Seguí a Leandro hasta su despacho. Cada paso en su mansión parecía una invitación a un rincón de elegancia sublime. Todo estaba meticulosamente ordenado y perfectamente dispuesto, como si cada objeto estuviera destinado a ocupar su lugar exacto. La combinación serena y minimalista de su entorno reflejaba su propia personalidad: un hombre que, visto de espaldas, no revelaba su verdadera esencia. Abrió la puerta de su impresionante despacho y avanzó hacia su escritorio, una majestuosa mesa de pino morado. No era cualquier pino; podía distinguir la calidad de la madera, refinada y exquisita. Alrededor, una imponente biblioteca albergaba un centenar de libros, todos ordenados con sus lomos perfectamente alineados. Me atrevería a apostar que no había ni un solo volumen fuera de lugar. El arom