CAPÍTULO DOS
El Maestro de los Cuervos observaba a su flota con satisfacción mientras esta navegaba hacia la tierra de la costa norte de lo que había sido el reino de la Viuda. La flota invasora era como una mancha de sangre en el agua, los cuervos volaban por encima en grandes bandadas que parecían más nubes de tormenta.
Más adelante se encontraba un pequeño puerto pesquero, apenas un punto de partida adecuado para su campaña, pero después del tiempo que habían pasado en el mar, esta sería una muestra de bienvenida de las cosas que estaban por llegar. Los barcos se detuvieron, a la espera de su señal y el Maestro de los Cuervos se quedó quieto por un instante para apreciar toda aquella belleza, la paz de la orilla iluminada por el sol.
Movió la mano con desinterés y susurró, a sabiendas de que cien córvidos graznarían sus palabras a sus capitanes.
—Que empiece.
Los barcos empezaron a avanzar como las piezas individuales de una hermosa máquina mortal, cada uno se colocaba en el lugar que le había sido asignado mientras se dirigían hacia la orilla. El Maestro de los Cueros imaginaba que los capitanes estarían compitiendo entre ellos para ver quién podía llevar a cabo sus obligaciones con más precisión, para intentar satisfacerlo con la obediencia de sus cuervos. Parecían no aprender nunca que a él le importaban pocas cosas, excepto la muerte que estaba por llegar.
—Habrá muerte —murmuró cuando uno de sus animalitos se posó sobre su hombro—. Habrá tanta muerte como para anegar el mundo.
El cuervo le dio la razón con un graznido, tan bien como pudo. Sus criaturas se habían alimentado bien en las últimas semanas, las muertes de la batalla de Ashton todavía llenaban sus arcas de poder, mientras nuevas muertes brotaban del imperio del Nuevo Ejército a diario.
—Hoy habrá más —dijo con una sonrisa sombría mientras los soldados y los aspirantes a soldado formaban filas en la orilla para defender su hogar.
Sonaron los cañones, los primeros disparos resonaron en el agua, los estruendos de su impacto reverberaron. Pronto el aire se llenaría de humo, de modo que el sería el único que podría ver lo que estaba sucediendo, gracias a sus pájaros. Pronto, sus hombres tendrían que confiar en sus órdenes por completo.
—Di a la tercera compañía que se abra un poco más —dijo a uno de sus ayudantes—. Eso evitará que escapen costa arriba.
—Sí, mi señor —respondió el joven.
—Tened preparada una barca de desembarco también para mí.
—Sí, mi señor.
—Y recuerda mis órdenes a los hombres: mataremos sin piedad a aquel que se resista.
—Sí, mi señor —repitió el ayudante.
Como si los capitanes del Maestro de los Cuervos necesitaran que se las recordaran. A estas alturas ya conocían sus normas, sus deseos. Se sentó en la cubierta de su buque insignia y observó cómo las balas de cañón chocaban contra la carne y los hombres caían bajo la cortina de fuego de los mosquetes. Finalmente, decidió que era el momento óptimo y se dirigió, mientras comprobaba sus armas, hacia la barca de desembarco que ya estaban bajando.
—Remad —les ordenó a los hombres y estos remaban con esfuerzo, luchando por llevarlo hasta la orilla con sus tropas.
Alzó una mano cuando sus cuervos se lo advirtieron y los hombres dejaron de remar, a tiempo para que la bala de un viejo cañón impactara delante de ellos en el agua.
—Continuad.
La barca de desembarco se deslizó por las olas y, a pesar de la potencia avasallante de las fuerzas del Nuevo Ejército, algunos de los hombres que estaban a la espera se lanzaron al ataque. El Maestro de los Cuervos saltó al muelle a su encuentro, con las espadas en alto.
Le atravesó el pecho a uno y, a continuación, se apartó cuando otro blandió la espada hacia él. Paró un golpe y mató a otro hombre con la eficiencia despreocupada que da una larga práctica. Estos hombres eran unos estúpidos si pensaban que podían derrotarlo, o incluso hacerle daño. Solo lo habían conseguido dos personas en mucho tiempo, y tanto Catalina Danse como su odioso hermano morirían por ello con el tiempo.
Por ahora, esto era más una m*****a que una lucha y el Maestro de los Cuervos gozaba con ello. Hacía cortes y daba estocadas, liquidando enemigos con cada movimiento. Cuando vio a una mujer joven intentando escapar, se detuvo para desenfundar una pistola y le disparó en la espalda. Después, continuó con su trabajo más urgente.
—Por favor —suplicó un hombre, tirando su espalda al suelo en señal de rendición. El maestro de los Cuervos lo destripó y, a continuación, se dirigió al siguiente.
La m*****a era tan inevitable como absoluta. Una milicia mal armada y desperdigada no podía ni empezar a tener esperanzas de defenderse contra tantos rivales. Todo se hizo muy rápidamente y costaba imaginar qué habían intentado conseguir resistiéndose. Seguramente, algo tendría que ver con el honor o alguna otra tontería.
—Oh —dijo para sí mismo el Maestro de los Cuervos mientras observaba a través de los ojos de una de sus criaturas y vio un corro de personas que huía a las colinas cercanas, en dirección al sur. Volvió a la realidad y echó un vistazo para ver cuál de sus capitanes estaba más cerca:
—Un grupo de aldeanos está huyendo por un sendero que no está lejos de aquí. Llévate hombres y matadlos a todos, por favor.
—Sí, mi señor —dijo el hombre. Si le preocupaba el tener que matar inocentes, no lo demostraba. Por otro lado, de haber sido un hombre que se opusiera a cosas de estas, el Maestro de los Cuervos lo hubiera matado hace tiempo.
El Maestro de los Cuervos se quedó tras la batalla, escuchando el silencio que solo traía la muerte. Escuchaba a los cuervos mientras estos tomaban tierra para empezar su trabajo y sintió que el poder empezaba a fluir cuando consumían su parte. Era un flujo lamentable comparado con algunas de las batallas que había habido antes, pero ya vendrían más.
Mandó su conciencia a sus criaturas y dejó que estas hablaran con su voz:
—Esta ciudad es mía —dijo—. Rendíos o moriréis. Entregad a todos aquellos que tengan magia o moriréis. Haced lo que se os ordena o moriréis. Ahora no sois nada, esclavos y menos que esclavos. Obedeced y os libraréis de ser comida para los cuervos por un tiempo. Desobedeced y moriréis.
Mandó a sus criaturas al aire, para que escudriñaran la tierra que había tomado en este primer avance. Veía el horizonte, que se extendía a lo lejos ante él, con la promesa de más tierra que conquistar, más muerte para alimentar a sus animalitos.
Normalmente, el Maestro de los Cuervos no recibía visiones. Como mucho, sus cuervos le proporcionaban lo suficiente para adivinar lo que sucedería. Él no era la bruja de la fuente para tirar de los hilos del futuro, pero incluso ella no había podido predecir su propia muerte. Sin embargo, la visión vino hacia él a toda prisa, llevada sobre las alas de sus mascotas.
Vio a una niña, a la que su madre sostenía en brazos, y reconoció al instante a la reina recién coronada en el reino. Vio el peligro que había detrás de la niña, y más que el peligro. La muerte que había mantenido a raya tanto tiempo con las vidas de otros acechaba en la sombra de la bebé. La niña alargó el brazo hacia él, con la inocencia de un crío, y el Maestro de los Cuervos retrocedió para evitarlo, huyendo hasta volver en sí.
Se encontraba en el centro de la ciudad que había tomado, diciendo que no con la cabeza.
—¿Va todo bien, mi señor? —preguntó su ayudante.
—Sí —dijo el Maestro de los Cuervos, pues si admitía su debilidad, tendría que matar al hombre. Si salía cualquier rastro del miedo que crecía en su interior, todos los que lo vieran morirían. Sí, ese era un pensamiento…
—He cambiado de opinión —dijo—. Guardaremos la conquista para la próxima ciudad. Arrasad esta. Matad a cada uno de sus habitantes, hombre, mujer… bebé en brazos. No dejéis dos piedras juntas.
El ayudante no dudó más de lo que había dudado su capitán sobre dar caza a aquellos que huían.
—Se hará lo que usted ordene, mi señor —prometió.
El Maestro de los Cuervos no tenía ninguna duda de que así sería. Él daba órdenes y la gente moría en respuesta. Si resultaba que era un niño lo que lo amenazaba… pues el niño podía morir también, junto a su madre.