PRÓLOGO
En una ocasión, cuando era una niña, Malory Thomas había venido a este puente con un chico. Era la noche de Halloween y ella tenía catorce años. Habían estado mirando hacia el fondo del agua a sesenta metros más abajo, en busca de los fantasmas de los que se habían suicidado tirándose desde el puente. Era una historia de fantasmas que había circulado por su escuela, una historia que Malory había oído toda la vida. Dejó que ese chico le besara esa noche, pero alejó su mano cuando se la metió debajo de la camisa.
Ahora, trece años después, pensaba en aquel gesto inocente mientras colgaba del mismo puente. Se llamaba el Puente de Miller Moon y era conocido por dos cosas: porque era un lugar escondido e increíble para que los adolescentes se enrollaran, y por ser el lugar más popular para suicidarse de todo el condado—quizá de todo el estado de Virginia por lo que ella sabía.
En ese momento, sin embargo, a Malory Thomas no le importaban los suicidios. Lo único en lo que podía pensar era en sujetarse al borde del puente como si le fuera la vida en ello. Estaba colgada de un lado con ambas manos, sus dedos enroscados en el borde de madera áspera del lateral. No podía agarrarse con firmeza con la mano derecha debido al tornillo enorme que atravesaba la madera, fijando la viga del lateral a los raíles de hierro que había por debajo.
Intentó mover la mano derecha para agarrarse mejor, pero tenía la mano demasiado húmeda por el sudor. Le parecía que solo con moverla una pulgada, podía perder su agarre y caerse hasta el fondo del agua. Y no había mucha agua allí. Lo único que le esperaba debajo eran rocas puntiagudas y un montón de monedas que los chiquillos estúpidos habían tirado desde el lateral del puente para pedir deseos insulsos.
Miró hacia arriba a los raíles junto al extremo del puente, raíles de caballete oxidados que parecían antigüedades en la oscuridad de la medianoche. Vio la silueta del hombre que le había traído hasta allí—a años luz de aquel valiente adolescente de hacía trece años. No… este hombre era detestable y tenebroso. No le conocía bien pero sí lo suficiente como para saber con certeza que algo andaba mal con él. Estaba enfermo, no tenía la cabeza del todo en su sitio, no estaba bien.
“Suéltate ya,” le dijo el hombre. Tenía una voz que daba miedo, como entre Batman y un demonio.
“Por favor,” dijo Malory. “Por favor… ayuda.”
Ni siquiera le importaba estar desnuda, con su trasero al aire colgando del extremo del Puente de Miller Moon. Le había desnudado del todo y había tenido miedo de que la fuera a violar, pero no lo había hecho. Solamente se le había quedado mirando, pasándole la mano por algunos puntos, y después le había obligado a que se colgara del bordillo del puente. Pensó con desconsuelo en la ropa esparcida por las vigas de madera que había por detrás de él, y tuvo la certeza algo enfermiza de que nunca se las volvería a poner.
Con esa certeza, se le tensó la mano derecha mientras trataba de acostumbrarse a la forma del tornillo que tenía debajo de ella. Gritó y sintió cómo todo su peso pasaba a la mano izquierda—la mano que se sentía bastante más débil.
El hombre se agachó, poniéndose de rodillas y mirándola. Era como si supiera lo que venía a continuación. Incluso antes de que ella supiera que había llegado el final, él ya lo sabía.
Apenas podía distinguir sus ojos en la oscuridad, pero podía ver lo suficiente como para saber que estaba contento. Quizá hasta emocionado.
“Está bien,” le dijo con esa extraña voz.
Y como si los músculos en sus dedos le estuvieran obedeciendo, su mano derecha cedió. Malory sintió una tirantez que le recorrió todo el antebrazo mientras su mano izquierda trataba de sostener sus sesenta y cinco kilos.
Y así sin más, ya no estaba colgando del puente. Estaba cayendo al vacío. Su estómago le dio una voltereta y sus ojos parecieron sacudirse en sus cuencas mientras intentaba encontrarle el sentido a lo rápido que se alejaba el puente de ella.
Por un momento, el viento que pasó velozmente junto a ella le pareció hasta agradable. Intentó enfocarse todo lo que pudo en ello mientras se retorcía en busca de algún tipo de plegaria que pronunciar en sus momentos finales.
Solo se las arregló para decir unas pocas palabras—Padre Nuestro, que estás…—y entonces Malory Thomas sintió como la vida salía de su cuerpo con un golpe agudo y devastador al tiempo que se estrellaba contra las rocas del fondo.