CAPÍTULO DOS
El trabajo no estaba haciendo nada por la monotonía de lo que Mackenzie empezaba a denominar La Rutina—con L y R mayúsculas. En los casi dos meses que habían pasado desde los acontecimientos de Nebraska, la carpeta de casos de Mackenzie había consistido en vigilar a un grupo de hombres sospechosos de tráfico de personas—pasándose sus días sentada en un coche o en edificios abandonados, escuchando conversaciones bastante vulgares que acabaron por no dar ningún resultado. También había trabajado junto a Yardley y Harrison en un caso relacionado con una potencial célula terrorista en Iowa—que tampoco había dado ningún resultado.
El día siguiente a su tensa conversación sobre la felicidad, Mackenzie se encontraba sentada ante su escritorio, investigando a uno de los hombres que había estado vigilando respecto al tráfico de personas con objetivos sexuales. No formaba parte de ningún complot de tráfico s****l, pero estaba implicado casi con certeza en algún tipo de chanchullo depravado relacionado con la prostitución. Era difícil de creer que estaba cualificada para llevar un arma, atrapar asesinos y salvar vidas. Se estaba empezando a sentir como una empleada de plástico, alguien que no servía ninguna función real.
Frustrada, se levantó para hacerse una taza de café. Nunca había sido de las que deseaba nada malo a nadie, pero se estaba preguntando si las cosas en el país de verdad iban tan bien que sus servicios no pudieran necesitarse en alguna parte.
Mientras caminaba hacia la pequeña zona de recepción donde se alojaban las cafeteras, divisó cómo Ellington le ponía la tapa a su propia taza. Él la vio acercarse y la esperó, aunque podía decir por su postura que iba con prisas.
“Espero que tu día haya sido más emocionante que el mío,” dijo Mackenzie.
“Quizás,” dijo él. “Pregúntamelo de nuevo en media hora. McGrath me acaba de llamar para que vaya a su despacho.”
“¿Para qué?” preguntó Mackenzie.
“Ni idea. ¿No te llamó también a ti?”
“No,” dijo ella, preguntándose de qué se podía tratar. Aunque no había tenido lugar ninguna conversación directa al respecto con McGrath desde el caso de Nebraska, había asumido que Ellington y ella seguirían siendo compañeros. Se preguntó si a lo mejor el departamento había acabado por decidir separarles debido a su relación sentimental. Si era así, entendía la decisión, pero la idea no le gustaba en especial.
“Me estoy hartando de estar sentada a mi escritorio,” dijo mientras se servía un café. “Hazme un favor y mira a ver si me puedes meter en lo que sea que te vaya a meter a ti.”
“Lo haré encantado,” dijo él. “Te mantendré informada.”
Regresó caminando a su oficina, preguntándose si acaso esta pequeña grieta en la normalidad era lo que había estado esperando—la apertura que empezaría a dilapidar los cimientos de la rutina que había estado sintiendo. No sucedía a menudo que McGrath convocara solo a uno de los dos a su despacho—al menos no recientemente. Le hizo plantearse si a lo mejor le estabas sometiendo a alguna clase de evaluación de la que no tenía conocimiento. ¿Estaba McGrath investigando más a fondo el último caso de Nebraska para asegurarse de que había seguido las normas en todo momento? Si así era, podría encontrarse con problemas porque no cabía duda de que no había seguido el protocolo en todo.
Tristemente, preguntarse de qué se trataría la reunión entre Ellington y McGrath era lo más interesante que le había pasado en la última semana más o menos. Era lo que le ocupaba la mente mientras se sentó de nuevo delante de su ordenador, de nuevo sintiéndose como nada más que otro engranaje de la rueda.
***
Escuchó unas pisadas quince minutos después. Esto no era nada nuevo: trabajaba con la puerta de su oficina abierta y veía a gente que pasaba de un lado a otro de arriba abajo del pasillo durante todo el día. Pero hoy era diferente. Esto sonaba como varios pares de pisadas que caminaban al unísono. También había una sensación de silencio—una tensión apagada como el ambiente que hay justo antes de una violenta tormenta de verano.
Curiosa, Mackenzie elevó la vista de su portátil. A medida que las pisadas se hicieron más sonoras, vio a Ellington. Le echó una mirada rápida a través de la puerta, con el rostro tenso con una emoción que Mackenzie no podía ubicar del todo. Llevaba una caja en las manos y dos guardias de seguridad le seguían de cerca.
¿Qué diablos?
Mackenzie se levantó de un salto de su escritorio y salió al pasillo. Justo en el momento en que estaba doblando la esquina, Ellington y los dos guardias se estaban metiendo al ascensor. Las puertas se cerraron y una vez más, Mackenzie apenas divisó esa expresión tensa en su rostro.
Le han despedido, pensó Mackenzie. La idea era absolutamente ridícula por lo que a ella concernía, pero eso era lo que parecía.
Echó a correr hacia la escalera, abriendo la puerta a toda prisa para descenderla. Bajó los escalones saltándolos de dos en dos, con la esperanza de salir afuera antes de que lo hicieran Ellington y los guardias. Bajó los tres tramos de escaleras sin pensar, y salió por el lateral del edificio directamente junto al aparcamiento.
Mackenzie salió por la puerta al mismo tiempo que los guardias y Ellington salían del edificio. Echó a correr a través del césped para cortarles el paso. Los guardias parecían tensos cuando la vieron acercarse, uno de ellos se detuvo por un instante y la encaró como si se tratara de una potencial amenaza.
“¿Qué es lo que pasa?” preguntó por encima del guardia, mirando a Ellington.
Sacudió la cabeza. “Ahora no,” dijo él. “Por ahora… olvídate de ello.”
“¿Qué está pasando?” le preguntó ella. “Los guardias… la caja… ¿te han despedido? ¿Qué diablos ha pasado?”
Ellington volvió a sacudir la cabeza. No había ni rastro de desprecio o de crueldad en el gesto. Mackenzie pensó que sería lo mejor que podía hacer en esta situación. Quizá había pasado algo de lo que él no podía hablar. Y Ellington, leal hasta la médula, no hablaría si le habían pedido que mantuviera silencio.
Odiaba hacerlo, pero dejó de presionarle. Si quería respuestas directas, solo había un lugar donde conseguirlas. Con esto en mente, echó a correr de vuelta al edificio. Esta vez tomó el ascensor, subiendo hasta el tercer piso y sin perder ni un segundo para dirigirse al final del pasillo al despacho de McGrath.
Ni se molestó en saludar a la secretaria mientras se dirigía hacia su puerta. Escuchó cómo la mujer le llamaba por su nombre, tratando de detenerla, pero aun así Mackenzie pasó al interior. No llamó a la puerta, simplemente entró al despacho.
McGrath estaba sentado a su escritorio, y era evidente que no le sorprendía lo más mínimo que Mackenzie estuviera allí. Se giró hacia ella y la calma en su rostro le puso furiosa.
“Haz el favor de mantener la calma, agente White,” dijo.
“¿Qué ha pasado?” preguntó ella. “¿Por qué acabo de ver a Ellington siendo escoltado del edificio con una caja con todas sus pertenencias?”
“Porque ha sido relevado de su misión.”
La simplicidad de la afirmación no consiguió que fuera más fácil de escuchar. Parte de ella seguía preguntándose si había habido algún error gigante. O si todo esto era alguna broma pesada enorme.
“¿Por qué?”
Entonces vio algo que no había visto hasta ahora: McGrath desvió la mirada, claramente incómodo. “Es un asunto privado,” dijo él. “Entiendo la relación que hay entre vosotros dos, pero esta es una información que legalmente no puedo divulgar debido a la naturaleza de la situación.”
Durante todo el tiempo que llevaba trabajando para McGrath, nunca había escuchado tanta porquería legal saliendo de su boca al mismo tiempo. Se las arregló para aplacar su ira. Después de todo, esto no se trataba de ella. Por lo visto, algo pasaba con Ellington de lo que ella no tenía ningún conocimiento.
“¿Anda todo bien?” preguntó. “¿Me puedes decir al menos eso?”
“Me temo que no me corresponde a mí responder a esa pregunta,” dijo McGrath. “Ahora, si me disculpas, la verdad es que estoy bastante ocupado.”
Mackenzie hizo un leve gesto con la cabeza y salió de la oficina, cerrando la puerta al salir. La secretaria desde detrás de su propio escritorio le lanzó una mirada desagradable que Mackenzie ignoró por completo. Regresó caminando a su despacho y comprobó su correo para reconfirmar que el resto de su día no era más que un lento vacío de nada.
Entonces salió corriendo del edificio, haciendo lo que podía para que no diera la impresión de que algo le estaba molestando. Lo último que necesitaba era que la mitad del edificio se diera cuenta de que Ellington se había marchado y de que ella estaba corriendo detrás de él. Por fin se las había arreglado para superar las miradas punzantes y los rumores casi legendarios de su pasado en su lugar de trabajo y de ninguna manera iba a crear otra razón para que el ciclo comenzara de nuevo.
***
Sabía con certeza que seguramente Ellington había regresado a su apartamento. Cuando se conocieron al principio, él era el tipo de hombre que quizá se fuera directamente a un bar en un intento de ahogar las penas. Sin embargo, había cambiado durante el último año más o menos—al igual que ella. Suponía que se debían eso el uno al otro. Era una idea que mantuvo en la mente mientras abría la puerta de su apartamento (el apartamento de los dos, se recordó a sí misma), esperando encontrarle en su interior.
Y como pensaba, se lo encontró en el dormitorio secundario que utilizaban como oficina. Estaba sacando las cosas que tenía en su caja, esparciéndolas al azar por encima del escritorio que compartían. Levantó la vista cuando la vio entrar, pero la desvió enseguida.
“Lo siento,” dijo con la cabeza hacia el otro lado. “No me pillas precisamente en mi mejor día.”
Ella se acercó a él, pero se reprimió las ganas de ponerle la mano sobre el hombro o de extender un brazo alrededor de su espalda. Nunca le había visto tan disgustado. Le alarmó un poco, pero, más que nada, le hizo desear saber lo que podía hacer para ayudar.
“¿Qué ha pasado?” le preguntó.
“Parece bastante evidente, ¿verdad?” le preguntó él. “Me han suspendido indefinidamente.”
“¿Por qué diablos?” Entonces pensó en McGrath y en lo incómodo que se había puesto cuando le había hecho esta misma pregunta.
Por fin se giró de nuevo hacia ella y al hacerlo, pudo ver la vergüenza en su rostro. Cuando le respondió, le temblaba la voz.
“Acoso sexual.”
Durante un momento, las palabras no tuvieron mucho sentido. Esperó a que le sonriera y le dijera que solo estaba bromeando, pero eso no sucedió. En vez de ello, se le quedó mirando fijamente a los ojos, esperando a su reacción.
“¿Qué?” preguntó ella. “¿Cuándo sucedió esto?”
“Hace unos tres años,” dijo Ellington. “Pero la mujer en cuestión hizo públicas sus acusaciones hace tres días.”
“¿Y es esa acusación válida?” preguntó Mackenzie.
Él asintió, sentándose al escritorio. “Mackenzie, lo siento. Era un hombre diferente en aquel entonces, ¿sabes?”
Sintió ira durante unos instantes, pero no estaba segura de hacia quién iba dirigida: si hacia Ellington o hacia la mujer. “¿Qué tipo de acoso?” le preguntó.
“Estaba entrenando a esta joven agente hace tres años,” dijo. “Lo estaba haciendo realmente bien así que, una noche, unos cuantos agentes la sacaron de fiesta a celebrar. Todos tomamos unos cuantos tragos y ella y yo fuimos los últimos que quedábamos. En ese momento, la idea de proponerle algo ni siquiera me había cruzado por la mente, pero me fui al cuarto de baño y cuando salí, estaba allí esperándome. Me besó y la cosa se puso caliente. Se echó hacia atrás—quizá al darse cuenta de que era un error. Y entonces intenté volver a la carga. Me gustaría creer que, de no haber estado bebiendo, al alejarse de mí yo lo hubiera dejado de intentar, pero no me detuve. Traté de besarla de nuevo y no me di cuenta de que ella no me estaba correspondiendo hasta que me alejó de un empujón. Me empujó para distanciarse y se me quedó mirando. Le dije que lo sentía—y lo decía de verdad—pero ella salió disparada. Y eso fue todo. Un triste encuentro entre cuartos de baño. Nadie forzó a nadie y no hubo nada de toqueteos ni otras malas conductas. Al día siguiente cuando llegué al trabajo, ella se había ido, con un traslado a Seattle, creo.”
“¿Y por qué está sacando ahora esto a colación?” preguntó Mackenzie.
“Porque es lo que está de moda en estos tiempos,” espetó Ellington. Entonces sacudió la cabeza y suspiró. “Lo siento. Eso fue un comentario asqueroso.”
“Sí que lo fue. ¿Me estás contando la historia entera? ¿Eso es todo lo que pasó?”
“Eso es todo,” dijo él. “Lo juro.”
“Estabas casado, ¿verdad? ¿Cuándo sucedió?”
Ellington asintió. “No es uno de mis mejores momentos.”
Mackenzie pensó en la primera vez que había pasado una cantidad importante de tiempo con Ellington. Había sido durante el caso del Asesino del Espantapájaros en Nebraska. Básicamente se le había tirado encima mientras se encontraba en medio de uno de sus propios dramas personales. Podía haber asegurado que él estaba interesado, pero, al final, él había rechazado sus avances.
Se preguntaba cuánto habría pesado en su mente el encuentro con esta mujer durante esa noche en que se le ofreció por primera vez.
“¿De cuánto tiempo es la suspensión?” preguntó.
Ellington se encogió de hombros. “Depende. Si ella decide no montar un lío enorme al respecto, podría ser solo de un mes. Pero si va a por todas, podría ser mucho más larga. Al final, podría llevar al despido definitivo.”
Mackenzie se dio la vuelta en esta ocasión. No podía evitar sentirse un tanto egoísta. Sin duda, estaba disgustada de que un hombre al que quería profundamente estuviera atravesando por algo como esto, pero al fondo de todo ello, le preocupaba más perder a su compañero de trabajo. Odiaba que sus prioridades fueran tan tendenciosas, pero así era como se sentía en ese momento. Eso y unos intensos celos que detestaba. No era el tipo celoso para nada… entonces, ¿por qué estaba tan celosa de la mujer que había denunciado el supuesto acoso? Jamás había pensado en la mujer de Ellington con un gramo de celos, así que ¿por qué con esta mujer?
Porque está haciendo que cambie todo, pensó. Esa rutina aburrida en la que me estaba metiendo y a la que me estaba acostumbrando está empezando a derrumbarse.
“¿En qué piensas?” preguntó Ellington.
Mackenzie sacudió la cabeza y miró a su reloj de pulsera. Solo era la una del mediodía. Enseguida, empezarían a notar su ausencia en el trabajo.
“Estoy pensando que tengo que regresar al trabajo,” dijo. Y dicho esto, se dio la vuelta y salió caminando de la habitación.
“Mackenzie,” gritó Ellington. “Espera.”
“Está bien,” le gritó ella de vuelta. “Te veo en un rato.”
Se fue sin decir adiós, sin un beso, ni un abrazo. Porque a pesar de que lo había dicho, nada estaba bien.
Si las cosas estuvieran bien, no estaría reprimiendo las lágrimas que parecían haber surgido de la nada. Si las cosas estuvieran bien, no seguiría intentando alejar una ira que seguía intentando ascender por dentro de ella, diciéndole que era una idiota por pensar que la vida podía ir bien ahora, que finalmente le tocaba vivir una vida normal donde los fantasmas del pasado no influyeran en todo.
Para cuando llegó al coche, se las había arreglado para detener las lágrimas del todo. Le sonó el móvil, y surgió el nombre de Ellington en su pantalla. Lo ignoró, dio marcha al coche, y se dirigió de vuelta a la oficina.