El viento soplaba con fuerza sobre el bello rostro de la joven que cabalgaba por el campo abierto, propiedad de sus padres. Si sus padres la vieran usando el vestido que le dieron en la mañana, estaría en grandes problemas, pues no debía estarlo usando todavía, pero la tentación le ganó, además de que se quería ver hermosa en ese momento. Selene espoleó su caballo y avanzó por el terreno hasta llegar a una de las zonas rocosas que solía visitar cada semana. Cada vez que él venía a verla.
—¡¿Henry?! —medio gritó, medio preguntó y no dejó de mirar ansiosa, en busca del hombre.
Selene se bajó del lomo del caballo y caminó hasta llegar bajo la sombra de un frondoso árbol, donde ató su montura a una de las ramas y se sentó sobre una redonda roca, asegurándose de no arruinar su vestido.
—¡Henry! —llamó nuevamente al pasar unos minutos y no obtener ninguna respuesta por parte del hombre.
Selene suspiró y esperó unos pocos minutos más, estaba impacientándose y preocupándose en igual medida.
—¡Henry! —gritó insistente, pues era muy extraño que él no estuviera ahí, además, no verlo, le hacía daño a su corazón.
—Deja de gritar, eres una dama y las damas no gritan —la regañó el hombre, mientras saltaba las rocas una a una hasta llegar junto a ella, pero sin mostrarle el rostro.
—Te has demorado —le recriminó Selene—. Sabes que nuestro tiempo es limitado y esperar una semana no es nada agradable —dijo cruzándose de brazos.
—Lo siento… —susurró el hombre, aún sin darle la cara.
—¿Por qué no me miras? —preguntó Selene colocando su mano sobre el hombro de Henry.
—No deberías tocarme, no es propio de una dama —señaló el muchacho apenado.
Selene se sonrojó y apartó la mano con rapidez. No podía dejarse llevar por el impulso, porque él tenía razón y no era de damas, andar tocando de esa forma a ningún hombre que no sea su esposo.
—Lo siento, no quise incomodarte —se disculpó con prontitud.
Henry dejó escapar una suave y melodiosa risa.
—No tengo ningún problema con que me toques, pero eres tú quien no quiere que hable con tus padres y haga de su conocimiento nuestros sentimientos —dijo.
Selene se mordió el labio.
—No es tan fácil, Henry, papá me ha cuidado siempre y no deja que tenga ningún tipo de contacto con otros chicos —dijo.
—Lo sé y no lo culpo, yo también quisiera tenerte encerrada en una torre y evitar que alguien te vea y se enamore de ti —dijo.
Selene sonrió y dio un paso al frente para verle el rostro. La joven contuvo la respiración al notar el cardenal sobre el pómulo derecho del hombre.
—¿Qué fue lo que te pasó? —preguntó Selene con el ceño fruncido.
—Fue un accidente —respondió con una sonrisa que no llegó a sus ojos. Selene pudo ver, que detrás de esas tres palabras se escondía algo más.
—Me estás mintiendo, Henry, dime por favor, ¿qué fue lo que te pasó? —insistió Selene acariciando el pómulo herido.
—Selene… —dudó Henry.
—Fue tu primo, ¿verdad?
Henry suspiró
—Él y yo siempre tendremos desacuerdos —dijo, intentando evadir el tema, aunque ciertamente, siempre había algún comentario que hacer al respecto.
—¡Eso no le da ningún derecho a golpearte! —exclamó— ¿Quién se cree que es? —preguntó con enojo.
Henry sonrió y rió en su interior, pero no dijo nada.
—Dejemos a mi primo de lado, tengo mucho con tener que soportar su presencia todo el día en casa, así que, hoy quiero que solo hablemos de ti.
Selene se sonrojó, era algo inevitable, pues Henry lograba producir cosas que no podía explicar.
—Mis padres han estado preparando una sorpresa por mi cumpleaños, esta noche me llevarán de paseo —dijo.
Henry se atrevió a tomar las manos de Selene entre las suyas, provocando que la joven se sonrojara al punto de sentir las mejillas ardiendo.
—Estás tocándome —dijo avergonzada.
Henry asintió y le gustó la reacción que ella estaba teniendo, en especial, porque no se alejó de él.
—Quisiera hacerlo de todas las maneras posibles, pero soy un caballero y tú una buena y honorable dama, Selene. Aun así, no puedo evitar sentir el deseo de tenerte y vivir contigo todas las aventuras de un matrimonio —expresó.
—Henry… —susurró Selene en tono bajo y contuvo la respiración cuando el hombre se acercó a ella y le acarició el rostro.
—Eres tan bella, Selene, la mujer más hermosa y excepcional que he tenido la dicha de conocer, me das tanta felicidad, como miedo —dijo.
—¿Miedo? —preguntó desconcertada, porque esa palabra no cabía dentro de los sentimientos que ella tenía por él.
—Temo que tus padres no acepten a un hombre sin familia y sin nombre como tu esposo. Tengo miedo de que te quieran arrancar de mis brazos y entregarte a otro hombre —expresó con los ojos aguados.
—Eso no pasará, Henry, le diré a mis padres que nos conocemos desde hace mucho tiempo, que estamos deseando formar una familia pronto y…
Henry colocó su dedo sobre los labios de Selene y la silenció.
—No quiero pensar en el mañana, Selene, mucho menos, si tengo que pensar en dejarte —susurró acercándose a los jóvenes y virginales labios de la dama.
Selene sintió el cálido aliento de Henry acariciar su mejilla ya caliente y roja, cerró los ojos y esperó al siguiente movimiento del hombre, mientras sentía su corazón latir desbocado y podía jurar que él lograría escucharlo.
Henry dibujó los labios de Selene con la yema de los dedos, sin prisa y con calma, se fue acercando poco a poco al rostro de la joven hasta colocar sus labios sobre los suyos. Fue un simple roce de labios, pero que hizo temblar a Selene de pies a cabeza y, cuando Henry se alejó, su corazón latió fuerte contra su tórax, amenazando con romper su carne y abandonar su pecho.
—Henry…
—Te amo —confesó.
Selene abrió los ojos y se cubrió la boca con sus manos.
—Sé que no debería hablarte de esta manera, Selene.
Ella negó, llevó su mano a su pecho y se quitó el broche que prendía de su pecho.
—Ten —dijo suplicante.
—Selene…
—Solamente hay dos de estos y ambos me pertenecen, soy libre de obsequiárselo a quien yo quiera —dijo.
Henry extendió la mano y Selene le dejó el broche sobre su palma. Era un broche gota de agua, escasos en el reino, haciéndolos algo muy especial. El diseño del broche en su mano era único, tenía piedras preciosas como circones, rubíes, pequeños diamantes negros y esmeraldas que hacian del broche una belleza, sobre todo, la piedra en forma de gota de donde nacía su nombre.
—No puedo aceptarlo, Selene, esto vale una fortuna.
—Por favor, acéptalo, es lo único que puedo darte hoy —insistió ella.
Henry intentó refutar, sin embargo, no llegó a decir nada, pues un gritó se escuchó.
—¡Señorita Selene! ¡Señorita Selene! —los gritos fueron haciéndose más y más insistentes, por lo que Selene se apresuró a correr a su caballo.
—Te veré luego —susurró para evitar que la gente de su padre, la escuchara.
Henry por su parte, subió las rocas tan rápido como pudo para evitar ser visto, subió a su caballo y salió con rumbo al palacio, estaba llegando con el tiempo suficiente para la fiesta que se llevaría a cabo en honor del cumpleaños de su primo.
Mientras tanto, Selene entró como un vendaval al interior de su casa.
—¿Me mandaste a buscar? —preguntó Selene parándose frente a su padre.
—Me pregunto: ¿qué es lo que te mantiene alejada de casa los fines de semana? —cuestionó su padre invitándole a sentarse a su lado.
—Solo voy de paseo, padre, no pienses cosas que no son —pronunció con calma, una que no sentía.
—No estoy pensando nada, hija mía, confío en ti y en tu prudencia —aclaró Robert Russell casi con ternura, pero quien lo conociera, sabía que su tono tenía una advertencia implícita.
—No entretengas más a la niña, querido, aún tenemos un viaje que realizar —señaló la madre, mientras llegaba a la pequeña estancia en donde su esposo e hija estaban reunidos.
Selene tragó saliva al ver como su madre se detuvo y la miró con el ceño fruncido, detallando el vestido que llevaba puesto.
—¿Desde qué hora te pusiste el vestido? —preguntó demasiado seria para el gusto de la joven —. Te advertí que no debías ensuciarlo y por eso recalqué que era para ser usado en la salida que haremos.
—Lo cuidé… —contestó nerviosa y se apresuró a levantarse, para revisar que efectivamente al vestido no le hubiera pasado nada.
—¡¿Dónde está tu broche?! —preguntó escandalizada al no ver la gota de agua en el pecho de su hija.
Selene cambió de color, se llevó su mano al pecho, sin saber qué responder.
—Selene… —la llamó expectante.
—En mi habitación —respondió vacilante y temerosa.
—Ve por él y date prisa, no podemos llegar tarde —señaló con rudeza.
Selene no esperó a que su madre se lo dijera dos veces, tomó su vestido entre sus dedos, lo levantó y corrió a su habitación para coger el segundo broche, sin saber el significado real de aquella hermosa y única joya.
Una hora más tarde, el carruaje tirado de cuatro corceles blancos se estacionó frente al impresionante palacio de Astor.
—Hemos llegado, señor Russell —anunció el chofer del coche, abriendo la puerta del carruaje.
Robert fue el primero en descender del carruaje, luego lo hizo Clarice y por último fue Selene. La joven se quedó de piedra al ver el imponente palacio, sabía que solo la gente privilegiada tenía derecho a entrar al lugar, ¿qué es lo que ellos hacían allí?
—¿Padre? preguntó desconcertada.
—No preguntes, Selene, y por favor, compórtate de acuerdo a la educación que nos hemos empeñado en enseñarte —dijo Robert con advertencia.
Selene asintió e inclinó la cabeza ligeramente en señal de obediencia, no quería dejar a sus padres en vergüenza ante las personas que estuvieran en el lugar.
La familia Russell desfiló por la entrada principal, fueron tratados con reverencia en señal de respeto, algo que sorprendió a Selene, aun así, ella permaneció callada y no preguntó nada.
El palacio estaba lleno de gente elegante y no era para menos, ahí vivía la familia real, personas de las que todos sabían, pero que los más privilegiados podían ver directamente y, en especial, compartir algún evento.
Los hicieron caminar por una alfombra roja impecable y Selene tuvo que controlar su respiración, así como el calor en sus mejillas, pues no estaba acostumbrada a las miradas de todos sobre ella.
Estaba tan concentrada en no irse a caer o desmayar por la ansiedad, que por poco choca con sus padres, quienes se habían detenido. Levantó el rostro y su corazón se detuvo al ver a Henry junto al trono real. La sorpresa y confusión se vio por un instante en los rostros de los jóvenes, pero rápidamente la cara de Henry retornó a la serenidad.
—Sus Majestades —saludaron al unísono los padres de Selene, haciendo una reverencia y ella lo hizo un segundo después, desde donde no lograba ser vista por el hombre que acaparaba la atención de sus padres.
—Barón Russell… Sra. Russell —les saludó una voz femenina adulta —. Bienvenidos al castillo Astor. Permítanme presentarles a mi hijo, el Rey Frederick de Astor —dijo con firmeza la mujer, pero ella seguía sin poder ver a alguien más que no fuera Henry.
—Su Majestad, es un gusto conocerlo finalmente, en especial en su cumpleaños —halagó el padre de Selene —. Esperamos que el regalo que hemos traído para usted, sea de su agrado.
—Selene, hija… —la llamó su madre y se hizo a un lado —. Por favor ven.
Selene caminó temerosa, no lograba entender nada, pues era su cumpleaños, pero habían terminado en el palacio real, donde otra persona cumplía también años.
Al frente de ellos, estaba un hombre, de la misma edad de Henry, pero con una mirada seria y calculadora, además de la evidente corona que adornaba su cabeza. Selene trago saliva y bajó la cabeza.
—Ella es Selene Russell, nuestra hija, su futura esposa y reina de Astor —dijo su padre.