"Vamos, Hugh", exhortó Tayanita sobre su hombro. "Antes de que vengan los casaca roja".
MacKim la siguió, acampando entre los altos árboles con su mosquete en el camino y su gorra inclinada hacia adelante sobre su frente. Detrás de él estaba la seguridad estructurada y la disciplina del ejército británico; delante se extendían los peligros desconocidos de la naturaleza canadiense. MacKim sabía que estaba cambiando la compañía constante de los Highlanders de Fraser por la sonrisa de una mujer local, y estaba contento con su elección. Sonrió mientras observaba el ágil cuerpo de Tayanita que se movía frente a él, con su cabello n***o trenzado rebotando entre sus omóplatos. Tayanita no se parecía a nadie que hubiera conocido antes, una mujer obstinada, cariñosa y adaptable con la que tenía la intención de pasar el resto de su vida.
En ese momento, el cabo Hugh MacKim, del 78º de los Highlanders de Fraser, era tan feliz como lo había sido en los últimos quince años. Sus problemas habían quedado atrás y la vida le llamaba con un dedo de oro.
"¡Ya voy, Tayanita!"
MacKim no vio quién disparó el mosquete. Sólo escuchó la detonación y vio lo que sucedía cuando la bala de plomo del mosquete impactó en la frente de Tayanita. No pudo hacer nada mientras el cráneo de Tayanita se desintegraba, con fragmentos de hueso salpicando hacia afuera, junto con una película de sangre y sesos grises.
"¡Tayanita!" MacKim extendió la mano, justo cuando un segundo mosquete disparó, y luego un tercero, con el sonido hueco resonando a través de los árboles del Bosque de Sillery.
Tayanita se derrumbó mientras el fuego de mosquetes continuaba. Las balas zumbaron alrededor de MacKim, una se clavó en el suelo y otra se estrelló contra el árbol que tenía al lado. MacKim blasfemó en gaélico, inglés y francés. Los años de experiencia en esta guerra en Norteamérica le habían hecho conocedor de las heridas. Sabía que Tayanita había muerto. Nadie podría sobrevivir a las heridas que había provocado la bala de mosquete, pero MacKim seguía intentando llegar hasta ella, para alejarla del enemigo, hasta ahora invisible.
Entonces las voces sonaron; el francés con acento canadiense se mezclaba con el abenaki. Todos estaban alrededor de MacKim, acercándose, gritando para animarse unos a otros mientras buscaban más soldados británicos o coloniales. Los canadienses no tendrían éxito, ya que MacKim estaba solo, luchando por desertar de la recién capturada ciudad de Quebec en este disputado país de Canadá.
Rodando hasta el refugio de un árbol caído, MacKim preparó su mosquete, buscando un objetivo. Ya lloraría a Tayanita más tarde; su primera inclinación era la venganza, y su instinto era tomar represalias. MacKim sabía que era un hombre muerto luchando; no escaparía de la partida de guerra entre canadienses y abenakis mezclados en este país forestal. En ese momento, no le importaba; sólo quería matar al menos a uno de los enemigos que había asesinado a su mujer.
Se hizo el silencio. MacKim se quedó quieto, escudriñando los árboles en busca de cualquier señal del enemigo. Sólo necesitaba ver a un canadiense o a un indio, y dispararía; los Rangers y la Infantería Ligera lo habían entrenado bien.
"Por favor, Dios, permíteme un disparo", suplicó. "Un disparo antes de que me maten. Un disparo para vengar a Tayanita".
El follaje permaneció tranquilo. No se movía ni una hoja, ni una rama. MacKim esperó, con el dedo en el gatillo y los ojos alertas, escudriñando el bosque en busca de algo extraño. Un tufillo a humo de pólvora llegó hasta él, desagradable y familiar.
El ataque vino de su izquierda. Dos guerreros abenaki salieron de entre los árboles, con sus rostros pintados gritando y sus manos levantadas sosteniendo brillantes hachas de guerra. MacKim apuntó al guerrero que iba a la cabeza, esperó a tener un tiro limpio y apretó el gatillo.
Hubo una ráfaga de humo y llamas; el mosquete Brown Bess resonó en el hombro de MacKim y éste gruñó. Sabía que había dado en el blanco y, sin tiempo para fijar su bayoneta, sostuvo el mosquete como si fuera un garrote, esperando la llegada del segundo Abenaki.
"¡Caintal Davri!" gruñó MacKim su grito de guerra del regimiento. Los 78º Highlanders eran nuevos en la lista del ejército británico, pero ya habían demostrado su valentía en los combates salvajes para ganar Quebec. MacKim añadió: "¡Tayanita!" mientras desafiaba a los abenakis que atacaban. Tuvo un destello de un tercer hombre que se acercaba a él, un canadiense alto y delgado con tatuajes que le desfiguraban el rostro, y entonces el guerrero abenaki se le echó encima.
Sin importarle si vivía o moría, MacKim impulsó su mosquete contra el guerrero pintado, que lo esquivó e intentó dar un golpe hacia arriba con su hacha de guerra tomahawk. MacKim retrocedió de un tirón y golpeó con su mosquete la cara del abenaki, sintió el satisfactorio crujido del contacto y jadeó cuando el hacha de guerra del guerrero le atravesó las costillas. El instinto obligó a MacKim a arremeter hacia delante, presionando su mosquete contra la cara del Abenaki, rompiendo el cartílago de la nariz del hombre a manera que la sangre brotara, y entonces el abenaki lo tiró al suelo y se le lanzó encima. Se enfrentaron, cada uno herido y sangrando, jadeando por el esfuerzo. Cada uno buscaba una ventaja, siendo el abenaki el más alto y pesado, pero MacKim estaba desesperado por vengar a Tayanita, sin importarle las heridas que el guerrero le ocasionara.
Cuando el abenaki se sentó a horcajadas sobre MacKim y levantó un largo cuchillo, MacKim introdujo un pulgar en el ojo del hombre y presionó con fuerza. Sintió una resistencia momentánea y luego escuchó un claro estallido cuando el globo ocular del guerrero explotó. El abenaki se estremeció y se echó hacia atrás, por lo que MacKim lo tiró y buscó el hacha que llevaba al cinto, sólo para que el alto canadiense lo empujara de nuevo al suelo.
MacKim levantó la vista y trató de blandir su hacha, pero el Canadiense le sujetó la muñeca con su enorme mano y luego lo atrapó con las rodillas. Cuando bajó la mirada, MacKim vio tatuajes a ambos lados de la cara, espirales teñidas de azul que se extendían desde los pómulos hasta la comisura de los labios. El canadiense sonrió, mostrando una dentadura perfecta.
Mientras el abenaki se revolcaba en agonía junto a MacKim, apareció otro hombre. En cuclillas, calvo y de hombros anchos, carraspeaba y escupía en el suelo.
"Escocés", dijo con un marcado acento inglés. Se quedó mirando a MacKim sin expresión alguna en sus ojos muertos.
MacKim trató de zafarse del canadiense y rugió al sentir un terrible dolor desgarrador en la parte superior de la cabeza. Volvió a gritar, consciente de que el canadiense le estaba arrancando la cabellera. Gritando con una mezcla de agonía y rabia, MacKim se lanzó hacia delante y clavó sus dientes en el cuello del hombre tatuado.
Permanecieron en esa posición durante un segundo, con MacKim acosando la carne del canadiense y el canadiense tirando del cuero cabelludo de MacKim. El dolor le dio a MacKim una fuerza extra, y luchó por liberarse una mano y agarrar la muñeca del canadiense, forcejeando con su músculo más robusto, sintiendo el poder del hombre.
El hombre en cuclillas volvió a hablar, y aunque MacKim no pudo entender el acento, supo que era una advertencia.
MacKim hizo un último esfuerzo para quitarse al canadiense de encima, con el hombre sosteniendo una parte del cuero cabelludo de MacKim en su mano. La sangre corría libremente por el rostro de MacKim y por el corte que le atravesaba el pecho. Escupió un bocado de la piel y la sangre del canadiense, trató de ignorar el increíble dolor en su cabeza y se obligó a ponerse en pie. El abenaki se alejaba tambaleándose con una mano en su asediada cara mientras el hombre en cuclillas retrocedía, observando a MacKim y hablando todavía mientras el canadiense lo seguía, moviéndose con largas y flojas zancadas.
Los disparos de mosquete resonaban entre los árboles, con honestos acentos escoceses como acompañamiento.
"¡Hugh!" Era la voz de Chisholm mientras corría hacia delante con una parte del 78º a su espalda.
"¡Por aquí!" Hugh MacKim levantó una débil mano mientras el dolor y la pérdida de sangre drenaban sus fuerzas.
"Oh, que Dios nos ayude", dijo Chisholm. "Te tengo, Hugh".
MacKim sintió el fuerte brazo de Chisholm a su alrededor mientras se desplomaba.