Douglas Lacoste Hace apenas un par de días que habían capturado al imbécil de Mackenzie, y me sentía un dios, indomable e invencible. Me dejé caer en el amplio sillón de cuero de mi oficina, una que él mismo Mackenzie había asignado, desde allí, manejaba cada movimiento, cada decisión, con el control absoluto de todo. Miré hacia la enorme ventana que ofrecía una vista panorámica de la ciudad, y suspiré satisfecho. Ese edificio entero sería mío, al igual que cada centavo desviado de la empresa de Mackenzie, y su maldita dignidad. Se arrepentiría de lo que había hecho. Saqué de mi bolsillo la foto de Ella y, al verla, sentí que mi corazón se contrajo con la misma furia y el mismo dolor que aquel día, cuando la vi reposar sin vida en ese ataúd. Maldito Mackenzie. Lo haré pagar, lo haré s