Tosí, aunque no tenía ganas de hacerlo, pero necesitaba disipar el silencio incómodo que había en la biblioteca. Veía que Mateo sacaba de la enorme estantería algunos libros (siete en total) y los puso sobre el escritorio de madera rústica. Aparte de esos siete (que yo sabía era su saga kilómetros en primera edición, la que le dio la editorial cuando los publicó), sacó tres más y, por último, el libro La chica de las caras rotas, donde se veía una joven viéndose de espalda, llevando su largo cabello trenzado, el espejo se encontraba roto y en el reflejo del espejo, el rostro de la chica estaba deforme, por los fragmentos del vidrio que no daba una imagen uniforme. Me sorprendió ver frente a mí el libro que había ayudado a Mateo a escribir y saber que hasta en ese momento se había insp