude. Eres una mujer maravillosa, trabajas demasiado, como si necesitaras probar algo. A veces siento que él te explota.
Suspiro ante las palabras de mi hermana. Christian no es solo mi jefe; es una esperanza en mi vida. Trabajo como administradora en su prestigioso restaurante, donde él, un chef renombrado, es el alma del lugar. Me quedo en la cocina hasta catorce horas, no solo por necesidad, sino también para asegurarme de que mi hermana esté bien cuidada y mi sobrina tenga un futuro. Mi prometido me ayuda dándome ese empleo, y además, soy feliz porque siempre estoy a su lado.
—Christian será un buen esposo —le digo a Kath, aunque ella no está del todo convencida—. A veces tiene mal temperamento, pero hemos estado juntos desde que yo tenía tu edad. Han pasado casi cinco años, y ni siquiera me he entregado a él.
Me prometí a mí misma que guardaría mi virginidad para el día de mi boda. A pesar de las súplicas de Christian, de sus ardientes besos y las cosquillas que me hacían sentir viva, no he cruzado esa línea. Miro el reloj, y un escalofrío recorre mi ser al darme cuenta de la hora. Quiero llegar más temprano y tengo muchas ganas de verlo. No es que quiera molestarlo, simplemente lo extraño demasiado.
—Kath, necesito irme al trabajo. Christian debe estar esperándome, ya casi abren el restaurante —le digo mientras le entrego unos dólares para el taxi—. Regresa a casa, compra leche y pañales para Susan primero. Y no permitas que María te golpee, ¿está bien?
Kath tuerce los ojos y abraza a la pequeña Susan.
—No quiero volver a esa maldita casa. Papá está borracho todo el tiempo, y María es una pesadilla. Siempre quiere hacerme daño. Oriana, por favor, tómate el día y regresa conmigo. Te lo suplico.
Los ojos de Kath se llenan de lágrimas, y mi corazón se parte en mil pedazos.
—Ten paciencia, Kath, por favor. En unos días nos iremos a casa de Christian. Ya hablé con él; hay suficiente espacio para las tres. Te prometo que haremos todo lo posible para estar bien. ¿Cuándo es la cita de Susan?
—Mañana por la mañana. Ya tengo los resultados de sus exámenes. Oriana, me siento mal contigo. No tienes que trabajar tanto para darnos dinero; la culpa es mía. Buscaré un jardín para Susan y un empleo.
La voz de Kath suena entrecortada. Aunque cometió un error en una noche de copas, no la condenaré a estar sola con su pequeña, especialmente ahora que ha estado un poco enferma.
—Escúchame, Kath, eso no va a pasar. Preocúpate primero por nuestra niña, ¿está bien? El resto ya lo veremos. —Kath tomó el taxi, y yo camine al restaurante, estaba emocionada por ver a Christian.
Al llegar al restaurante, noté que la reja estaba abajo. Miro mi reloj, supongo que los trabajadores aún no han llegado. Abro la puerta de entrada en silencio y comienzo a recorrer el oscuro salón. Parece que no hay nadie, lo que me parece extraño, ya que Christian siempre es el primero en llegar. Era un apasionado por el trabajo y por conseguir dinero; lo admiraba profundamente y, sobre todo, lo amaba por ser el hombre que era. ¡Qué fortuna ser su prometida!
—¿Chris? Cariño, ¿ya has llegado? —pregunto al aire, caminando despacio. Me di cuenta de que la puerta de su oficina estaba entreabierta y de allí se desprendía una luz, siento una punzada de inquietud. No hago ruido; mi sexto sentido se activó y en seguida supe que algo estaba sucediendo. Mi corazón late con fuerza, y las manos me sudan.
—¿Chris? —llamo de nuevo.
Extraños sonidos emergen de la oficina de administración: gemidos estruendosos y golpeteos, como choques de piel. Una voz femenina, que ya conozco, se entrelaza con los sonidos. Mi pecho se agita, y tomo aire suavemente, uno… dos… tres… Sufro de asma desde que era niña, y cualquier emoción descontrola mi respiración.
Al acercarme más, la imagen que se plasma ante mis ojos destruye el cuento de hadas que albergaba en mi corazón. Mi querido prometido, mi Christian, está debajo del cuerpo torneado de mi hermosa hermana Estefanía. Ella salta sobre él de forma frenética, mientras su boca, esa boca que el día anterior me había devorado a besos, succiona con avidez los senos de mi hermana.
Mi mundo se deshace bajo mis pies. Todos mis sueños se esfuman ante mis ojos, y las lágrimas comienzan a caer sin control. La escena es demasiado devastadora; ni siquiera puedo musitar una palabra. Él no nota mi presencia, pero la perra de mi hermana sí.
Eso la enciende aún más; aumenta sus movimientos y sus gemidos se transforman en alaridos de éxtasis. La traición me golpea con tal fuerza que el aire me falta. La imagen que había idealizado se destruye en un instante, y el amor que creía inquebrantable se convierte en cenizas.
—¡Oh, Estefanía! Eres ardiente, eres apasionada… —Christian le susurra entre jadeos, mientras ella me mira con una sonrisa de triunfo en sus labios.
—Dime, ¿te gusta? ¿Vas a dejar a la asolapada de mi hermana por mí? —maldita miserable. Ella me lo decía todo mientras me observaba, y yo, como una estúpida, sigo parada en el marco de la puerta, paralizada por la traición.
—No, eso no, ella será mi esposa. Además, hace todo por mí y para mí. Pero tú seguirás siendo mi amante —Christian la besa con lujuria, apretando su piel desnuda contra su pecho. Esa imagen me acababa de desgarrar el alma.
—¡Malditos! Mil veces malditos —grito entre sollozos y salgó corriendo. Escucho un golpe detrás de mí; Y Christian está corriendo desnudo, quiere atraparme.
Pero estoy muriendo del dolor, a tal punto que no puedo dar más de tres pasos, tropezando para caer de bruces a sus pies. El miserable me mira sin ayudarme a levantar.
—Escúchame, no es lo que parece. Tu hermana me sedujo, Estefanía es una mujer muy fácil, y yo soy hombre, mi amor.
—Maldito, solo puedo decirte que eres un desgraciado. ¿Cómo pudiste engañarme con mi propia hermana? ¿Cómo? —el dolor se convirtió en un puño en mi estómago, un dolor que me abrazaba con fuerza con fuerza, condenándome a morirme de amor.
—No, Oriana, escúchame, princesa. Podemos hablarlo, olvidemos esto, y nos casamos. Te irás a mi casa.
—Te escuché, imbécil. Te escuché. No tienes idea del dolor que me causaste, Christian. Me duele tanto, me duele. —Y a pesar del dolor que estaba sintiendo en ese momento, no le daría el gusto de verme llorar.
—Es que, entiéndeme, mi amor, tú nunca me disté aquella prueba de amor que tanto te pedí. —Le doy una fuerte bofetada en su rostro, y suelto una carcajada con demasiada ironía.
—¡Ja! Entonces ¿la culpa es mía? ¿Sí? ¿La culpa es mía? Maldito descarado.
Sintiendo como mi corazón se rompía en mil pedazos, y, con un último vistazo lleno de lágrimas, me alejé de él, de su traición, de mi realidad actual.
Mi vida era una completa farsa, ahora, no solo estaba sin prometido, sino que también sin trabajo, salgo corriendo del restaurante, me quito el anillo de compromiso y lo lanzo a la mierda, comienzo a caminar sin rumbo fijo, evitando llorar por la traición de Christian.
No se cuanto tiempo llevo recorriendo las aceras, solo puedo sentir como mis pies adoloridos me obligan a entrar a un lugar para tomar un descanso, para mi sorpresa, es un bar.
Me siento sola en la barra y empiezo a pedir cervezas, sin preocuparme por el precio, por nada. Solo bebo para olvidarme de su recuerdo. Un par de horas más tarde, sintiendo un leve mareo en la cabeza, me levanto de la barra y quiero pagar la cuenta.
—¿Qué... qué debo pagarte? —pregunto al mesero, mientras busco un par de billetes en mi bolsillo.
—Son 400 —responde, pasándome una factura.
—¿Qué? ¿Cómo que 400? —miro a todos lados—. Debes estar equivocado.
—No, no lo estoy —dice el hombre con seriedad. Me siento de nuevo en el taburete y la poca borrachera que tenía se desvanece de golpe por el susto. ¿Mierda, cómo voy a pagar esto? pienso.
Busco en mis bolsillos dinero para pagar la cuenta, pero no hay nada, ni una sola moneda. Trago entero. De repente, un perfume embriagador se cuela en mis fosas nasales, haciendo que levante la cabeza. Entonces, mis ojos se encuentran con los suyos.
Lo miro nerviosa. Posiblemente es el dueño del lugar y viene a reclamar lo que me he bebido. ¡Mierda!
Sus ojos son claros, como el color del fuego, su piel dorada, y su cabello perfectamente peinado, siento como mis mejillas se ruborizan y ni siquiera puedo musitar palabra.
—Yo pagare la cuenta —El misterioso hombre saca una tarjeta y la coloca sobre la barra, el mesero simplemente arquea sus cejas y hace el cobro. Miro a todos lados, y efectivamente, él está ahí por mi.