Leandro Mackenzie
Tic-tac, tic-tac. El sonido implacable del reloj retumbaba en mis oídos, marcando el paso del tiempo con una precisión cruel. En cada tictac, ella se mantenía atrapada en mis pensamientos, como una sombra persistente que no podía despejar. Habían pasado dos días desde que la dejé en el hospital, y me sentía como el hombre más miserable del mundo por haberla abandonado a su suerte. No podía sacudirme el peso de la culpa, con la esperanza de que el sobre que había dejado en la recepción le proporcionara algo de alivio financiero, especialmente ahora que su esposo la había dejado sin nada.
La luz de mi teléfono parpadeó, interrumpiendo mis atormentados pensamientos. Era mi investigador privado.
—¿Señor Mackenzie?
—Dígame, Gómez. ¿Qué novedades tienes?
—Señor, pensé que la señorita Olson podría tener alguna reserva de comida en la habitación, no lo sé. Dígame, ¿qué debo hacer?
—No le quites el ojo de encima y envíame la ubicación. Salgo para allá de inmediato.
Una necesidad abrumadora de ver a Katherine y confirmar con mis propios ojos que estaba bien me invadió. Me parecía inconcebible que no hubiera dado señales en dos días. ¡Eso no era normal!
Bajé al estacionamiento de mi edificio. Mientras me dirigía a mi vehículo, el teléfono comenzó a vibrar. Miré el identificador de llamadas: «Danielle, llamando». Rodé los ojos y rechacé la llamada por quinta vez. Ya resolvería ese problema más tarde.
—Rigoberto, llévame a esta dirección, por favor —le envié los datos, y él comenzó a preparar la ruta.
—Enseguida, señor. Aunque ese lugar es un poco peligroso, ¿está seguro de que debemos ir allí? —preguntó mientras me miraba por el retrovisor.
—¿Peligroso? ¡Con más razón debemos ir! ¡Apúrate!
Mi conductor asintió y el auto se lanzó a gran velocidad por las abarrotadas calles de la ciudad. En quince minutos, llegamos frente a una humilde posada en un suburbio marginal. El bullicio del entorno, las miradas desconfiadas de los vecinos y, sobre todo, la expresión hostil de la casera, despertaron una inquietud creciente en mí.
—Buenas tardes, señora. Busco a una mujer, Katherine Olson. Ella está hospedada aquí desde hace dos días.
La mujer, de edad similar a la mía pero desaliñada, con pocos dientes y un cigarro colgando de la boca, me miró de arriba abajo con desdén.
—¿Usted fue quien la golpeó? —preguntó, desafiante.
Sentí que mis mejillas se enrojecían y negué con vehemencia.
—No, por supuesto que no. Soy un amigo y vine a buscarla porque estoy preocupado por ella.
—No puedo darle información, amigo de Katherine. No estoy segura de que no sea el tipo que le hizo daño a su bella carita —masculló la mujer, dando una bocanada a su cigarro con desdén.
Rodé los ojos y saqué de mi bolsillo un pequeño fajo de billetes, colocándolo sobre el improvisado mostrador de la pared.
—¿Con esto será suficiente para que me brinde información?
La mujer esbozó una sonrisa que mostraba su dentadura descuidada y salió de detrás del mostrador.
—Pase por aquí, amigo. Ella lleva dos días sin salir, no sé si está viva o muerta —dijo mientras se encogía de hombros.
—¿Qué?
La mujer me condujo a una habitación al final de un pasillo oscuro, apenas iluminado por una luz tenue y mortecina. Golpeé la puerta dos veces, pero no obtuve respuesta.
—¿Está segura, señora, de que esta es la habitación de la señorita Olson?
—¡Claro! Yo misma la acompañé. La pobre estaba tan abatida que le di las mejores cosas que tenía —la mujer sonrió de nuevo, provocando un nuevo desagrado en mí.
Volví a golpear, esta vez con más fuerza.
—Katherine, ¿estás ahí? Soy yo, Leandro. Es crucial que hablemos.
Coloqué mi oído contra la puerta y, consumido por la desesperación, seguí golpeando con insistencia, pero la respuesta seguía siendo la misma.
—¿Quiere la llave? —la mujer, con las manos en sus enormes senos, me miró expectante. Asentí con la cabeza—. Pero va a costarle.
Rodé los ojos una vez más y saqué otro fajo de billetes.
—Muévase, señora. No sabemos con qué vamos a encontrarnos.
La mujer aceptó el dinero y me entregó las llaves. Con las manos temblorosas, intenté abrir la puerta. Al hacerlo, un repugnante olor a moho, suciedad y descomposición humana se escapó de la habitación.
Miré hacia la cama y vi a Katherine, tendida allí, pequeña y vulnerable. El tiempo pareció detenerse.
La casera se llevó las manos a la boca, claramente alarmada, mientras yo me acercaba a la figura inerte de la joven.
—Katherine, ¡oh, por Dios! ¿Qué ha pasado?
La levanté con cuidado, y ella abrió los ojos lentamente. Al verme, negó con la cabeza.
—¿Otra vez usted? —chasqueó.
La casera respiró aliviada al ver que no había un cadáver en la habitación.
—Sí, otra vez yo, y lo seré siempre que lo necesites.
La levanté de la cintura como si fuera una niña pequeña. Con sus pocas fuerzas, ella colocó su brazo sobre mi hombro, y así, acunada como una indefensa criatura, la saqué de aquel lugar horrible.
—Gracias, señora —le dije a la casera mientras salía con Katherine en mis brazos.
Regresé a mi auto, con la frágil mujer cargada en mis brazos. Rigoberto, atento como siempre, corrió para abrirme la puerta.
—¿Al hospital, señor?
—No, Rigoberto. A mi mansión. Buscaré un médico privado. Si la llevaba a un hospital, probablemente escaparía de mí y se sumergiría nuevamente en ese estado deprimente.
Minutos después, aparcamos frente a mi imponente mansión de acero y cemento, una estructura que se hacía pasar por un hogar. Era un lugar hermoso, diseñado por los mejores arquitectos del país, con lujos que deslumbraban, pero manchado por la soledad más amarga que cualquier hombre podría conocer.
Llevé a Katherine a mi habitación, incapaz de soportar la idea de dejarla en el cuarto de invitados. La recosté suavemente sobre mi cama y llamé a mi médico de cabecera. Mientras él llegaba, preparé una taza con agua tibia y, con un paño húmedo, comencé a limpiar su rostro, aún marcado por las huellas de la crueldad de Valentino.
Ella comenzó a mover los labios al sentir la humedad del paño, mostrando signos de deshidratación. Busqué en mi botiquín una botella de suero, la levanté con cuidado y la coloqué sobre la almohada. Con una cuchara, empecé a darle pequeños sorbos, y ella, en un reflejo automático, bebía sin resistencia.
Sin embargo, sus hermosos ojos azules permanecían cerrados, su piel lucía extremadamente seca, y su cuerpo, visiblemente delgado, apenas ocultaba los huesos. No era un descuido de solo dos días; Katherine había estado sufriendo en silencio desde hacía tiempo.
La recosté de nuevo sobre la cama cuando Mirta, mi empleada, anunció:
—Señor, el doctor Grajales ha llegado.
—Dígale que entre, por favor.
El doctor Grajales entró en la habitación y se quedó estupefacto al ver a Katherine.
—Mi querido amigo, ¿cómo estás? —dijo, sin poder apartar la vista de Katherine—. ¿No eres tú quien está enfermo?
—No, amigo, es ella. Lleva dos días sin comer, intentó quitarse la vida antes, y ha sido víctima de muchas cosas —suspiré—. Ha sido víctima de muchas cosas. ¿Podrías revisarla, por favor?
Grajales asintió, se dirigió a mi baño privado y se preparó para atenderla. Se acercó a Katherine y comenzó a revisar sus signos vitales. Le colocó una cánula y comenzó a administrar suero.
—Bueno, está deshidratada, pero no es grave. Su estado físico está deteriorado, pero nada que no se solucione con descanso y una buena alimentación.
—También necesita vitaminas y una visita urgente al psiquiatra. ¿Cómo llegó a este estado? —preguntó Grajales, con preocupación.
—Es una larga historia, Grajales. Te agradezco. Seguiré tus órdenes al pie de la letra.
—Por ahora, debes dejarla descansar. Cámbiale esa ropa, apesta.
Sonreí, dándome cuenta de que, sumido en mi preocupación, no había notado que Katherine estaba maloliente y sucia.
—Lo haré.
—Cualquier cosa, llama. Aquí te dejo todas las recetas y las instrucciones.
—Gracias, Grajales. Estaré en contacto.
Mi médico de cabecera se fue y yo me acerqué a la cama. Katherine estaba profundamente dormida, y sus mejillas ya no estaban tan pálidas, gracias a la hidratación y los medicamentos que Grajales le había administrado. La dejé descansar; no me importaba en absoluto el mal olor que emanaba, pero sin su permiso, no la tocaría ni la cambiaría. Debía esperar a que despertara para que lo hiciera ella misma.
Bajé a mi despacho y comencé a trabajar desde casa. Extrañamente, me sentía aliviado al pensar que Katherine estaba en un lugar seguro, lejos de Valentino. Sin embargo, mi mente seguía atormentada por Jennifer.
Tal vez mi empatía hacia Katherine se debía a que ella estaba en una situación similar a la de mi hermana menor. Si perdiera a Jennifer, lo perdería todo en la vida. Solo quedábamos los dos, pero ella era rebelde, impetuosa y caprichosa. Estaba más que seguro de que Valentino era solo otro de sus caprichos.
Otra vez, mi teléfono sonó con insistencia. Era la sexta vez que rechazaba su llamada; tenía asuntos pendientes que atender. La noche ya se acercaba, y no sabía si Katherine había despertado, así que subí a revisarla. Ella seguía profundamente dormida.
Preparé un gran sillón que había en mi habitación, coloqué una almohada en el borde y me arropé con una franela. Esa noche, así dormí.
—Pss, hey, Mackenzie —una dulce voz me sacó de mis sueños. Abrí los ojos lentamente y un dolor agudo en el cuello me invadió. Tortícolis, maldita sea mi suerte.
—¡Mierda! Qué dolor. —Recordé quién era la intrusa en mi cama y me giré para mirarla. Katherine me observaba, aún acostada, pero sus hermosos ojos estaban abiertos y fijos en mí.
Con dificultad, sintiendo que todo me crujía —imagino que por la edad—, me levanté lentamente y me acerqué a ella.
—Hola, Katherine. ¿Cómo te sientes?
—Entonces eres real —dijo con una sonrisa algo sarcástica.
—Sí, creo que sí lo soy, y más real que otros. Me duele hasta el alma haber dormido en esa silla.
—¿Qué hago aquí? —preguntó, algo confundida.
—Fui a rescatarte de esa pocilga maloliente donde decidiste hospedarte, pero veo que el costo de vida está caro. ¿El dinero no te alcanzó para más?
Katherine rió resignada.
—Necesitaba guardar dinero por un buen tiempo; estoy en la calle.
—Corrección, estabas en la calle.
—¿Qué es este palacio? —preguntó, mirando a su alrededor con asombro.
—Es mi casa, y puedes quedarte aquí todo el tiempo que necesites. Supe que tu esposo te sacó de tu casa después de que volviste del hospital y que no tienes a dónde ir.
Katherine apretó los labios y parpadeó rápidamente para contener las lágrimas.
—¿Por qué sabes tanto de mí? —preguntó, con la voz entrecortada.
Suspiré.
—Perdóname por lo que tengo que decirte, pero te he estado siguiendo, Katherine.
Ella se enderezó con dificultad y, enojada, reprochó:
—¿Qué? ¿Está loco? ¿Por qué razón me está siguiendo?
—Ya te he dicho por qué: quiero ayudarte y que tú me ayudes a mí.
Katherine se dejó caer nuevamente contra la almohada.
—Su hermana es una mala mujer, que me ha causado mucho dolor.
Avergonzado, la miré y respondí:
—Lo sé. No sé cómo disculparme por todo lo que has pasado.
—Lo sé, Katherine, y lamento mucho que estés atravesando ese dolor. Pero yo quiero que ella abra los ojos y deje a ese hombre. Si ella llegara a sufrir lo mismo que tú, no me lo perdonaría.
—Nadie va a sufrir lo mismo que yo. Eso solo lo permití yo, Mackenzie. Ahora, debo irme.
Katherine intentó levantarse, pero sintió un dolor al mover su mano, aún conectada al suero.
—¡Ay! Estoy atrapada. ¿Cómo voy a irme?
—Te he atrapado con una bolsa de suero; estabas deshidratada. —Me acerqué a la mesa, saqué una gasa y algo de alcohol. Sabía exactamente cómo retirar el canal. Tomé su mano y me estremecí al sentir el roce de su piel.
Con cuidado, retiré el catéter y coloqué una pequeña gasa de algodón para detener el sangrado. Dejé el resto de los suministros sobre la mesa y la miré.
—Ya está listo. Ahora solo necesitas comer.
—Lo haré. Gracias por tu ayuda. —Katherine intentó levantarse, pero se puso pálida, se mareó y cayó de nuevo sobre la almohada.
—No tienes que irte, Katherine. Aquí no me incomodas.
—Es que… —titubeó—. Es que no creo que sea correcto que yo esté aquí.
—¿Por qué no? Yo voy a ayudarte.
—¿Con qué intención? —me preguntó, mirándome fijamente a los ojos.
En mi mente se formaban miles de ideas, algunas buenas y otras no tanto, las cuales eran demasiado pervertidas. No era un hombre fascinado por las mujeres menores; prefería a las maduras, pero la vulnerabilidad de Katherine parecía haber despertado en mí una inmensa necesidad de tenerla cerca.
—Sin ninguna intención oculta. Me gustaría que, si mi hermana estuviera en una situación similar, alguien también la ayudara.
—¡Ah, entiendo! —su rostro mostró algo de desilusión. ¿Acaso esperaba algo más?
—Voy a pedirle a Mirta que organice la habitación de invitados para que te quedes allí hasta que te recuperes. Y ya veremos qué pasa.
Ella asintió con la cabeza. Me levanté y me dirigí hacia la puerta, pero me llamó.
—Mackenzie.
Me giré hacia ella.
—Dime.
—Gracias —dijo Katherine, sus mejillas se sonrojaron un poco y sus ojos brillaron por primera vez desde nuestro primer encuentro.
—No hay de qué, señorita Katherine. Por ahora, trate de bañarse; no huele bien.
Ella se olió el cuerpo e hizo un gesto de desagrado. El olor a suciedad llenaba la habitación, aunque para mí, no era incómodo en absoluto. En realidad, sentía que su presencia, con todo lo que implicaba, llenaba el espacio de una manera que, sorprendentemente, me resultaba reconfortante.